– ¿Cree en la existencia del espíritu o de una fuerza vital?
– ¿Cree en la vida después de la muerte, aunque piense que la enseñanza de las iglesias no proporciona respuestas adecuadas a las necesidades espirituales?
– ¿Cree en la reencarnación, aunque no crea en Dios?
– ¿No se considera Ud. un ateo convencido, aunque flaquee su confianza en las doctrinas de las iglesias?
– ¿No pertenece a ninguna filiación religiosa, pero tampoco es Ud. un ateo convencido?
Combinando las respuestas «sí» y «no» categóricas mediante un sumatorio obtuvieron puntuaciones válidas para 56.513 personas, un 92% del total sondeado. Los resultados de las variaciones en esa espiritualidad poscristiana vienen reflejados en la tabla I, y puede comprobarse que se han dado incrementos en todas partes salvo en tres casos: Italia, Canadá e Islandia, que se separan de la tendencia general al alza. El crecimiento de esa espiritualidad antitradicional no es espectacular (la magnitud mediana del incremento fue del 0,2, y eso se considera una oscilación «moderada»), pero sí consistente. Por lo tanto, todo conduce a pensar que lo que se ha perdido en observancia de los hábitos y las creencias de la religiosidad tradicional, en las sociedades secularizadas, puede haberse redirigido en parte, al menos, hacia nuevas formas de espiritualidad más o menos trabada. Insisto en ello porque estos hallazgos se repiten en múltiples sondeos efectuados en sociedades occidentales, donde se detectan segmentos no triviales de personas que confiesan profesar credulidad, «en algo», sin más especificación.
TABLA 1
La espiritualidad poscristiana en 14 países occidentales en el periodo 1981-2000 (N = 56.513)
M = Medias; SD = Desviaciones estándar. Las estimaciones «d» Cohen reflejan la magnitud del efecto, computándose como d = M 2000– M 1981/ (SD 2000+ SD 1981) 2. Se aprecian incrementos moderados en todos los países salvo en tres.
¿Científicos descreídos?
Entre los científicos, el gremio más iconoclasta y escéptico, tampoco parece que las creencias religiosas hayan menguado de manera apreciable a lo largo del siglo XX, a pesar de la aceleración portentosa del conocimiento y la laicización de los usos y costumbres sociales. En 1916, James H. Leuba, un psicómetra norteamericano, ideó una encuesta (contribuyó a poner a punto con ella los procedimientos esta dísticos que se usaron a partir de entonces para hacer sondeos sociológicos) porque le interesaba conocer la religiosidad de los científicos. Seleccionó una muestra de 1.000 individuos a partir del directorio oficial de científicos del país y les pidió, por carta y garantizando una absoluta confidencialidad, unas cuantas respuestas a un cuestionario breve y muy elaborado. Los resultados provocaron, en aquella época, un escándalo considerable ya que solamente un 40% de los encuestados admitieron que profesaban creencias religiosas. Incluso el Congreso de EE. UU. debatió el asunto. Se pensaba, con alarma comprensible, que si la cumbre de la sabiduría y del sistema educativo mostraba tan pocas inclinaciones religiosas, las sucesivas generaciones de jóvenes a su cargo devendrían descreídas sin remedio.
Hemos constatado, con cifras elocuentes, que no ha sucedido tal cosa ni por asomo: la juventud actual mantiene unos altos índices de credulidad religiosa. En 1996 se repitió aquel estudio histórico en una muestra equivalente de científicos extraída de la versión actualizada del directorio norteamericano, y la proporción de académicos que confesaron tener inclinaciones religiosas prácticamente no había variado en 80 años [145]. El 39,3% de la comunidad investigadora de EE. UU. profesaba una marcada religiosidad. Este gran segmento de científicos creyentes admitía la existencia de «agentes sobrenaturales a quienes puedo invocar y recurrir por razones ajenas al mero confort psicológico de superar o liberar angustias». Por lo tanto, incluso en el gremio que tiene como cometido específico la elaboración de descripciones objetivas del mundo físico y biológico que chocan, a menudo, con las narraciones religiosas, hay una fracción muy considerable de individuos (un 40%, en cifras redondas) que pueden combinar sin conflictos interiores aparentes sus creencias religiosas con los afanes indagatorios de las propiedades mecanísticas más sutiles y recónditas de la naturaleza. Siempre fue así y lo continúa siendo: el primer sondeo detectó un máximo de arreligiosidad que no ha variado casi nada. Por cierto, al analizar los resultados separándolos por disciplinas, los matemáticos son los que tienen una querencia espiritual mayor, mientras que los biólogos y los físicos son los menos proclives a esa tendencia temperamental. Las diferencias entre ámbitos científicos son exiguas (siempre dominan los descreídos), pero quizá escondan algún indicio porque se mantienen de manera casi idéntica a pesar del siglo transcurrido entre los dos sondeos. En otro estudio efectuado en 2007 a partir de las respuestas de 1.647 académicos de veintiuna universidades norteamericanas de primera fila, salió a relucir de nuevo que el 40% de biólogos, químicos y físicos mantienen muy viva la creencia en Dios [77]. Entre los científicos destacados o de élite, no obstante, la religiosidad es mucho menor o incluso marginal. Leuba ya detectó un formidable incremento de las actitudes descreídas (se acercaban al 70%) entre los individuos que el Directorio USA distinguía con el asterisco que los acreditaba como líderes relevantes. Esta comparación no pudo aplicarse en 1996 al haber desaparecido la notación distintiva en las ediciones contemporáneas del directorio, pero dos años más tarde se obtuvieron resultados a partir de una muestra de 517 miembros de la Academia Nacional de Ciencias de (biólogos, EE. UU. físicos y matemáticos), a quienes se entregó el mismo cuestionario [146]. El porcentaje de creyentes cayó hasta un 7,9% claramente residual en ese selectísimo club de la intelectualidad norteamericana actual. De todas maneras, un 21% seguían mostrando dudas o se manifestaban agnósticos sobre el particular (tabla 2).
TABLA 2
Comparaciones entre científicos de élite [146]
Los matemáticos, una vez más, doblaban o triplicaban la credulidad del resto de científicos. Un estudio sociológico más reciente [78] reexaminó la cuestión al inquirir sobre la conflictividad actual entre religión y ciencia en EE. UU. Se contactó al azar con 2.198 académicos preeminentes y pertenecientes a veinticinco de las mejores universidades del país, con representantes de tres áreas de las ciencias naturales (física, química y biología) y de cuatro disciplinas sociales (sociología, económicas, psicología y politología). Se consiguió un 75% de respuestas de académicos que contestaron al cuestionario vía web o por teléfono. Finalmente, la muestra válida, los que respondieron a todas las preguntas, quedó en 1.386.
Puede observarse en la tabla 3 que un 33,5% se declararon radicalmente descreídos, con lo que, sumados al más de 30% de agnósticos o dubitativos, el segmento de académicos con convicciones religiosas queda reducido a un minoritario 26%. Es decir, vuelve a aparecer la debilidad de la religiosidad entre los científicos de mayor jerarquía. En cambio, si nos fijamos en los autodiagnósticos de espiritualidad, la cosa cambia: hay un 67% largo que reconocen una querencia más o menos intensa hacia la espiritualidad, confirmando así, en una selección de académicos de élite, la fortaleza y vigencia de este atributo a pesar de la decadencia de la religiosidad. En la mayoría de los aspectos sondeados no hubo diferencias sustantivas entre científicos naturales y sociales, a pesar de que los primeros se mostraban como más arreligiosos, rezaban menos y cumplían con las prácticas devocionales con menor frecuencia también, remachando la incredulidad acentuada en los gremios de las ciencias naturales. La percepción de conflicto entre las nociones de ciencia y religión, por cierto, se restringió tan solo al núcleo duro, esto es, a los científicos más radicalmente descreídos y con carencia confesa de espiritualidad. El resto no percibían ningún tipo de fricción ni de incompatibilidad relevante entre un mundo y el otro.
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