Adolf Tobeña - Devotos y descreídos

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Este libro aborda las bases biológicas de la creencia religiosa y, más concretamente, constituye una incursión en la neurobiología de la religiosidad, de las convicciones antireligiosas y del escepticismo ante un asunto tan delicado. En este paseo repasaremos los adelantos en las indagaciones anatómicas, moleculares y cognitivas sobre la tendencia a las creencias trascendentales y a las propensiones descreídas. A estas alturas empieza a divisarse la posibilidad de anclar las inclinaciones a la espiritualidad, la trascendencia y la devoción religiosa en circuitos y engranajes del cerebro. Este será, por lo tanto, el territorio de investigación a pesar de que a menudo perderemos de vista el tejido nervioso para adentrarnos en las arquitecturas de las tareas cognitivas que segrega el cerebro o en las costumbres y normas sociales donde de manera tan promiscua se incardinan las creencias y los hábitos devotos.

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Los aposentos de los difuntos ofrecen, de manera invariable, la oportunidad de conectar con mundos inabarcables y con los aduaneros de los espíritus, las almas y los benditos que los pueblan. Hasta los escépticos y descreídos más empecinados sienten, de vez en cuando, el turbador escalofrío del vínculo trascendente cuidadosamente preservado en esos lugares de medida solemnidad. Los ta natorios tecnificados ultramodernos y las agencias mortuorias suburbiales no lo consiguen casi nunca, eso. Son instalaciones para el despacho más o menos eficiente de un servicio «hotelero»: arreglar, dignificar y procesar despojos humanos con eficiencia. Pero los cementerios pulcros y diminutos, los templos funerarios en lugares estratégicos a cielo abierto, tienen un vínculo directísimo con la religiosidad esencial. Lo tienen al borde del mar, en las llanuras más o menos ajardinadas, en las mesetas esteparias y en los recodos de alta montaña. En todas partes donde los humanos se han afanado, han nidificado y han laborado desde los tiempos más remotos. Esa conexión preferencial con lo intangible es perceptible desde los enterramientos líticos primigenios hasta los fastuosos monumentos funerarios de antiguas civilizaciones de gran sofisticación. La nostalgia de la divinidad se hace presente, sobre todo, en el culto funerario, en las disposiciones y los homenajes a los muertos más que en las celebraciones de la vida, por más poderosas, hondas y sutiles que sean. En los réquiems mucho más que en los himnos, quiero decir. La transitoriedad, la caducidad coaguladora del periplo vital es la verdadera desazón nuclear, el enigma fundamental. La fuente inagotable de donde beben todas las religiones al proporcionar muletas más o menos firmes para ir superando los trances y escollos de la existencia. La nostalgia o las ansias espirituales de los descreídos son, en esencia, un lamento de soledad, un clamor por la compañía guiadora y el cobijo confortador de la esperanza.

A pesar de la añoranza de un relato con finalidad ultraterrenal que algunos descreídos no tenemos inconveniente en confesar, el escepticismo y la indiferencia en materia religiosa han devenido sólidos y muy visibles en las sociedades tecnificadas actuales. Nos ha tocado conocer un mundo donde las batallas contra los enigmas y los embates des tructores de la naturaleza se van ganando, sistemáticamente, día tras día. No todos ellos, ni de manera completa y definitiva, puesto que tales objetivos son inalcanzables, pero las aplicaciones tecnológicas y los arietes científicos anuncian, sin descanso, la conquista de regiones de misterio, la caída reiterada de bastiones inexplorados. No tiene nada de extraño, por consiguiente, que se haya intentado eliminar el recurso a las religiones, en varias ocasiones, entre los ejes definitorios de algunas sociedades.

Precariedad de las sociedades arreligiosas

Se pueden montar, de hecho, sociedades bastante efectivas sin los andamios y los contrafuertes de las religiones institucionales. Se pueden proscribir totalmente, incluso, los cultos a los agentes sobrenaturales y los ritos de la devoción popular y conseguir erigir, aun así, comunidades políticas trabadas que subsistan sin ningún tipo de ayuda de los vectores religiosos convencionales. Hay ejemplos históricos conspicuos: los largos decenios de rigorismo arreligioso en la Unión Soviética, en China o en sus satélites durante el siglo anterior, por ejemplo, y también los hay actuales, Corea del Norte, por mencionar tan solo el más impactante. Cuando digo comunidades efectivas me refiero a la capacidad de crear cuerpos sociales organizados con los resortes característicos de una época. Es de sobra conocido, sin embargo, que todos estos ejemplos acarreaban la perversión de haber sustituido la religión tradicional con fundamentos sobrenaturales por otra mucho más rígida de base secular o laica. Han funcionado, al fin y al cabo, como excepciones nada felices para confirmar la regla de la terca y reverberante omnipresencia de los cultos y las instituciones religiosas en el meollo de las sociedades humanas.

Lo que vale para las entidades políticas de gran alcance –los países o los imperios– rige también en las pequeñas agrupaciones o comunidades de individuos: en una prospección exhaustiva sobre la duración de las comunas seculares o las religiosas a lo largo del siglo XIX, en Norteamérica, se constató que las comunidades montadas sobre creencias trascendentes y con rituales de observancia devota mostraron una persistencia que llegó a cuadruplicar la de las laicas [222]. La vida media de las comunas de base religiosa fue de unos 25 años, en conjunto, y al cabo de 80 años de existencia nueve de cada diez se habían disuelto. Hasta ahí, un siglo casi, alcanzaba el máximo de perdurabilidad. En cambio, las comunas seculares, que en su mayoría partían de ideologías socializantes, tan solo lograron una duración media de 6,4 años. En apenas 20 años, además, nueve de cada diez habían desaparecido ya. Es decir, las pequeñas comunas religiosas resisten y perduran mucho más que las seculares, del mismo modo que los países que colocan la religión en el núcleo fundacional de sus pactos constitucionales también tienden a ser más estables que los que han intentado devaluar el papel cohesionador de las doctrinas religiosas o incluso prescindir de ellas. Hay quien asigna esa mayor durabilidad al coste y la perseverancia en el seguimiento de las normas grupales que son, por regla general, superiores en las comunidades con fundamentos religiosos [9, 168, 169]. Aunque da igual que eso sea o no cierto, ya que el hallazgo básico es que la religión acompaña a las empresas políticas duraderas y que acostumbra a ser uno de sus cimientos primordiales.

Quizá no sea del todo ajeno a ello el dato de que la ideación religiosa apareció en un estadio bastante primitivo de la evolución de los ancestros hominoideos, en el amanecer de las innovaciones cognitivas que consagraron la singularidad del magín de los humanos en comparación con los primates: la fabricación de herramientas de sofisticación creciente y los lenguajes recursivos y flexibles. La religión ocupa, además, un lugar nuclear en las costumbres de las comunidades humanas que se mantienen todavía hoy en estadios tribales primigenios [7, 34, 36]. Se han documentado ausencias culturales estentóreas en los grupos de cazadores-recolectores que aún se afanan en los remotos hábitats vírgenes que resisten en el planeta: en algunos hay carencia completa de técnicas agrícolas o ganaderas, en otros hay desconocimiento total del valor de la moneda y hay también otros sin vestigio alguno de instituciones que se asemejen a la justicia o a la policía. En todos ellos, no obstante, hay costumbres religiosas comunales más o menos organizadas. La cristalización de ritos religiosos es, por tanto, más antigua que aquellas conquistas culturales en los aborígenes que todavía subsisten en la actualidad. Junto a todo esto, proliferan los hallazgos que indican que los ancestros presapiens practicaban rituales religiosos en comunidad. Los neandertales enterraban a los muertos mediante procedimientos que se asemejan a los ritos funerarios «avanzados» de las culturas paleolíticas. Y las líneas homínidas inmediatamente anteriores a los sapiens (los heidelbergensis de los valles occitanos, como el hombre de Taltaüll, o los pobladores de Atapuerca en la altiplanicie ibérica, por mentar ejemplos domésticos) también practicaban ritos de enterramiento de raíz presumiblemente religiosa [34, 148]. Estos indicios permiten sospechar que los presapiens tenían una concepción trascendente de la existencia (uno de los componentes clave de la religiosidad), aunque la fragilidad de los datos fósiles demanda cautelas extremas para amortiguar el entusiasmo interpretativo que acostumbran a prodigar los especialistas en prehistoria. No hay dudas, en cualquier caso, de que el fenómeno religioso es antiquísimo. Las religiones no son artificios relativamente recientes a partir de revelaciones plasmadas en «textos sagrados» que se diseminaron a medida que lo hacían las sociedades «inventoras». Tampoco se las tiene que considerar, en origen, como un instrumento de ingeniería social creado por castas o élites parasitarias en épocas históricas. Es decir, como un artefacto derivado del lenguaje altamente elaborado y al servicio del dominio grupal. Esas sofisticaciones corresponden a formas bastante modernas de concreción religiosa que implican, a su vez, un buen número de estratos añadidos a los mecanismos de base que pretendo discutir en este ensayo.

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