José María Álvarez - Las voces de la locura

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Este libro habla de un largo trabajo, de intereses compartidos y de dos estilos diferentes. Después de varias décadas de colaboración, llama la atención que sigamos dando vueltas a las mismas cuestiones sobre la condición humana y la psicopatología. Una de ellas, las relaciones del lenguaje y la locura, da pie a esta obra.Han pasado muchos años desde las primeras publicaciones sobre el automatismo mental, las voces y la xenopatía: el polo esquizofrénico de la psicosis. El inicial interés por las relaciones del lenguaje y la locura se ha desplazado, de forma paulatina, hacia los vínculos entre la psicopatología y la historia de la subjetividad, y de allí, a la constitución xenopática del sujeto: al lenguaje como morada en la que habitamos e ingrediente que nos constituye. Avanzamos un paso más al añadir al análisis psicopatológico de las alucinaciones verbales o voces la perspectiva de la historia de la subjetividad. Concluimos que las voces propiamente psicóticas constituyen una manifestación exclusiva de la Modernidad, tanto que resulta difícil concebirlas en subjetividades anteriores, y nos empeñamos en dotarla de argumentos clínicos e históricos. Con la introducción de la perspectiva histórica nos desmarcamos decididamente del modelo biomédico, hegemónico en la actualidad.Esta obra amplía la visión antinaturalista de las enfermedades mentales con la que estamos comprometidos. A los enfoques de otros tiempos sobre la función del delirio, los polos de la psicosis, la condición melancólica del ser, la articulación de lo continuo y lo discontinuo, de lo uno y lo múltiple, añadimos ahora el encuadre de la historia de la subjetividad. Un largo camino cuyo punto de partida es la psicología patológica y se dirige a la general, que transita, por un lado, de lo discontinuo a lo continuo, y por otro, de lo múltiple a lo uno. Y vuelta a empezar, siguiendo un incesante flujo dialéctico. De los últimos movimientos de ese tránsito dejamos aquí constancia.

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Opinión aún madrugadora si pensamos que Descartes (1596-1650), con quien realmente identificamos un cambio revolucionario en nuestra racionalidad —como se lee al final de su primera Meditación— todavía está preocupado unos años después por la presencia de genios malignos que con astucia y malas artes se interponen en el curso de su pensamiento4.

Una explicación sustanciosa del papel de los espíritus en aquellos tiempos la encontramos en un artículo de Tasso (1544-1595), El mensajero, que tiene especial significación para nosotros por dos razones. Por un lado, porque está escrito ya en una época tardía, 1580, en los albores por lo tanto de la Modernidad. Y, en segundo lugar, porque lo compone en el período de locura, durante los siete años y medio que permaneció internado en el hospital de Sant’Anna por orden del Duque de Ferrara. En este texto revelador, Tasso sostiene que, en el orden impuesto por Dios y su ministra la naturaleza, nada va de un extremo a otro sin pasar por el medio. Así, al igual que la naturaleza odia el vacío y reclama la ayuda del aire para penetrar en los cuerpos y ocupar todos los intersticios, los ángeles y demonios son necesarios para interponerse entre las especies inferiores y superiores, entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino5. De esta suerte, mientras Montaigne empieza a descorrer un espacio racional que no precisa intermediarios inteligibles entre el hombre y la divinidad, o entre la persona y las cosas materiales, un psicótico de genio agudiza un interés renovado por los espíritus, probablemente porque facilitan su delirio y, en cierto modo, templan su ánimo al ceder el protagonismo de las voces a figuras más o menos demoníacas que aún siguen siendo reales para el sentido común de los contemporáneos. Las voces del poeta italiano, por lo tanto, son aún voces de los espíritus y no esas voces inefables que asaltan al esquizofrénico que hoy frecuentamos. «Me susurró al espíritu aquel gentil espíritu que suele hablarme en mis imaginaciones»6, escribe Tasso como muestra de lo que decimos.

4. Lo imposible y las voces

Pero, al tiempo que han desaparecido los espíritus amigables o amenazantes de nuestro entorno, la realidad se ha ido descarnando, volviéndose tanto más cruda cuanto que la lingüisticidad del mundo ha entrado en crisis. Según la ciencia incrementaba su precisión y claridad en la superficie del mundo, el Romanticismo abría un abismo en el corazón del hombre y un territorio sin palabras en el interior de las cosas. En la realidad se ha ido entreabriendo un hueco que las palabras ya no aciertan a delimitar. La cosa en sí kantiana, la voluntad de Schopenhauer, la oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo real de Lacan, dan testimonio de esa experiencia radicalmente moderna que conduce al hombre hasta los límites del lenguaje, allí donde la representación no alcanza a revestir el territorio existente. Sin embargo, mientras que para el filósofo de Königsberg la cosa en sí —ese ámbito transfenoménico e inerte que no está sometido al tiempo ni al espacio ni a la causalidad— delineaba los límites entre lo cognoscible y lo incognoscible, para Freud y Lacan ese real , ya activo y amenazante, alcanza a constituir una de las dimensiones propias de la experiencia humana, sellando así el fracaso de lo simbólico y abriendo las puertas a un más allá del placer y del deseo.

De este descubrimiento es hija la psicosis propia de la Modernidad. La esquizofrenia, tal y como la conocemos, no puede ser anterior a este tiempo histórico, cuando la subjetividad descubre una incapacidad nueva y radical en el dominio del lenguaje. Las voces de los esquizofrénicos no son otra cosa que las respuestas del sujeto a lo imposible, respuestas al fin y al cabo ante la presencia de ese real que ha surgido ininteligible, peligroso y amenazador. Surgen del cortocircuito establecido entre una palabra fundida y perdida entre las cosas y la urgencia del lenguaje que acude a sofocar como puede, es decir, con el delirio, la herida que se ha abierto en el mundo y en la división del hombre. Las voces, en este caso, son la lengua muda que empieza a recobrar el habla, son un alfabeto naciente y titubeante. A un psicótico que conocemos, las voces le dicen «vacío», como si le recordaran la tarea original de crear algo, rellenar y simbolizar. A Schreber le decían algo parecido, le obligaban a pensar7. Las voces son el comienzo del racionalismo mórbido del esquizofrénico.

Ahora bien, del mismo modo que el esquizofrénico es precursor e investigador de una nueva realidad, revela también el testimonio de un temor desconocido. Sabemos que la angustia moderna ha sido definida por Kierkegaard como el resultado de una culpabilidad liberada del pecado pero aún sometida a esa posibilidad8. El psicótico, en cambio, es quien ha llevado su inocencia aún más allá, hasta alcanzar un territorio donde a la ausencia radical del pecado, esto es, del deseo, se une también la pérdida de las instrucciones sobre el manejo del verbo.

Muchas veces nos preguntamos sobre las características de la angustia del esquizofrénico, ese pavor que situamos por encima de la angustia neurótica, que, por muy informe y referida a la nada que sea, acertamos a nombrar y delimitar con palabras, aunque éstas se refieran al vacío y a la ausencia precisamente de palabras. Sin embargo, el esquizofrénico habría penetrado en un mundo enigmático, tan oscuro que ha perdido por el camino cualquier posibilidad de nombrarlo, ni siquiera como ausente o incognoscible. Esa presencia sustancial de las tinieblas en las que se extravía, solo y sin el ropaje del lenguaje, constituiría el nivel desolador de su angustia, la cota donde se fractura el lenguaje. Bien distinta resulta esta experiencia de la que puedo forzar si una noche solitaria contemplo con intensidad el firmamento y me cuestiono sobre el misterio de la vida y las dimensiones del cielo. No se trata aquí de este tipo de angustia ante lo que no tiene explicación, sino de la que experimentan quienes han metido el cielo en su cabeza extraviando las palabras que puedan dar cuenta del acontecimiento. No como el poeta nocturno que admira las estrellas y siente el estímulo trémulo de lo inefable, sino como quien ha perdido hasta la posibilidad más remota del lenguaje.

5. Un lenguaje extraño

La desaparición de los espíritus en nuestro imaginario nos confronta más directamente con los abismos que bordean la pulsión, es decir, con la omnipotencia de lo divino y el núcleo mudo de la realidad. Huérfanos de ángeles y diablos, las palabras del hombre moderno tienen que dar cuenta por sí solas de una divinidad sin Dios y de una realidad sin representación cada vez más descarnada, la cual apenas acertamos a formular pese a que se abalanza sobre nosotros con malos modos.

«Nada distingue tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que este último apenas conoce», escribe Benjamin en Dirección única9.

La temible aberración de los modernos —continúa Benjamin— consiste en considerar irrelevante y conjurable esta experiencia, y dejarla en manos del individuo para que delire y se extasíe al contemplar hermosas noches consteladas. Pero lo cierto es que se impone cada vez de nuevo, y los pueblos y razas apenas logran escapar a ella, tal como lo ha demostrado, y del modo más terrible, la última guerra, que fue un intento por celebrar nuevos e inauditos desposorios con las potencias cósmicas10.

En efecto, el psicótico actual carece de esa experiencia con la que rellenar fácilmente su potencial mundo delirante. Nuestro psicótico no dispone de un mundo sobrenatural compartido con otros seres. Está falto de una experiencia cosmológica que le posibilite tratar la inmensidad del universo, y no acierta a revestir ese mundo mudo y temible que se ha despertado con la escisión del hombre moderno, atrapado y descoyuntado entre la ciencia y el Romanticismo. Un mundo volcánico capaz de reventar las frágiles palabras que entran en contacto con él, esas mismas palabras que comprometen al psicótico hasta desencadenar la locura y ocupar su cabeza con las nuevas voces del automatismo mental, tan inclinadas más tarde a dar testimonio de un supuesto asesinato del alma o a erigirse en el campo de batalla de dos fuerzas cósmicas que comprometen a su oidor.

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