1 ...8 9 10 12 13 14 ...22 —¡Caray! ¿Qué quieres decir con eso? —pregunté un poco mosca y, tengo que reconocerlo, poniéndome en guardia, pues aquello ya no me gustaba nada.
—Tranquila, no temas. No he violado tu mente ni tu consciencia. Nadie puede hacer eso si tú no quieres. Nadie puede forzar tu voluntad, incluso aunque te hipnoticen, si tú no quieres. Solamente en algunos casos determinados, si se tiene miedo… El miedo es lo único que podría abrir la puerta de tu mente a influencias o invasiones externas.
—Entonces ¿qué has querido decir antes?
—El otro día quise mostrarte el poder y la fuerza de los pensamientos. Quise que comprobaras que la mente, con un aprendizaje y preparación, siempre que haya disposición y deseo para ello, puede llegar a dominar la energía mental humana, modificándola y transformándola en cualquier otro tipo de energía presente en la naturaleza. Ello nos permite entrar en contacto directo, de una forma similar a la ósmosis o simbiosis, con todo lo que existe. Porque todo lo que existe, ya sea materia, conciencia, pensamientos, sentimientos o sueños, en el fondo no es más que pura energía, manifestándose de diferentes formas. Solo hay que saber conectar con ella. Y eso fue lo que tú lograste el otro día. Conectaste con el agua y sentiste su poder, porque en aquel momento tú frecuencia energética era la misma que la del agua.
—¿Y haces eso con todas las personas que conoces? ¿Toda la gente del pueblo sabe también llegar a ese punto?
—No, no toda la gente del pueblo domina esa técnica. En realidad, la dominan muy poquitos. No todo el mundo está capacitado o ha llegado al nivel mental y espiritual necesario para lograrlo.
—Sí, pero no me has respondido. ¿Haces eso con todas las personas que conoces?
Antes de que llegase su esperada respuesta sentí de nuevo la mirada profunda de sus ojos, pero esta vez no conseguí apartar los míos, aunque la verdad es que tampoco lo intenté mucho. Sencillamente, la miré y me dejé llevar por una catarata de sentimientos que sentía precipitarse desde mi cerebro hasta eso que llamamos «corazón» para después inundar cada una de mis células, lo que se tradujo en una paralización absoluta de mis pensamientos. No podía pensar, era incapaz de pensar en nada… Solo sentí que mis ojos habían entrado en los suyos, buscando con ansiedad el camino de su corazón. Necesitaba saber quién era realmente aquella mujer, lo que sentía en su interior, pero en un momento fuertemente intuitivo me di cuenta de que era yo, únicamente yo, quien me había vuelto a desnudar por dentro, ofreciéndome totalmente a ella a través de nuestras miradas. Me invadió una sensación de mareo y de repente, para terminarlo de arreglar, sentí que tomaba mis manos y elevando una de las suyas acarició mi rostro. En ese momento su cálida voz me trajo a la realidad.
—Yo puedo responderte, pero ¿estás tú en disposición de querer oír realmente mi respuesta?
Sus manos regresaron a la pose inicial, encima de sus piernas, y su mirada interrogante, por encima de una sonrisa que volvió a parecerme un pelín burlona, quedó esperando mi reacción. La inseguridad volvió a adueñarse de mí y con ella empecé a sentir cierta irritación al darme cuenta no de la dominación que ejercía sobre mí, sino de la sumisión emocional que yo sentía ante ella. Siempre había sido una persona bastante segura y nunca me había sentido así ante nadie, ni siquiera en la fase más tontorrona del enamoramiento. Sabía que aquello era algo más profundo, que escapaba de mi control, y en un recurso instintivo de protección psicológica me levanté del sofá, me senté en el sillón que había al lado y respondí con bastante acritud, no exenta de cierta dosis grosera.
—El otro día, cuando hiciste tu experimento conmigo, no recuerdo que tuvieses la delicadeza de preguntarme si estaba en disposición de querer hacerlo.
Nada más soltar mi frase lamenté el tono con el que la había pronunciado. No fue el qué, sino el cómo. No obstante, la misma inseguridad que me invadía se convirtió en una leve arrogancia, que me hizo mirarla desafiante esperando su contestación.
Tras un silencio que me aplastó como una losa, acarició a Tao, quien de un salto había vuelto a enroscarse junto a ella, y me miró muy seria.
—Tienes razón, quizás debería haberte pedido permiso o haberte contado lo que iba a hacer. No lo hice porque estaba segura de que podías lograrlo, aunque jugué con el elemento sorpresa para que la experiencia te impactase más. Sabía que con ello te impulsaría a buscar respuestas, como así lo has hecho, pero también creí que habíamos conseguido establecer fluidez y confianza en nuestra comunicación. Obviamente, creo que me equivoqué en esto último. Te pido disculpas por mi torpeza y te prometo que no volveré a molestarte.
Ya desde la puerta, se volvió para despedirse:
—Que tengas un buen día. Si necesitas algo y puedo ayudarte, ya sabes dónde puedes encontrarme, aunque será mejor que no me busques hasta que hayas aclarado todos tus conflictos internos… Ya sabes a qué me refiero.
No pude moverme del sillón. El ruido de la puerta al cerrarse anuló mi falsa altivez y maldije mi gran estulticia. Había tolerado que mi propia agitación e incertidumbre interna se hubiesen revelado en una tensión erótica y emocional que, al ser incapaz de domeñar y manejar, se había convertido en una alteración nerviosa que, en un arrebato pueril y torpe, había transformado en una respuesta altanera y tosca que no tenía nada que ver con lo que verdaderamente sentía en mi corazón.
Pero no podía volver atrás. Lamentablemente, las palabras no pueden recogerse y tenía que asumir mi metedura de pata. Anduve todo el día de acá para allá, de muy mal humor y sin conseguir centrarme en nada de lo que hacía. Aquella tarde ni salí a pasear ni me pasé por el bar al anochecer. No salí de casa. Pasé la tarde frente a la ventana, contemplando los árboles que, frente a la casa, se iban espesando hacia la izquierda, subiendo un suave repecho, para convertirse al final de este en un tupido bosque. Un poco más hacia la derecha podía ver el principio de la ladera que desembocaba en la pequeña cala y parte de los acantilados y, más allá, el horizonte, que se confundía con el azul del océano. El hermoso paisaje conseguía hipnotizarme durante algún tiempo, pero el desbarajuste de mis pensamientos me arrancaba finalmente de mi abstracción.
Aquella noche ni siquiera encendí la chimenea. Me arrellané en el sofá, me tapé con una manta y, sintiéndome idiota por enésima vez, rememoré su frase de despedida desde la puerta. ¿Mis conflictos internos? ¿Que yo sabía a qué se refería? Claro que era consciente de mis conflictos internos, los verdaderos, que eran los sentimientos que ella me producía, porque sobre la fuerte experiencia con el océano más o menos había llegado a una explicación que, de momento, me servía para entenderla. Pero ¿a qué conflictos se refería ella? Si yo acababa de revelarle todas mis especulaciones sobre la prueba en la que me había guiado y coincidía bastante con lo que ella me dijo después, era evidente que ahí no había conflicto. ¡Dios, qué mujer! De nuevo tuve la seguridad de que ella conocía perfectamente la pasión que había despertado en mí, así como la confusión de mis pensamientos, que, lógicamente, únicamente yo podía aclarar. Me sentí en ese momento como si fuese de cristal y evoqué nuestro primer encuentro, cuando tuve la sensación de que su mirada llegaba hasta los más recónditos rincones de mi alma.
Sin embargo, si se había percatado de lo que yo sentía, ¿qué pretendía? ¿Estaba jugando conmigo? Repasé nuestros escasos pero intensos encuentros. En algunos momentos había tenido la sensación de que ella también sentía algo especial por mí. En otros había notado cierta ternura en sus gestos. Ya no sabía qué pensar y mi estómago me envío el mensaje de que no había probado bocado desde el desayuno.
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