Adolf Tobeña - Devotos y descreídos

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Este libro aborda las bases biológicas de la creencia religiosa y, más concretamente, constituye una incursión en la neurobiología de la religiosidad, de las convicciones antireligiosas y del escepticismo ante un asunto tan delicado. En este paseo repasaremos los adelantos en las indagaciones anatómicas, moleculares y cognitivas sobre la tendencia a las creencias trascendentales y a las propensiones descreídas. A estas alturas empieza a divisarse la posibilidad de anclar las inclinaciones a la espiritualidad, la trascendencia y la devoción religiosa en circuitos y engranajes del cerebro. Este será, por lo tanto, el territorio de investigación a pesar de que a menudo perderemos de vista el tejido nervioso para adentrarnos en las arquitecturas de las tareas cognitivas que segrega el cerebro o en las costumbres y normas sociales donde de manera tan promiscua se incardinan las creencias y los hábitos devotos.

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Para anclar la conjetura memética de la génesis de las religiones, Dennett incorporaba prerrequisitos biológicos para la ideación trascendente [68], a pesar de partir de un planteamiento ortodoxo: las religiones son «sistemas sociales formados por integrantes que profesan creencias en uno o varios agentes sobrenaturales a quienes hay que dispensar obediencia y respeto». El meollo de la definición reside, por tanto, en la creencia, en la convicción de que existe una instancia superior que regula, activamente, el curso de la existencia de todo lo que hay y se agita en el mundo. La religión se condensa y cristaliza en el credo, en la fe en agentes o vectores omniscientes y todopoderosos. La suma de individuos con credo compartido forma, a su vez, el sistema social devocional. Mediante esta disección, Dennet elude la necesidad de lidiar, a fondo, con los elementos vivenciales [122] y temperamentales [199, 200] de la religiosidad (la trascendencia, la espiritualidad, la armonía, la serenidad, la compasión, la mansedumbre, la sumisión, la credulidad, la comunión empática), para concentrarse en el núcleo cognitivo del asunto. Necesita plantearlo así para poder trabar, sin inconvenientes mayores, la conjetura memética: la noción del artilugio cognitivo contagioso y perdurable. Pero descarta (o trata marginalmente tan solo) las incursiones neurales o génicas que ya se han efectuado en los atributos afectivos/emotivos de la religiosidad y en su variabilidad en función de las tipologías temperamentales. El resultado de ese descarte, que Dennet comparte punto por punto con Dawkins, es decepcionante. Manejan unas conjeturas meméticas para la replicación cultural que se mueven en una esfera especulativa y, además de las insuficiencias para deslindar la génesis de la religiosidad, tampoco se acercan en absoluto al posible origen del «meme ateo» o al agnóstico, el irreverente y el descreído. Variedades fenotípicas que también florecen, por cierto, en el mundo (aunque mucho menos, la verdad sea dicha). Por otro lado, cuando aterrizan en el ámbito de la creencia compartida –el abrigo de la convención social y los idearios cohesionadores–, liquidan el asunto con urgencia para adentrarse en los recovecos representacionales (la creencia en la creencia en Dios), como resortes cognitivos para explicar la potencia del meme religioso [10, 11, 68]. El problema es que esas vistosas piruetas continúan siendo inocuas como herramientas explicativas.

2.

PODEROSAS ENSOÑACIONES

LAS NOCIONES Y LAS CREENCIAStrascendentes que nutren el caudal de la religiosidad son una de las secreciones más curiosas de la mente humana. Los mismos cerebros que saben elaborar mapas perceptivos cambiantes y selectivos para poder discernir, con penetración y eficiencia adaptativa, las propiedades de la realidad acostumbran a generar ideas trascendentes, es decir, convicciones basadas en imágenes o representaciones de agentes y fenómenos totalmente ajenos a la realidad trazable y medible. Para el pensamiento entrenado en el contraste y el chequeo exigente de las fiables aunque a menudo engañosas entradas sensoriales, así como de la solidez y coherencia de las elaboraciones cognitivas, las ideas religiosas constituyen un reto sensacional porque combinan una fuerza evocativa enorme con una ausencia total de vinculaciones con la realidad objetivable. Todas las religiones se caracterizan, en esencia, por postular unos agentes «adicionales» o «añadidos» que la naturaleza ni contiene ni propone, por su cuenta. Agentes «artefactuales», por tanto. Entes sobrenaturales inventados y dotados de un poder y una providencia infinita para quienes no hay, de momento, indicio consistente ni medida fiable de ningún tipo.

Variedades de la experiencia religiosa

Pero precisamente ahí, en ese punto o atributo, reside el núcleo energizador de esta clase de ideas tanto para la conducta individual como para muchas empresas grupales que saben promover y culminar los humanos. La credulidad en la existencia, la sabiduría y el poder omnímodo de unas instancias inasibles es el componente primordial de las burbujas cognitivas compartidas por comunidades de creyentes que denominamos fes religiosas o, simplemente, religiones. Una credulidad a priori en un poder definitivo e inverificable. La ideación religiosa se tendría que catalogar, en propiedad, como una ilusión o ensoñación sobre el poder supremo [172]. Sobre el gobierno cósmico a gran escala y también para las minucias más ordinarias e insignificantes. Pero estas ensoñaciones individuales son a su vez unos artefactos con un enorme impacto sobre la organización y cohesión en las comunidades humanas. De hecho, como las religiones cabalgan sobre mitos referidos al «poder primigenio y último», no debería extrañar el papel que han tenido en todo tiempo y lugar, y el que continúan y continuarán jugando, en buena parte de los afanes humanos.

La religiosidad es la propensión individual a sumergirse y dejarse llevar por este tipo de ensoñaciones. Constituye un atributo o rasgo del temperamento humano que engloba varios componentes mayores: 1) la credulidad en agentes o fuerzas sobrenaturales que gobiernan el curso del Universo y el destino de los objetos y las criaturas que lo pueblan; 2) la reverencia y sumisión ante la autoridad suprema y jerarquía máxima; 3) la invocación y demanda de intervención de estos agentes todopoderosos y omniscientes para intentar influir en sus designios; 4) la esperanza trascendente, el deseo de perpetuación en una existencia ulterior a la claudicación y desaparición biológica; 5) las vivencias de perfección o armonía absolutas, como las epifanías reveladoras o las experiencias místicas; 6) la proclividad a la congregación y la hermandad con quienes comparten creencias similares o ligeramente distintas (más raramente, esto último, de ahí las insalvables dificultades del ecumenismo), y 7) la dedicación sacrificada (costosa) a los demás para cultivar la magnanimidad de los agentes todopoderosos. Estos vectores no agotan, ni mucho menos, el alcance de la religiosidad, pero delimitan un territorio de indagación. William James [122] ya se ocupó de discernir las sutilezas de las vivencias religiosas con gran exactitud a finales del siglo XIX, aunque para dar comienzo a la exploración empírica se han usado unos estiletes no tan sutiles.

Los psicómetras se han acercado a la medida de los vectores del temple espiritual y trascendente mediante escalas construidas adrede. Cuando se intenta acotar la religiosidad/espiritualidad mediante instrumentos de «papel y lápiz» (escalas, cuestionarios, dilemas de elección forzada), se proponen preguntas o alternativas que exploran uno o varios de aquellos componentes, incluyendo inconsistencias y trucos varios para descartar a los que responden de manera errática, descuidada o tramposa. Hay que cumplir, por supuesto, con los requisitos de fiabilidad y validez de los instrumentos para aminorar al máximo los errores y el «ruido» que comportan casi siempre estas medidas. Aun reconociendo que este tipo de aproximación tiene un afinamiento más bien modesto, con estos indicadores de religiosidad han podido detectarse tendencias que remiten a posibles vinculaciones con engranajes de la organización y el funcionamiento del cerebro [5, 50, 51, 54].

Hay datos potentes a favor de compactar los diferentes componentes de la religiosidad en una única dimensión genérica (R) dentro de la cual quedarían colocadas las personas, distinguiendo entre los muy, los poco o los nada propensos a presentar querencias espirituales o devotas, de una manera parecida a como se hace, por ejemplo, con la agudeza cognitiva global o inteligencia (la G que presuponen los QI: cocientes de inteligencia). Las propuestas de subdividirla en diversos ejes parecen, sin embargo, más fructíferas para poder atrapar, de veras, las sutilezas. Vassilis Saraglou [198] ha avanzado un marco prometedor porque combina todo aquello que la investigación social ha destacado como ingredientes nucleares de las conductas y creencias religiosas con los vectores psicológicos que, presumiblemente, corren por debajo. La propuesta de Saraglou tiene gancho y posibilidades de conseguir popularidad, puesto que sus cuatro componentes se explicitan, en inglés, mediante cuatro «B»: believing , bonding , behaving and belonging . Es decir, trasladándolo al español y apuntando al elemento que pretende describir cada dimensión: B1 = creencias, B2 = sintonía emotiva, B3 = normas morales y B4 = pertenencia. Son cuatro vectores o dimensiones que corresponden a funciones psicológicas distintivas: B1 = búsqueda de la verdad, el sentido y la significación; B2 = vivencia de emociones trascendentes; B3 = ejercitarse en el autocontrol y la moralidad, y B4 = pertenencia a grupos transhistóricos como vía para solidificar la autoestima con dosis de identificación comunal.

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