Varias veces hemos soñado con la utopía de crear un régimen capaz de vencer para siempre a la prepotencia y, a lo largo de la historia, varias veces hemos creído que el sueño se volvía realidad: con la Ilustración, creímos en el predominio de la razón sobre la doctrina; creímos que el liberalismo nos salvaría del predominio de un puñado de familias herederas; ideamos y construimos el Estado de Derecho —así, con mayúsculas—para ahincar nuestras relaciones en un pacto social celebrado por individuos libres y conscientes; nos otorgamos derechos civiles, políticos, sociales y nos prometimos garantizarlos y honrarlos mediante la moderación y el contrapeso contra cualquier uso excesivo del poder; nos dimos leyes e instituciones para imaginar que el futuro sería más justo y más libre que cualquier momento del pasado; creamos grandes organizaciones globales para construir la paz y la igualdad humanas; y varias veces pensamos, con arrogancia, que la marcha de la civilización hacia la armonía era inexorable; tanto, que llegamos incluso a afirmar que el Estado —cualquier forma de Estado, entendido como el continente del ejercicio legítimo de la autoridad— dejaría de ser indispensable. Desde polos opuestos, Hegel creyó con sinceridad en el Espíritu Universal Homogéneo como el último tramo de cualquier atisbo de la prepotencia, mientras que Marx prescribió la extinción fatal del Estado como el último momento de la igualdad absoluta entre los seres humanos. Entrambos, muchos otros imaginaron —y lo seguimos haciendo— que los demonios de la ambición y el abuso podrían ser dominados y que la Historia —otra vez, con mayúsculas— habría llegado por fin a su último destino: que ya no habría pugna entre guerra y paz, entre riqueza y pobreza, entre derechos y privilegios, entre poderosos y desvalidos.
Cuesta reconocer que esa utopía no sólo siga siendo utopía, sino que el mundo de nuestros días sea tanto o más cruel, más desigual y más violento que en cualquier momento previo, a pesar de que hoy sabemos mucho más que antes, nos comunicamos con más fluidez por todos los puntos del planeta y hemos creado tecnologías que parecen mágicas. Con frecuencia, sentimos que el Siglo xxi nos ha traicionado pues en vez de llevarnos a completar la ruta de lo que Kant llamaría la paz perpetua, nos ha colocado ante la irrevocable amenaza de la destrucción definitiva de la civilización, tal como la conocemos. Al concluir su segunda década, este Siglo ha potenciado el miedo, el resentimiento, la individualización y el encono, en dimensiones que parecían superadas para siempre y que hoy, en cambio, están cobrando vida con mayor fuerza que antes. No son las razones, sino los rencores y los temores los que están abriendo la puerta a la prepotencia, en la misma medida en que los regímenes democráticos han venido cediendo su sitio a los gobiernos autoritarios y a las prácticas cínicas y abusivas. Y a su vez, las promesas globales de paz, igualdad y civilidad se han venido rindiendo a la fragmentación, a la cultura parroquial y a la restauración forzada y violenta de las fronteras.
II.
Nada de lo que está sucediendo en el mundo nos es ajeno. Por el contrario, México está resintiendo cada vez más esa mezcla de resentimiento y encono que exacerba la prepotencia —y que despierta a su hermana discordante: la polarización— en sus múltiples y muy diversas manifestaciones y que amenaza la vigencia de los derechos, incluyendo el provincianismo que cierra las fronteras y estigmatiza a las personas migrantes. De eso trata este libro: de la tragedia que viven quienes se atreven a cruzar las fronteras mexicanas para tratar de llegar a los Estados Unidos, huyendo de las violencias que padecen en sus lugares de origen. Esas personas que se arman de valor, porque les han arrebatado todo lo demás, para recuperarse como seres humanos en un territorio distinto que, sin embargo, les es negado con nuevas formas de violencia y deshumanización.
Se trata de una acuciosa investigación de campo que se aprecia tanto por la claridad de su redacción, cuanto por el manejo puntilloso de los datos y las fuentes; sin embargo, sería injusto e insuficiente decir que vale la pena leerla solamente por su rigor, pues este libro es también un ensayo, una narración y una experiencia de vida. Conforme avanza, la obra se va derramando entre evidencias y reflexiones que merecen ser conocidas, porque no solo revelan la tragedia de los migrantes sino las raíces profundas de la prepotencia a la que me refiero. Y desde mi punto de vista, es esa otra orilla la que convierte a este libro en una denuncia tan conmovedora como indispensable. Mientras lo leía, me recordó, inevitablemente, La Isla de Sajalín de Antón Chejov: una investigación que no encaja con el resto de la obra del dramaturgo ruso porque su autor quiso honrar, con ella, su formación académica como médico pero que acabó escribiendo, quizás a pesar de su propósito, una de las narraciones más crudas que se hayan nunca sobre la crueldad. Anclado en un rigor científico que raya en la intransigencia, Chejov describe en su recorrido por aquel penal de la Siberia inhabitable, uno de los peores horrores de la miseria humana. El lector sabrá juzgar las distancias de esta comparación, pero lo que quiero subrayar es que la narración de Alethia Fernández de la Reguera sobre las “estaciones migratorias” que existen en México, rebasa con creces los límites de una investigación académica valiosa.
El libro empezó a escribirse antes de la rebelión electoral del 2018, cuando se modificó la composición del poder en México, pero la evidencia abarca también los primeros meses de la nueva administración y da cuenta de las decisiones tomadas luego de la amenaza arancelaria planteada por el gobierno de Donald Trump al gobierno mexicano, ante la ola migratoria que vino de Centroamérica en 2019. Y lo que este minucioso relato demuestra es la continuidad y aun la profundización de una prepotencia que traiciona las promesas de la regeneración respaldada por una mayoría abrumadora de electores. El maltrato deliberado a los seres humanos que corren en busca de auxilio estalla en estas páginas en una explosión inexorable de conciencia.
Muy pocos conocen la epopeya de la migración centroamericana que atraviesa inevitablemente a México, y menos aún lo que ocurre en los campos de concentración en que se han convertido las estaciones migratorias. Al saberlo, es imposible no traer a la memoria algunos de los peores episodios del siglo xx en Alemania y la Unión Soviética, o los excesos cometidos por la revolución cultural china. Nadie podría sugerir que la comparación alcanza a la Solución Final que implementó Adolf Eichmann; no hay una sola línea en esta investigación que sugiera ese vínculo. Pero tampoco hay duda sobre las atrocidades que han ocurrido en esos campos de reclusión mexicanos ni tampoco sobre la flagrante contradicción entre el discurso político vigente y la vulneración sistemática de los derechos que se verifica todos los días en esos sitios. No se trata de un exterminio, ni mucho menos; pero sí del abuso y el alarde continuo del poder otorgado a una burocracia cuyo propósito explícito es la contención definitiva de la migración, mediante los métodos más degradantes.
Empero, no son las circunstancias políticas que estamos viviendo al concluir el año 2020 lo que merece más atención, porque esta obra informa sobre algo mucho más profundo de la cultura y de las prácticas políticas y administrativas del país. En palabras de la autora:
“En esta investigación mi interés por explorar las subjetividades se debe a querer entender los comportamientos —por lo regular abusivos e indiferentes— de las personas burócratas hacia las personas migrantes. (…) Aprendí que la gestión de la ‘pena’ o la administración del ‘tratamiento’ ha adquirido formas más sutiles de violencia que no necesariamente tienen como objetivo el cuerpo de las personas” (Y añade): “Quiero resaltar un elemento de la teoría del castigo moderno de Foucault, que es precisamente que el cuerpo y el dolor no son los objetivos últimos del castigo, sino el imponer castigos sin dolor físico: el castigo del alma”.
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