Ledesma, por el contrario, quiso ver en la insuficiente aplicación de sus presupuestos esenciales –apelación a las masas, obrerismo, irracionalismo y violencia– la razón del fracaso. Y estaba dispuesto, en consecuencia, a pagar en términos de supeditación política el apoyo económico que precisaba para realizar aquella política.
La crisis de la organización falangista en los momentos finales de 1934 implicaba, a la vez, a las tres tendencias fundamentales existentes en su seno y a las organizaciones derechistas, que hasta entonces habían tenido una influencia externa –a través de pactos y subvenciones económicas– e interna –militantes reaccionarios de fidelidad predominantemente monárquica. Lo que en dicha crisis se planteaba era, pues, en buena parte, un problema de relación entre el grupo fascista y uno de los más importantes grupos «fascistizados» del país.
Descomponiéndolo en sus dos elementos fundamentales, tal problema se manifestaba, por una parte, en la exasperación de significados militantes falangistas por el escaso desarrollo alcanzado por la organización y, por otra, en el intento por parte de los monárquicos de conseguir una supeditación absoluta de FE de las JONS a sus iniciativas políticas.
En lo que se refiere a las causas del fracaso –tal y como se presentaba a finales de 1934– del partido fascista español, es conveniente hacer, para mejor determinarlas, dos precisiones: en primer lugar, el hecho de que hasta el momento de su fusión con Falange, Ledesma había dispuesto de casi tres años, el último de ellos coincidiendo con las grandes perspectivas que para el desarrollo del fascismo abrió la subida de Hitler al poder, sin que los resultados obtenidos pudieran calificarse sino de mediocres. Es más, las JONS hicieron ostentosa demostración de incapacidad para utilizar la violencia en forma sistemática y rentable, así como para penetrar en los medios obreros. Es decir, de las dos deficiencias esenciales que luego reprocharían al liderazgo de Primo de Rivera. 79
Por otra parte, no puede hablarse de la ausencia de un entorno político adecuado. Un proceso de fascistización de cierta envergadura se dio en la España de los años treinta. No había prácticamente ninguna fuerza de la derecha que no estuviera, en mayor o menor grado, fascistizada; y entre esas mismas fuerzas no faltaron las que estuvieron dispuestas durante un período de tiempo relativamente amplio a apoyar y asistir al partido fascista español. Otro tanto puede decirse, pero es en buena parte lo mismo, de los sectores industriales y financieros del país. Jiménez Campo ha diferenciado entre dos momentos en la actitud política de dichos sectores económicos: uno en el que se pretendería «instrumentar el fascismo como punta de lanza en el conflicto de hegemonía, al margen del aprovechamiento de sus virtualidades contrarrevolucionarias», y otro, en el contexto ya de un abierto «conflicto de dominación», en el que las preocupaciones de la burguesía española serían estrictamente defensivas, que dejaba poco lugar para una política diferenciada y en muchos aspectos «radical» como la del fascismo español. 80
Tal análisis se resiente, en nuestra opinión, de una visión del fascismo en la que prima su carácter «instrumental» respecto de determinados sectores de la burguesía sobre el carácter autónomo de ese mismo fascismo. Antes, en efecto, que instrumento de un sector de la burguesía en los conflictos de hegemonía y/o dominación, el fascismo es una fuerza autónoma que cuenta con bases sociales propias: la pequeña burguesía. A partir de ahí, su colusión con los sectores industriales y financieros del país en cuestión es necesaria, hasta el punto de que sin su colaboración es imposible el acceso al poder. Pero esa colaboración es siempre contradictoria. Una cosa es que el fascismo en el poder tenga que defender necesariamente los intereses de una fracción de la burguesía y, a través de ella, de la sociedad burguesa en su conjunto, y otra muy distinta que esté dispuesto a aceptar la sumisión política a esos sectores. La historia de los movimientos fascistas antes y después de su llegada al poder está llena de incidencias que demuestran cabalmente lo expuesto. En la fase previa a encaramarse en el poder, el fascismo necesita del apoyo –en la forma en que lo explica Kühnl– de la clase dominante, y ésta, a su vez, necesita del fascismo, bien para asegurar su dominación destruyendo la organización democrática en beneficio de una alternativa autoritaria, bien para defenderse o atacar a las organizaciones obreras, bien para ambas cosas a la vez. Lo que en realidad determinará el mayor o menor peso de uno u otro de los amigos-enemigos en la alianza será, en definitiva, la fuerza propia de que cada uno de ellos disponga.
En la España republicana lo que fracasa no es el proceso de fascistización, si como tal entendemos una creciente receptividad por parte de amplios sectores sociales de buena parte del ideario fascista y el apoyo a una solución de este tipo, siempre en función de sus propios intereses, por parte de sectores fundamentales del capital. Lo que fracasa en realidad es el partido fascista mismo. Y es ello lo que le colocará en unas condiciones de neta inferioridad respecto de sus aliados naturales. Una inferioridad que le situaría, a finales de 1934, ante la necesidad de optar entre dos soluciones igualmente dramáticas: o la supeditación casi absoluta o la ruptura. Tan es así, que los suministros económicos a FE de las JONS no se cortan porque sus antiguos financiadores hayan perdido todo tipo de interés en la existencia de una organización fascista, sino porque ésta se niega a integrarse en el «Bloque Nacional». En efecto, nadie pidió que cesase el discurso radical y obrerizante de los fascistas españoles. Como lo demuestra, sin más, el sobreentendido que parece estar en la base de la actitud del más radical e izquierdista de ellos, Sotomayor.
Pasada la crisis, Ledesma intentó infructuosamente poner en marcha nuevas aventuras; mientras que Primo de Rivera, líder indiscutido ya de la única organización fascista, concebía para ésta planes más o menos ambiciosos e irrealizables. Para su financiación recurriría ahora a Roma; para sus proyectos «insurreccionales», a los militares. 81A pesar de sus esfuerzos por desmarcarse de los monárquicos o por amagar una aparente neutralidad en las elecciones de febrero de 1936, Falange acabó siendo, sin más, en los meses sucesivos, la fuerza de choque de la reacción. 82Su suerte con Franco no sería mucho mejor.
Más oportunista y realista, o simplemente perspicaz, quien había sido el gran profeta del fascismo en nuestro país, Giménez Caballero, andaba ya preparándose para cantar las excelencias del nuevo «Caudillo». Tal vez porque, quien supo acompañar a Ledesma primero y a Primo de Rivera después, fue también el primero en descubrir sus límites. Quien supo, por fin, descubrir que para que hubiese fascismo en España, aunque sólo fuera una apariencia de tal, había que apostar por un «gran fascistizado».
10J. Jiménez Campo, El fascismo en la crisis de la II República , Madrid, CIS, 1979; M. Pastor, Los orígenes del fascismo en España , Madrid, Tucar, 1975.
11«Casi estamos tentados de afirmar que, en nuestro país, el fascismo no hizo sino sintetizar una serie de direcciones ideológicas preexistentes (...) prestándoles la retórica y la simbologia peculiares a las “nuevas derechas” europeas de los años veinte y treinta». Cf., El fascismo en la crisis..., op. cit ., p. 89.
12 Cf ., M. Pastor, Los orígenes..., op. cit ., pp. 36 y 63. Sobre el supuesto carácter fascista del partido de Albiñana, coincidimos con la tesis de Jiménez Campo -op. cit ., p. 79-en el sentido de que el pensamiento de dicho grupo fue a inscribirse en los «circuitos ideológicos tradicionales del conservadurismo». Convenimos, igualmente, con H. Southworth cuando señala la ausencia de imperialismo en la ideología albiñanista. Cf., Antifalange. Estudio crítico de «Falange en la guerra de España», de M. García Venero , París, Ruedo Ibérico, 1967, pp. 29-30. Vale la pena señalar al respecto que incluso en las «españolistas»polémicas mexicanos del doctor Albiñana parece estar más presente el odio al México revolucionario que la defensa de eventuales intereses españoles. No parece muy propio de un imperialismo fascista, en efecto, abogar por la acción del imperialismo americano sobre una ex colonia española. En este sentido, resulta clarificador lo que sobre el propio México escribiría Giménez Caballero, éste sí, auténtico fascista: «Si México va significando algo frente a Yankilandia es porque en México no hacen caso ya de meridianos, y potencian por vía rusa o india la esencia cristiana, humana, universal de la sangre hispana de sus venas». Cf . «En torno al casticismo de Italia. Carta a un compañero de la joven España», en La Gaceta Literaria , 15 de febrero de 1929.
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