Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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Cuando se acerca el siglo XX, familias chilenas y extranjeras de clase media comienzan a instalarse en otros cerros, por lo cual la fragmentación urbana comienza a ser reemplazada por un cierto mestizaje de clase.

Joaquín Edwards Bello, desde su Valparaíso (Fantasmas) hasta sus cónicas posteriores, instruye sobre ese recorrido.

La literatura porteña comienza a poblarse en el siglo XIX y adquiere una cierta espesura a comienzos del siglo XX. No es casualidad que la primera librería sea porteña, la que fue creada por Santos Tornero.

Autores como Alberto Blest Gana comienzan a situar sus personajes en Valparaíso, como en El ideal de una calavera , cuyo desenlace se produce en Valparaíso: el héroe trágico de la novela, Abelardo Manríquez, es fusilado en la plaza Victoria por haber participado en el alzamiento de Vidaurre contra Portales.

En 1888 se imprime en Valparaíso Azul , un libro importante de la vanguardia modernista del poeta nicaragüense Rubén Darío, avecindado entonces en Chile.

Por Valparaíso no solo pasó Darwin en el siglo XIX, también lo hicieron, producto de los avatares políticos de Argentina, intelectuales y políticos de la talla de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, quienes dejaron huella.

Domingo Faustino Sarmiento nos da su impresión de ese Valparaíso en una magistral frase: “La Europa acaba de desembarcar y botada en desorden en la playa”.

La pintura porteña del siglo XIX fue cosmopolita por la nacionalidad de sus pintores, la diversidad de sus escuelas y fue quizás la más importante del país. Charles Wood, John Searle, los hermanos Ward, Mauricio Rugendas, Manuel Antonio Caro, Augusto Monvoisin, Juan Francisco González (profesor de dibujo del Liceo Eduardo de la Barra), el norteamericano Whistler, quien vino por la guerra disparatada de 1866 estuvo apenas un mes y pintó su “Nocturno” de la bahía de Valparaíso.

Hacia final del siglo surgen Juan Francisco Puelma, Pedro Lira y Celia Castro, quien obtuvo la tercera medalla del Gran Salón de París, como nos lo cuenta Roberto Zegers en Sobre los comienzos de la pintura en Chile y en especial de Valparaíso . Un lugar destacado lo ocupa el pintor inglés Thomas Somerscales, quien llegó a Valparaíso como profesor de dibujo del colegio Mac Kay y cuya obra creció en la ciudad.

Hasta un vals de Johann Strauss, “Recuerdos de Valparaíso”, tiene la ciudad. Lo descubrió en los años noventa del siglo XX el profesor de la Universidad de Valparaíso Allan Bowne, en una caja con partituras que había comprado por 200 pesos en una feria libre; se trataba de una pieza del autor cuya existencia se conocía pero que estaba perdida.

Así se fue terminando el siglo del gran salto, de un puerto pujante abierto a la cultura y al mundo con hoteles magníficos y bellas mansiones, pero también con miseria, desigualdades y conventillos pobrísimos.

En 1844 se había creado ya el primer teatro Victoria, que sería reemplazado por una versión más monumental en 1886, donde llegaba la mejor ópera. El poeta popular Pezoa Véliz solía burlarse de los porteños porque el público pretendía entender incluso en galería las arias en italiano. Se debe recordar que allí actuó también Sarah Bernhardt.

El Victoria fue destruido por el terremoto de 1906 y reemplazado por una versión más modesta, pero con mucho encanto. En ese teatro en la avenida Pedro Montt vi siendo un niño deslumbrado “La pérgola de las flores”, la primera versión con Ana González, Silvia Piñeiro, Justo Ugarte, Charles Becher, Carmen Barros y Héctor Noguera.

Bastantes años después, cuando el teatro ya estaba muy venido a menos, dije un discurso en un acto del Partido Comunista, nervioso y emocionado, tenía veinte años.

Después pasó lo de siempre, el teatro resistió a muy mal traer su enésimo terremoto y lo demolieron.

Sic transit gloria mundi .

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