El mejor modo de ser europeo es ponerse frente a esa tradicional Europa y dar una nota original: comunismo, fascismo. En el fondo, dos fórmulas fascinadoras de una nueva Europa, de otra Europa. Quizá, de otra cosa que Europa. Si por Europa la vieja se entiende lo que entendieron rusos e italianos: reformismo, criticismo, democracia, liberalismo, laisser faire del individuo. 18
Rusia e Italia marcarían, en consecuencia, el camino que debía seguir España, el otro país de la periferia que habría sufrido el peso de una Europa nórdica, victoriosa en los últimos siglos y que habría impuesto, precipitándolos en la decadencia, sus propias ideas a los pueblos del sur y del este. Eran, como puede apreciarse, las tesis de Malaparte, bastante similares, por lo demás, a los enunciados de la ideología alemana del volk . 19Venia dado así el primer elemento, el esencial, en el proceso que conduciría a Giménez Caballero del nacionalismo al fascismo: el rechazo del liberalismo y de los valores culturales propios de las culturas «nórdicas». Naturalmente, para llegar ahí, se ponía el acento en lo que de «eslavófilo» habría en la Rusia bolchevique y en lo que de strapaesismo habría en el fascismo italiano. Que esa visión no correspondía exactamente a la realidad es de todo punto evidente y ahí radicará, en buena parte, el hecho de que nuestro autor fuera a acogerse al fascismo y no, precisamente, al comunismo.
Lo que hacía, de hecho, Giménez Caballero no era sino asumir lo esencial del fascismo para proyectarlo, como si de un elemento común se tratara, también hacia el comunismo:
Y así se ha dado en esos dos países el admirable caso de la generación joven, que saliendo derrotista, ácrata, pacifista y desconcertada de la guerra, se rehace y construye una revolución, un higiénico entusiasmo destructor y afirmativo. 20
Desde este punto de vista, el fascismo sería, como el bolchevismo, una vuelta de los países hacia sí mismos, hacia sus propias esencias, tradiciones o, como diría más adelante, su «genio». A partir de ahí, podía afirmar que «todo gran movimiento nacional ha sido siempre fascista». Pero, por la misma razón, el fascismo italiano, en tanto que movimiento nacional específico de Italia, no sería exportable. España debería, en consecuencia, descubrir su propio fascismo concreto, ya que, decía, «el pueblo que no encuentra en sí su propia fórmula de fascismo es un pueblo influido, sin carácter, sin médula». 21
Naturalmente, aunque estuviera dispuesto a conceder el carácter de fascista a todo «gran movimiento nacional», no parecía abrigar Giménez Caballero muchas dudas acerca del hecho de que la «fórmula española» habría de parecerse bastante a la italiana. Ya hemos visto cómo el nacionalismo (fascismo) de los países de la periferia debía ser antiliberal y antidemocrático, así como las comparaciones que establecía entre Unamuno y Malaparte. Por aquí iba a venir, precisamente, una de las líneas maestras en la búsqueda de la «fórmula española». ¿Cómo localizar, en efecto, las verdaderas tradiciones, lo auténticamente específico, del ser español? Evidentemente en aquellos lugares y sectores menos permeabilizados por la influencia extranjera: en el pueblo mismo. Y, efectivamente, el fascismo italiano venía presentado como un «movimiento de pueblo, de masas». Aunque para Giménez Caballero tales conceptos adquirían una connotación muy específica:
Si el fascismo es aristárquico por su estructura de partido y monárquico por su representación de poder ejecutivo, es, en el fondo, archidemocrático: el pueblo mismo. ¿Archidemocrático? No: popular. La palabra democracia huele a burguesía, a ciudad, a cosa mediocre. Mientras popular es lo del campo, lo de la taberna, y el mercado, y la plaza, y la fiesta. Popular no es el hombre como obrero, ni como ciudadano, ni como funcionario. Sino simplemente como hombre elemental. Como campesino. Como hombre eterno. De ahí el fervor del fascismo por la política agrícola, del agro. Y toda su propaganda que huele a trigo, a pan. A pan, a vino, a garrote. 22
La segunda línea fundamental iba a venir dada, lógicamente, por la fijación del momento de máximo esplendor para el propio país, su momento «fascista». Que Giménez Caballero situará en el siglo XV:
Nudo y haz, Fascio: o sea, nuestro siglo XV, sin mezclas de Austrias ni Borbones, de Alemanias, Inglaterras ni Francias; con Cortes, pero sin parlamentarismos; con libertades, pero sin liberalismos; con santas hermandades, pero sin somatenismos. 23
Dos líneas fundamentales que serían en buena parte recogidas por el posterior fascismo español, pero que apuntan claramente en una dirección en la que la componente tradicional(ista) parece sobreponerse en forma contradictoria al pretendido carácter revolucionario, moderno, del fascismo. Lo que no implica que tal proyección de modernidad fuera abandonada. La mirada retrospectiva hacia siglos precedentes no será óbice, en efecto, para que se afirme: «... son sorprendentes las relaciones del fascismo con el clero, la religión, las costumbres y el pasado. Los aprovecha en lo que tienen de fuerza motriz. Como saltos de agua. No como estanques. De ahí que muy pocos fascistas sean católicos de corazón, ni morales, ni pacatos». Del mismo modo, la reivindicación de lo popular-agrario, del hombre eterno y del anti-industrialismo no le impedirá hacer el elogio de la Barcelona industrial y moderna, a la que augura un papel semejante al desempeñado por Milán en Italia. 24
En realidad, estas contradicciones reflejan un momento en la evolución de Giménez Caballero. Cuando piensa todavía en una unidad nacional más real y profunda que la existente, hecha a partir del reconocimiento de los hechos diferenciales; cuando, siguiendo aún a Ortega, afirma que «son precisas todas las divergencias previas, todos los regionalismos preliminares, todos los separatismos –sin asustarnos de esta palabra– para poder tener un verdadero día el nodo central, un motivo de hacinamiento, de fascismo hispánico». Es el momento en que todavía identifica a la auténtica tradición española en los comuneros, a los que describe como comunistas y antieuropeos, casticistas y universalistas, en definitiva, como «nuestros primeros fascistas». 25
En 1932 no serán ya los comuneros quienes representen el «Genio de España», sino «un César para el servicio de un Dios»; 26ni frente a la Cataluña separatista se adoptará postura tolerante alguna; ni se glosará, tampoco, la modernización industrial y técnica. No es el momento de explicar las razones de la evolución del personaje, pero acaso valga la pena recordar que Giménez Caballero, nacionalista desde 1923, era el director y propietario del órgano de expresión más importante del vanguardismo español. Y era desde aquí desde donde se había ido produciendo también su aproximación, al fascismo, «en un proceso de interacción –ha señalado J. C. Mainer– tan significativo como el que unió en su día al futurismo con la ideología mussoliniana o el surrealismo francés y el comunismo». El mencionado estudioso ha sintetizado muy bien el proceso por el que la «alegre despreocupación de la vanguardia –respuesta a un estado de inadaptación en una sociedad tensional– se refugiará complacida en un programa que, de algún modo, sublima y regula la rebeldía». 27Por nuestra parte, sólo nos queda añadir que ese mismo proceso es el que, muy probablemente, lleva a Giménez Caballero de Marinetti –su primer contacto directo con el fascismo– a Malaparte, de Milán a Roma, de la modernidad al agrarismo, de los comuneros al César. Un proceso que, por lo demás, el propio Giménez Caballero quiso ver seguido por el mismo Mussolini, quien sólo al «romanizarse» habría llegado a comprender la verdadera misión universal del fascismo. 28
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