El pozo de Leteo
o la triste historia de los recuerdos perdidos
© D.R. 2020, Alexandra Campos Hanon
© D.R. 2020, Gratia Ediciones
Calz. de las Águilas 94 int. 501 Col. Los Alpes, c.p. 01010
Diseño editorial y portada: David López Soria
Ilustraciones: Anabel López
ISBN: 978-84-17303-97-6
Reservados los derechos
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O LA TRISTE HISTORIA DE LOS RECUERDOS PERDIDOS
Alexandra Campos Hanon
Ilustraciones de Anabel López
La felicidad está en la memoria .
Cristina Sánchez-Andrade,
Bueyes y Rosas Dormían
Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga .
Elena Garro,
Los Recuerdos del Porvenir
Hace muchos años, en una aldea de la que no queda más que este cuento, se mandó construir un pozo. Si bien es cierto que nadie recuerda por mandato de quién, se sabe que ese pozo fue, precisamente, lo que dio nombre a la población: Villa Leteo.
Aunque los fundadores de la villa soñaban con plazas, palacios y ciudadelas, la repentina contaminación de su pozo y la cercanía con una próspera ciudad llamada Inverness, terminó por dar lugar a la paulatina pero inevitable migración de su gente.
Poco a poco la villa perdió sentido y con el tiempo, incluso los habitantes que habían nacido ahí,se cuestionaron el propósito de permanecer en ese pequeñísimo pueblo fantasma del que, sospechaban, pronto no quedaría ni el nombre.
La precariedad de sus calles, sus escasas viviendas y la falta de proyección al exterior, hicieron que plantas, arañas y árboles tomaran por completo el lugar. Cuando la vegetación sepultó la villa, solo quedó lo que la gente de Inverness conocería como el Pozo de Leteo: un pozo situado en el claro del bosque. Un bosque, decían, de senderos movedizos.
Al margen del pozo y la desaparición de Villa Leteo, Inverness creció en población y riqueza.Los comerciantes buscaban lugares de fácil acceso para establecerse, y eso, precisamente, ofrecía la nueva ciudad. Por si fuera poco, las familias encumbradas de la región apostaron por la construcción de estancias permanentes o veraniegas a orillas de su río frío y de aguas profundas.
En el centro de Inverness vivía un panadero de nombre Kean. El panadero era famoso por sus recetas, también por su horno. Un horno de leña fabricado por él mismo a modo de los utilizados en la famosa capital francesa. Su esposa había muerto hacía tiempo. Ahora el buen Kin, como lo llamaban, dedicaba sus días a perfeccionar el oficio y consentir los caprichos de su hija Sorcha.
Pan dulce y salado; relleno de queso, mantequilla o nata; cubierto de azúcar, miel o canela. Ya fuera en forma de hogaza u hojaldre, sus creaciones hechas con harina y granos le valieron el título de Maestro Panadero. Con el tiempo, el prestigio de Casa Kean creció. Al cabo de los años se convirtió en la mejor panadería de la ciudad, entonces incluso los cocineros del rey dejaron de utilizar sus hornos. Era Kin quien, además de abastecer la despensa del palacio, engalanaba la mesa de pequeños tenderos, herreros, costureras y artesanos por igual.
Kin y Sorcha vivían en una especie de buhardilla situada en el piso superior de la panadería. Aunque la construcción era de piedra y las temperaturas bajas, el calor del horno que permanecía encendido desde la madrugada hasta el anochecer, bastaba para hacer de ese un lugar cálido y más acogedor de lo que a simple vista pudiera pensarse. Durante el invierno era común encontrar niños, perros y mendigos sentados bajo las ventanas para sentir un poco de esa calidez y, quizá, arrullarse con aquel aroma que invitaba a soñar con un banquete, una merienda frente a la chimenea o una manta tibia.
Aunque todos en Inverness sabían que Sorcha era propensa a los caprichos de una niña mimada, también sabían que era una joven trabajadora y cariñosa con su padre. Eso bastó para ganarse la estima de la gente y los pequeños obsequios que le hacían cuando se presentaba con las canastas de pan: ungüento para los labios, agua de rosas o listones.
Cada día Kin se levantaba a las cuatro de la madrugada y encendía el fuego. Mientras el horno alcanzaba la temperatura ideal, preparaba la masa y colocaba las charolas con pastas, bollos y bizcochos. Una vez horneados, Sorcha los repartía en cestos de mimbre que cubría con servilletas de tela gruesa para guardar el calor.
Cuando sonaban las campanas de la iglesia, antes de que hubiera cantado el último de los gallos, las entregas estaban completas. Entonces la joven esperaba en un mundo de esparcimiento y recreación hasta que, pasado el medio día, recolectaba las canastas y regresaba a casa con su padre. Después de lavar las servilletas, Sorcha repetía la faena de forma idéntica hasta concluir con un segundo viaje antes de terminar la puesta del sol.
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