Completamos la cosecha a las 11 de la mañana y, acompañado de dos estudiantes de hematología que no quisieron perderse este evento histórico, bajamos al hospital de la Universidad Católica en un taxi aferrados a nuestra preciada carga. Mientras nos trasladábamos, yo pensaba en que diría el taxista si le explicáramos lo que llevábamos entre nosotros. Bajando por la Costanera con la ventana abierta, yo también disfrutaba ese momento histórico.
Sin dilación llevamos la bolsa con la médula ósea hasta la habitación de Felipe que estaba listo para recibirla. De pronto nos vimos todos vestidos con delantales, gorro, guantes y mascarilla en una habitación cerrada, asfixiados con el calor de los diciembres santiaguinos.
Sandra acompañaba a su hijo, Hugo se había quedado con Nicole. Mientras Felipe recibía la transfusión sin entender lo que estaba pasando, me puse a pensar cómo habíamos llegado hasta ahí y me di cuenta de que, como dicen, estaba parado en los hombros de gigantes.
El gigante Donnall Thomas sería reconocido, casi al mismo tiempo que esa conquista de nuestro equipo del hospital, con el premio Nobel de Medicina por su trabajo y descomunal aporte. Su compañera más fiel, sobre todo en los años más difíciles cuando el procedimiento no resultaba y la mayoría de los pacientes fallecía, fue su mujer, Dottie. Cuando sonó el teléfono en medio de esa noche de 1990, adormilado, Thomas recibió la noticia de la academia sueca y Dottie le preguntó quién era. “Nos acaban de dar el Nobel”, le dijo él. “Qué bueno”, le contestó ella, se dio vuelta y siguió durmiendo.
No sé si fue por la enorme preparación del procedimiento, la total compatibilidad entre Felipe y su hermana o la suerte del principiante, el hecho es que el trasplante de Felipe resultó impecable. Tuvo el período esperable de aplasia, con cero glóbulos blancos, recibió varias transfusiones de sangre y plaquetas, estuvo con los antibióticos de uso habitual. Incluso, previniendo la pérdida esperable de apetito y la posible mucositis, una inflamación que involucra aftas en la boca y diarrea con dolor abdominal, lo comenzamos a alimentar precozmente a través de su catéter venoso central, que al final se demostró innecesario porque nunca dejó de comer ni tuvo molestias.
Todos los días medíamos el número de glóbulos en su sangre y a los catorce días de trasplantado empezaron a asomarse. Primero tímidamente, pero después subieron de manera rápida y todos sus índices mejoraron hasta que no fue necesario volver a transfundirlo. Finalmente, a los 25 días de trasplantado, Felipe pudo dejar el hospital. Lo habíamos conseguido gracias al esfuerzo conjunto de tantos y a la confianza de la familia en nosotros, que no faltó nunca.
A Felipe, por una rivalidad natural a esa edad, nunca le gustó la idea de vivir toda su vida con sangre de mujer y se tuvo que convencer de que no tenía otra opción, sobre todo cuando la confirmación final del éxito la tuvimos gracias a que donante y paciente eran de sexo diferente. Las células masculinas y femeninas se diferencian al microscopio mediante una tinción que es capaz de distinguir el segundo cromosoma X de la mujer, mucho más grande que el cromosoma Y del hombre y cuando recibimos el resultado del examen confirmamos que la sangre de Felipe tenía dos cromosomas X, o sea, era la de su hermana.
A estas alturas Hugo y Sandra sabían más de leucemia y trasplante que la mayoría de los médicos que yo conocía y sus alcances y sugerencias siempre fueron un gran aporte. Qué pasaba dentro de ellos, no lo supe, y creo que nunca sabré cómo cada uno realiza esa procesión, incluso cuando hemos superado ya los mil niños tratados.
Felipe se fue a casa tomando muchos medicamentos. El más importante era la ciclosporina, un inmunosupresor, destinado a prevenir lo que conocemos como enfermedad de injerto contra huésped. Esta es la mayor complicación del trasplante y consiste en una reacción inflamatoria por la cual las células maduras del sistema inmune que siempre acompañan a la transfusión de médula ósea del donante “rechazan” al paciente. Este fenómeno lo explicaré en detalle más adelante.
Nuevamente, por la compatibilidad entre Felipe y Nicole y la suerte del principiante, no pasó absolutamente nada. Felipe se tomaba sus remedios de manera rigurosa y se recuperó físicamente. Le creció el pelo nuevamente, retomó de manera progresiva su vida normal y en septiembre lo dejamos volver al colegio cuando su aspecto externo no delataba ya ningún signo de que alguna vez estuvo enfermo. Era un niño feliz, que logró dejar atrás la odisea de haber recibido dos tratamientos de leucemia. Hugo y Sandra solo tenían palabras de agradecimiento y cada día que pasaba se afianzaba la esperanza de una curación. Al año del trasplante, cuando ya no había ninguna posibilidad de que Felipe tuviera la enfermedad de injerto versus huésped, suspendimos todos los medicamentos y volvió a ser un niño sano y normal.
Felipe fue muy importante para el desarrollo del programa de trasplante. Era la muestra viva de que el procedimiento era factible y que teníamos todo lo necesario para hacerlo. Él nos hizo creer en nosotros y trasplantar a otros pacientes con enfermedades muy diversas. Si bien tuvimos muchos tropiezos y varios niños no salieron adelante, ver a Felipe era el recuerdo constante de que podíamos. Nos ayudó a validar el trasplante en niños ante la comunidad médica aunque muchos escépticos, entre ellos colegas míos, no quisieron reconocer el potencial de este procedimiento para curar niños con leucemia que no tenían otra alternativa, sino hasta más de diez años después.
Lamentablemente la historia de Felipe no tendría un final feliz.
en busca de un donante
Ilan llegó a mi servicio anunciado por una reunión médico familiar a la que fui llamado. En la oficina de un colega y buen amigo de una clínica de Santiago nos encontramos él, sus abuelos y yo. Los padres, Jessica y Gianfranco, estaban de vacaciones fuera del país e intentaban conseguir el primer vuelo que los trajera de vuelta a Chile. El motivo de todo: después de varios días en que su abuela notaba que su nieto no estaba bien y el pediatra descubrió moretones sospechosos en su cuerpo, la guagua de nueve meses había sido diagnosticada de leucemia mieloide aguda y querían conocer mi opinión. El diagnóstico estaba claro, pero aún faltaban estudios para detectar o descartar alteraciones genéticas que podrían tener las células leucémicas que cambiarían el pronóstico y también el tratamiento. De todos modos había que iniciar quimioterapia, ver cómo respondía, confirmar que no hubiera marcadores genéticos de mal pronóstico y seguir con el tratamiento. Sin embargo, si cualquiera de los malos presagios se daba, tendríamos que pensar en trasplantarlo. Y ahí comenzaba la dificultad: Ilan era hijo único y, en 1992, no teníamos en Chile acceso a donantes que no fueran familiares. El sueño de los registros de donantes y bancos de sangre de cordón umbilical, todavía era lejano y si él necesitaba un trasplante, no tenía opción.
Decidieron trasladar a Ilan a nuestro servicio y que comenzara ahí su tratamiento. Cuando llegaron los papás conocí a dos personas jóvenes que iniciaban recién su vida con su único hijo. Ambas familias inmediatamente se cuadraron en torno a ese niño que parecía concentrar toda la atención y todo el amor del clan. Ilan recibió su primera quimioterapia y debió permanecer en el hospital por casi 30 días. Su madre no lo dejó ni un momento de los treinta días a pesar de que se fue cargando de frustración y cansancio.
Si para una familia completa el diagnóstico de leucemia en uno de sus niños es devastador, para una pareja es, quizá, aún más extremo. He visto arreglos de todo tipo: la mamá acompaña a su hijo en el día mientras el papá trabaja y, en la noche, él duerme con el hijo de ambos mientras ella vuelve a la casa a ver a los demás niños e, idealmente, descansar un poco. En otros casos la madre no quiere separarse de su cachorro amenazado y el padre resuelve parte de lo que queda pendiente y sus redes colaboran con lo demás. Las fórmulas son tantas como los pacientes, pero en todas sucede lo inexorable: la vida de la pareja sufre mientras el niño está hospitalizado. Lo tradicional, y más optimista, es pensar que estas tragedias tienden a acercar a las familias. Yo he visto lo contrario. El estrés por la cría en peligro demanda, desde la más profunda naturaleza, toda la atención materna y podría relatar pocos casos más claros de una mamá que abandona cada rincón de su vida por acompañar a su niño, que el de Jessica con Ilan.
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