Grupo Interdisciplinario de Investigaciones
Arqueológicas e Históricas
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia
Hasta hace relativamente poco tiempo, las referencias sobre el arte rupestre colombiano en los textos que pretendían sintetizar “el estado del arte” en el ámbito sudamericano eran pocas o inexistentes1. En parte, dicha situación reflejaba la direccionalidad de los flujos de información en la era anterior al internet. Pero fundamentalmente daba cuenta de la escasísima producción que sobre el tema había en el país. A la hora de los balances regionales, los investigadores se veían avocados a citar textos muy antiguos, como el clásico libro de Pérez de Barradas2, el de Koch-Grünberg3, o tal cual referencia algo más reciente que por casualidad podía llegar a sus manos. La única excepción consistente la representaba el conjunto de aportes de Gerardo Reichel-Dolmatoff4, que no solo era citado como parte de la investigación sobre conjuntos rupestres localizados en el país, sino como fundamento teórico de primer orden5. No es este el lugar para discutir las razones de la poca producción científica sobre el arte rupestre en Colombia, lo cual contrasta abrumadoramente con la cantidad y variedad de este tipo de manifestaciones dentro de dicho territorio. Posibles explicaciones a esta situación ya las he ofrecido en otro lugar6. Basta con decir que la singularidad propia de la arqueología colombiana implicó que el arte rupestre transitara de una época donde se caracterizó por su centralidad, a otra donde cayó en el olvido7.
Por fortuna, se puede hoy sostener que la situación antes mencionada ha cambiado de forma sustancial y que es posible encontrar aquí y allá diferentes aportes investigativos alrededor del arte rupestre. De seguro existen muchas razones que pueden explicar la mayor producción intelectual sobre el tema, pero quiero resaltar algunas que considero fundamentales y que, en efecto, se reflejan en los capítulos de este libro.
En primer lugar, el arte rupestre, como objeto de estudio, permite múltiples miradas que exceden el campo de la arqueología, donde pudiera pensarse es su nicho natural por tratarse de objetos producidos por lo general en época prehispánica. Otros objetos arqueológicos son a la fecha casi exclusivamente estudiados por arqueólogos, o por equipos multidisciplinarios guiados, en todo caso, por preguntas de corte antropológico. Bien sea porque se considere como una forma de arte, o incluso como la representación de modelos matemáticos, lo cierto es que las pinturas y grabados hechos sobre piedra invitan a la reflexión a investigadores no solo situados en los campos de la antropología y la arqueología, lo que asegura una variabilidad enorme de aproximaciones al tema8. Hasta hace poco tiempo, las aproximaciones no arqueológicas o antropológicas al arte rupestre en Colombia se caracterizaban por su poca rigurosidad, lo que las hacía descartables con facilidad, y por ende poco útiles. No obstante, la persistencia y seriedad de algunas de estas aproximaciones ha generado miradas novedosas que tal vez se consolidarán en el futuro.
Este libro abre justamente con un texto producido por fuera del ámbito arqueológico, pero con importantes consecuencias sobre la forma como los investigadores de diferentes disciplinas “observan” el arte rupestre. En su artículo: “Ampliando el espectro. Murales rupestres policromos en la sabana de Bogotá”, Diego Martínez realiza un análisis tafonómico de diferentes murales con pinturas en la sabana de Bogotá. Este tipo de análisis se beneficia en lo sustancial de los desarrollos tecnológicos que posibilitan el mejoramiento de imágenes para incluso observar figuras no visibles al ojo humano. Con base en su experiencia en la documentación y tratamiento digital de imágenes rupestres9, Martínez ofrece un detallado análisis de algunos paneles con policromía y sugiere que tal vez la mayor cantidad de pinturas en rojo no responde a una elección cultural, es decir a una preferencia de los artistas por el color rojo, sino a un proceso de conservación diferencial, que culminó en la degradación de otros colores como el negro o el blanco. Si esta hipótesis llegase a comprobarse tendría serias consecuencias sobre cualquier intento de “lectura” o interpretación de las pinturas de esta región puesto que ella solo tendría lugar sobre una porción de lo que fue originalmente pintado.
La segunda razón por la cual se ha acrecentado la investigación sobre el arte rupestre en Colombia en los últimos años se relaciona con los virajes teóricos de la disciplina arqueológica. Es un hecho que la arqueología procesual noratlántica, salvo contadas excepciones10, no prestó demasiada atención a aquellos objetos arqueológicos que no estuvieran dentro de la esfera de los correlatos tecno-económicos. Una suerte de desesperanza en la posibilidad de utilizar el arte rupestre como indicador de procesos socio-culturales invadió las tradiciones arqueológicas situadas bajo el espectro del procesualismo noratlántico, por lo que hubo que esperar a que dicha arqueología fuera, o bien temperada11 o descartada, para que los arqueólogos volvieran sus ojos sobre este tipo de objetos arqueológicos. Con el advenimiento de las arqueologías posprocesuales, el arte rupestre no solo volvió a ser tenido en cuenta sino que incluso adquirió una inusual centralidad. La flexibilidad propia de algunas de las corrientes más extremas del posprocesualismo permitió que sobre un conjunto de rocas con arte se dijera casi cualquier cosa12. Al margen del posprocesualismo desbordado, algunas corrientes teóricas se han tomado más en serio el análisis riguroso del arte rupestre como vía para el entendimiento de los sistemas de significado prehistórico. Tal vez una de las más populares es la denominada arqueología del paisaje, que por razones apenas lógicas utiliza el análisis locacional del arte rupestre como una herramienta fundamental en la comprensión de los sistemas socio-culturales. Por ende, por la vía de la arqueología del paisaje, el arte rupestre parece interesar de nuevo a los arqueólogos colombianos quienes en la práctica habían abandonado este campo de estudio con el advenimiento de la formalización profesional13.
Este libro contiene dos artículos que se identifican como herederos teóricos de la arqueología del paisaje. En primer lugar se encuentra el artículo “Los petroglifos como notas de una sinfonía visual. El paisaje prehispánico en Támesis, Jericó y Pueblorrico (Antioquia)”, escrito por Alba Nelly Gómez y Franz Flórez. Estos autores proponen explorar la relación entre petroglifos, viviendas y sitios de enterramiento a través de diferentes períodos arqueológicos. Tres aspectos merecen ser resaltados de esta búsqueda. En primer lugar, el ímpetu mismo de la empresa que pretende comprender cómo se materializan en el paisaje diferentes significados. En segundo lugar, el que esta empresa involucre el arte rupestre como objeto arqueológico y lo ponga en diálogo con otros más. Y, por último, el uso congruente de juegos de datos robustos y extensos (96 rocas con petroglifos, 160 áreas de vivienda y 93 áreas funerarias), que permite la identificación de patrones distribucionales y por ende formular relaciones sólidas entre estos objetos. En suma, la apuesta de Gómez y Flórez atiende aquel llamado que hiciera Carl Langebaek en 1996, respecto a la necesidad de ser proactivos, de arriesgarse por terrenos antes no transitados14.
El segundo artículo que reconoce una deuda teórica con la arqueología del paisaje es “Arqueología y arte rupestre en el paisaje del Tolima”, escrito por César Velandia, Jhony Carvajal y Daniel Ramírez. Si se pudiese definir el artículo de Gómez y Flórez como parte de un análisis de corte regional, el artículo de Velandia, Carvajal y Ramírez podría catalogarse como uno de tipo macro-regional. Apoyados en una perspectiva que hunde sus raíces en el estructuralismo, del cual César Velandia ha sido un sólido exponente durante varios años15, los autores exploran conexiones entre áreas lejanas para integrar lo que denominan “el complejo alucinógeno”, materializado a través de la recurrencia de un grafema que tal vez representa figuras de hongos. Las conexiones propuestas por Velandia, Carvajal y Ramírez son en extremo sugerentes, provocativas si se quiere, y por ende invitan a su discusión.
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