El viento de Bansuri
o la triste historia de la bruja muda
© D.R. 2020, Alexandra Campos Hanon
© D.R. 2020, Gratia Ediciones
Calz. de las Águilas 94 int. 501 Col. Los Alpes, c.p. 01010
Diseño editorial y portada: David López Soria
Edición: Celso Santajuliana
Ilustraciones: Anabel López
ISBN: 978-84-17303-98-3
Reservados los derechos
Queda prohibido bajo las sanciones establecidas por las leyes escanear, reproducir total o parcialmente esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin previa autorización.
O LA TRISTE HISTORIA DE LA BRUJA MUDA
Alexandra Campos Hanon
Ilustraciones de Anabel López
Las historias son criaturas salvajes .
Cuando las sueltas, quién sabe lo que puede pasar .
Patrick Ness,
Un Monstruo Viene a Verme
De los príncipes mellizos, el bosque de Bansuri y la bruja muda
Hace muchos años, en la antigua ciudad de Kioto, reinó el emperador Hiro Akihita. Aunque contrajo matrimonio al menos tres veces, solo tuvo dos hijos. Los dos, según se cuenta, de naturaleza similar y temperamento opuesto. El mayor se llamó Hiromi. Su hermano, apenas un minuto menor, Daiki.
A pesar de que ambos eran hijos del monarca, los consejeros de la corte decidieron que, por ser el mayor, Hiromi debía continuar la línea de sucesión al trono. Después de todo, él era, en estricto sentido y por decreto, el legítimo heredero.
—¡Pero son mellizos!—protestó la madre—.
Nacieron al mismo tiempo.
—Al mismo tiempo no —señaló la partera.
Ante la certeza de la comadrona, y por convenir a los intereses del reino, tan pronto concluyó la ceremonia del nacimiento, el emperador mandó colocar un listón en el tobillo de Hiromi, quien, a partir de entonces, sería reconocido como príncipe imperial.
Aunque todos en la corte aplaudieron aquella decisión, la madre cuestionó su pertinencia. Para ella, los dos niños estaban vivos desde antes de nacer, eso tenía que tomarse en cuenta.
Indignada por la marginación que semejante criterio significaba para uno de sus hijos, la emperatriz decidió hacer justicia y establecer un nuevo orden. Esa misma noche, mientras el palacio dormía, se acercó a la cuna de los recién nacidos y, cuchillo en mano, cortó el listón que los diferenciaba.
—Si algo habrá que los defina —dijo convencida—, será su carácter. Si algo habrá que los honre, serán sus acciones.
Al otro día, el caos fue total; la duda, un éxito rotundo. Nadie, ni la partera ni la nodriza, ni el padre ni la propia madre, podía diferenciar quién era uno y quién el otro.
—¿Qué le diremos al pueblo? —preguntó el ministro—. La gente espera un heredero, no dos.
Fue Michi, un ciego famoso por su buen juicio, quien aconsejó volver a darles nombre y esperar.
—Cuando sean mayores y cada uno manifieste su naturaleza, será momento. Si entonces la duda persiste, preguntaremos al oráculo.
Así se dijo y así se acordó. Para evitar futuras confusiones, el emperador tomó una daga de hoja fina y marcó el antebrazo de uno de sus hijos.
—¿El brazo de quién? —preguntaba la gente.
—No importa —decían—. Lo cierto es que ahora son distintos.
A la mañana siguiente, el inicio de lo que prometía ser una larga espera para los habitantes de Japón, fue tema de conversación en todas las provincias. Eran Hiromi y Daiki quienes protagonizaban los debates en las casas de té, los montajes teatrales y las canciones de los músicos ambulantes.
En esos y otros escenarios, se narraron los pormenores de aquel doble alumbramiento que terminó por confundirse con la leyenda de Bansuri. Y es que Bansuri, aseguraba la gente, había vaticinado la llegada de un monarca que, por nacer con dos cabezas y cuatro brazos, dividiría al pueblo.
En el mismo Japón que vio reinar al emperador Hiro Akihita, pero subiendo a través de la isla de Honshu, se extendía Bansuri, un bosque de grandes planicies arboladas donde siempre soplaba el viento. Si bien es cierto que los habitantes de la región hablaban con frecuencia de su verdor y sus árboles ancestrales, también es cierto que muy pocos lo conocían. Era un lugar apartado, de espesura cambiante y senderos movedizos.
Si el recuerdo de Bansuri siguió vivo en la memoria de los isleños, fue solo por la fama de su oráculo. Porque ahí, en el corazón del bosque, habitaba una pitonisa que respondía al mismo nombre: la bruja de Bansuri.
Según la cultura popular, la bruja era muda, no por eso callada, ni siquiera reservada. Aunque no tenía voz, hablaba a través del viento, y a través del viento cantaba con silbidos, gritos y murmullos, el destino de los hombres.
—Así lo cuenta, en forma confusa, profana.
—Profana y perturbadora.
Todos sabían que aquella mujer sin voz era una virtuosa de la palabra, la profecía y la premonición. También del embuste y los malos agüeros.
—Una bruja de cuidado —advertían los viejos—, porque no sabe todo lo que dice, ni dice todo lo que sabe.
A pesar de su propensión a generar conflictos, Bansuri tenía todas las respuestas. La gente, queriendo anticipar el futuro y conocer su porvenir, esperaba los días de otoño. Cuando las veletas giran sin cordura, la bruja habla sin mesura , rezaba el proverbio: lo que la brisa murmura, el viento canta. Y lo que el viento canta, el vendaval levanta .
Bansuri la llamaban, pero nadie sabía su verdadero nombre. Tampoco la razón de su mutismo y eterno deambular. Algunos decían que, siendo una joven astuta y soberbia, había abusado de su buen hablar para sembrar la discordia entre los hombres. Como castigo, una hechicera venida de otras tierras le quitó la voz. Otros aseguraban que lejos de tener aquella lengua viperina, la joven utilizaba su talento para ofrecer consuelo. Según se cuenta, la hechicera, envidiosa de su arte, le robó lo más preciado que tenía: el don de la palabra.
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