Marga Serrano - Más allá de las caracolas

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Más allá de las caracolas: краткое содержание, описание и аннотация

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Más allá de las caracolas trata de la evolución psicológica y espiritual de una mujer en la cuarta etapa de su existencia. En unas extrañas vacaciones, en las que nada sale como estaba programado, conoce una pequeña aldea, al otro lado del océano, que la atrapa emocionalmente, y siguiendo un fuerte e incomprensible impulso traslada su vida allí. Durante su estancia vive la experiencia de encontrar el amor verdadero, que puede surgir en cualquier lugar, con cualquier persona y cuando menos lo esperamos.A partir de esa experiencia vital, en la que no falta una oscura y enfermiza etapa de celos, producto de su inseguridad emocional y de problemas de su pasado aún no resueltos, comienza un camino de introspección y evolución que la lleva a conocer y tomar contacto con el mundo mágico al que, generalmente, no tenemos acceso, lo que le hace darse cuenta de que no solo es real lo que vemos o tocamos. Hay otras realidades que nos rodean, como una especie de multiverso individual, cuyo acceso solo es posible cuando se hace a través del corazón y la espiritualidad, que supera ampliamente cualquier sentimiento relacionado con las religiones. La protagonista, a través de un duro camino de lucha interior contra las malsanas inclinaciones del ego y contra su propia razón, finalmente accede también a un secreto ancestral que esconden los habitantes de la pequeña aldea, convirtiéndose a partir de ese momento en copartícipe y guardiana del mismo.

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De vuelta a la aldea, Nina no hizo ningún intento de caminar a mi lado, lo que fue de agradecer para que fuese tranquilizándome. Creo que Nina era totalmente consciente de mi vulnerabilidad y no quiso seguir agobiándome con jueguecitos seductores que, tengo que confesar, me asustaban, pero a la vez me encantaban. A pesar del estímulo y de la vitalidad que Nina me transmitía, no quería seguir con aquello. Temía que, si seguía por aquel camino, al final iba a sufrir. Me decía una y otra vez que era imposible que yo pudiese gustarle a Nina. Pensaba más bien que, simplemente, yo era la novedad en la aldea, Nina era una seductora nata, se había percatado de que me gustaba y comenzó su juego sabiendo que dominaba la situación, una situación que a ella le divertía muchísimo y a mí me estaba poniendo de los nervios. Era simplemente eso y yo no quería volver a pasar por una situación afectiva que, al final, volviese a dejar mi mundo emocional patas arriba como en mis dos últimas aventuras amatorias. Así que tomé la decisión de evitar involucrarme en un juego que sabía que iba a perder, con el riesgo que significaba para mi propia autoestima después de lo que me había costado recuperarla.

Habían pasado ya unos siete días cuando una mañana, en uno de mis paseos por el monte, la vi. Estaba recogiendo hierbas de espaldas a mí. Intenté esconderme tras unos árboles, pues no me sentía con la seguridad suficiente como para un nuevo encuentro, pero aquella tontería me hizo sentir aún más infantil si cabe, puesto que tanto Tao como Greta corrieron hasta ella ladrando, dando saltos y moviendo la cola. Me convertí en un árbol clavado en el suelo. Me miró desde lejos, después de acariciar a mis perros, y me hizo señas con la mano para que me acercara. Lo hice. Todavía no sé cómo conseguí poner un pie tras el otro, pero llegué hasta donde estaba. Portaba una gran cesta de mimbre con varios compartimentos donde iba depositando las hierbas.

—Buenos días —saludé intentando mirar su cesta, las hierbas, las nubes… Cualquier cosa, menos su rostro.

—Buenos días —respondió—. ¿Por qué te escondías?

«¡Caray con la curandera!», pensé. «¿Es que también tiene ojos en la nuca?».

No sabía ni qué decir y, lógicamente, dije una tontería:

—No, no me escondía. Es que no quería molestarte.

Dio dos pasos, se puso delante de mí, me miró (ahí sí que no pude evitar mirarla) y me sonrió socarronamente:

—Anda, ven conmigo, acompáñame… Algo aprenderás. Y no te había visto, pero te han descubierto tus perros —remató tras una breve pausa mientras me escrutaba con sus profundos ojos.

Ya no pude pensar ni «caray con la curandera» ni nada parecido. Simplemente, la seguí.

La marcha-lección duró casi dos horas. Puedo decir que me enseñó muchas cosas sobre las hierbas que iba recogiendo, pero puedo asegurar que no aprendí nada, al menos en aquella primera salida que nunca olvidaré. Mi pensamiento no estaba para lecciones de botánica. La verdad es que mi mente se había quedado suspendida en el aire y se había perdido por el camino. Yo trataba de razonar y tranquilizarme, pero ni por esas. Solo la miraba de reojillo, o de soslayo si lo quieren un poco más fino, pero mi agitación interior iba en aumento y aquella voluntad que había puesto en marcha los días anteriores para no verla, para tratar de olvidarla, se había convertido en una nube blanca que flotaba sobre mi cabeza, pero ajena completamente a mi necesidad. Y hasta me dio la sensación de que se había aliado con la «recogehierbas» para burlarse de mí.

De camino de vuelta y ya a la vista de la aldea, Nina hizo un alto en sus lecciones y se sentó sobre una piedra, indicándome que me sentase a su lado. Me temblaban hasta las canillas y seguía sin recoger mi mente y mi nube, pero me senté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me di cuenta, con la escasa capacidad de pensamiento que me quedaba, de que a pesar del desasosiego y la inquietud que me producía su presencia, a pesar de mis miedos, me gustaba su compañía, me gustaba que me hablase, me encantaba mirarla cuando ella no lo hacía y continuaba excitándome tremendamente su cercanía. De repente aquel barullo de mi cabeza se paralizó al sentir su mano sobre mi hombro.

—Aunque ya te oí en la asamblea, ¿exactamente por qué has elegido este lugar para vivir? —preguntó.

Y aquella simple pregunta fue como un extraño bálsamo que, tras obligarme a responder buceando en los recuerdos de mi mente, me hizo recuperar esta y, al ir narrando cómo había ido a parar allí, retomé el control de la nube que bailaba sobre mi cabeza.

Me escuchó en silencio y, tras mi relato y una breve pausa, me miró y señaló con su mano el océano.

—Antes me has dicho que te gusta mucho el mar, pero que lo temes y te fascina. Ahora me gustaría que siguieses mis palabras, que te relajases. Intenta no pensar en nada, solo déjate llevar por mi voz… Concéntrate en la superficie del océano… Sumérgete en él… Permite que te lleven las olas… Siente su fuerza y su poder… Fúndete con el agua, siéntete agua… Tú eres agua… Tú eres las olas… Tú eres el océano… Tú eres su poder… Tú eres la vida…

Giré mi cabeza hacia ella y la miré con extrañeza, pero su mirada no era escudriñadora ni penetrante. Era una mirada serena y dulce, que me invitaba a seguir su voz. Sonrió y volvió a señalarme, allá abajo, el gran océano. Y me dejé llevar. Total, no tenía otra cosa que hacer. Tengo que decir que, sin mucho convencimiento, me dejé guiar por su voz, que repetía una y otra vez aquella letanía. Fijé la vista en un punto de aquel azul intenso. Después miré las olas que, una tras otra, acababan con más o menos ímpetu en la playita, para volver a mirar el océano, nuevamente las olas, la playa, el acantilado, hasta que poco a poco me fui serenando y dejando la vista fija en un solo punto. Intenté mentalmente sumergirme en el agua, me imaginé nadando en aquel precioso tono azul hasta sentir que ese azul llenaba todos los resquicios de mis pupilas. Solo veía el color azul, no veía nada más. Me pareció que flotaba con aquel color rodeándome y me entregué totalmente, sin resistencia, sin pensar en nada. Ni siquiera recuerdo si en aquellos momentos seguía oyendo su voz…

La siguiente percepción que tuve es que ya no flotaba en el color azul, sino en el agua, sentía el agua. Me dejé llevar por el agua, me sumergía una y otra vez en ella, me envolvía. Sentí como una especie de mareo, de torbellino líquido que me arrastraba, y noté una paz inmensa. No sentía mi cuerpo, solo sentía el agua, simplemente era agua, era el fondo del océano y era la superficie, era agua, era ola… Me invadió una gran fuerza y un poder que me llenaba, pero que no conseguía dominar. De repente un miedo irracional me sacó bruscamente de aquel océano y me hizo volver a la realidad.

Tardé unos cuantos minutos en superar mi sensación de mareo y en darme cuenta de dónde estaba. Me encontraba aturdida y me resistía a creer lo que me había sucedido y, lo que es peor, seguía teniendo miedo. De nuevo sentí su mano sobre mi hombro, pero no logró que me tranquilizara. Me levanté y me alejé unos pasos de ella.

Había hecho a lo largo de mi vida muchos cursos de distintos tipos de meditación, de control de la mente y cosas similares, y al realizar algunos ejercicios típicos había tenido leves experiencias de vislumbrar otra realidad más allá de nuestros sentidos racionales, pero nunca había experimentado algo tan fuerte y tan impactante.

Ella se quedó sentada, mirándome sonriente, y me indicó que me sentase de nuevo a su lado. La tranquilidad, poco a poco, fue volviendo a mí y con ella la consciencia de lo que había sucedido. Sorprendentemente, volví a recuperar mi mente, mi nube, y con ellas mi seguridad. Fue otra sensación extraña, porque me di cuenta de que, aunque seguía produciéndome un dulce desasosiego, estaba en condiciones de comunicarme con ella. Era como si lo que acababa de experimentar hubiese facilitado superar mi etapa de balbuceo y se hubiese establecido un vínculo de comunicación que iba más allá de lo verbal. Un vínculo espiritual. Me acerqué, me senté otra vez a su lado, la miré y conseguí sonreír:

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