Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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En 1828, en un congreso constituyente, se redactó la Constitución de 1828, la Constitución liberal.

En 1837 se crea el colegio de los Sagrados Corazones, el colegio privado más antiguo de Chile, que dará origen al curso de leyes que precederá a la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso. Ese mismo año se instala el faro Punta de Ángeles y el cerro Barón fue escenario del fusilamiento de Diego Portales, asesinato que popularizó sus ideas y su nombre en la historia de Chile.

Portales tuvo una fuerte relación con Valparaíso, aunque en los negocios le fue mal. Su conservadurismo pragmático tiene mucho que ver con el espíritu de ese Valparaíso comercial que nacía, que miraba con cierta amargura el “peso de la noche” de Chile y creía que había que remecerlo un tanto a golpes, alargando su mirada y su lugar en el Pacífico.

El Puerto se comienza a llenar de casas mayoristas, sobre todo de ingleses, casas de moda francesas, farmacias alemanas y artesanos italianos.

El cerro del Cabo (cerro Concepción) comienza a poblarse de gringos, al igual que el cerro Alegre, al que se le llama cerro de la gringuería o cuartel alemán. Surgen las primeras fábricas de calderas, fundiciones, la primera farmoquímica (creada por Antonio Puccio), el Banco Londres y el Banco Edwards.

La ciudad se extiende desde el cerro Barón al Artillería, pronto lo hará desde el cerro Esperanza hasta Playa Ancha.

En 1846 se construye la iglesia de San Francisco en el cerro Barón, de valor arquitectónico, cuyas torres se ven desde lejos al entrar a la bahía de manera muy nítida, de allí surge el sobrenombre de “Pancho” para Valparaíso.

En 1850 se produce un gran incendio, se quema todo el centro desde la Aduana hasta la cueva del Chivato, parte del cerro Concepción y la calle del Cabo (hoy Esmeralda). De este desastre surgirá el primer cuerpo de bomberos de Chile, en 1851, cuya acción y ceremonial se convertirán en un rasgo muy tradicional del Puerto.

En 1852 se instala agua potable y también el telégrafo conectado con Santiago, en 1856 el alumbrado a gas y en 1861 una empresa de tranvías a tracción animal.

En 1862 se crea el liceo de Valparaíso, hoy Eduardo de la Barra, que tuvo sus tiempos de gloria. También de allí surgirá un curso de leyes de orientación laica que culminará en la actual Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso.

Se crea en esos años la primera óptica de Chile (la óptica Hammersley), aparecen navieras como la Grace, el francés Vigoroux establece en 1840 un servicio de diligencias a Santiago de cuatro ruedas, que reduce de tres a un día el viaje a Santiago. La aparición del ferrocarril en 1863 reduce todo ello a una antigualla.

En 1866 sucede una desgracia absurda como resultado de una de las guerras más ridículas de la historia, la guerra hispano-sudamericana, que no tuvo ni objetivos ni sentido, solo rencillas menores y miedo de escaladas. Chile, Ecuador y Bolivia apoyaron a Perú en las disputas iniciales con España, y la guerra únicamente tuvo un carácter naval, pero en los hechos combatieron solo Chile y Perú. Murieron cien chilenos.

Se puede decir que la guerra se extinguió por inútil, pero Valparaíso terminó pagando el pato de la boda. Fue bombardeado sin ton ni son, afortunadamente el almirante español anunció con anticipación el bombardeo y los porteños se prepararon para un espectáculo peligroso y adrenalínico, el que habría de dejar destrozos e incendios. Curiosamente, el reloj de la vieja intendencia recibió una bala que dejó fija la hora a las nueve y veinte de la mañana. Los españoles hundieron la flota mercante, después se fueron, pero el bombardeo fue muy criticado porque Valparaíso estaba bastante indefenso; eso no volvería a pasar, pues la ciudad comenzó un vigoroso plan de fortificaciones.

En su libro Valparaíso navega en el tiempo , Franklin Quevedo nos cuenta una anécdota tragicómica. Resulta que meses después del bombardeo se presentó ante el Presidente de Chile, José Joaquín Pérez, un alemán de apellido Flach para ofrecerle la construcción de un submarino de guerra de su invención.

El Presidente, dudoso, le dijo: ¿Y si se chinga? De todas maneras el alemán quiso hacer unas demostraciones y se subió a su máquina con su hijo ante cientos de porteños curiosos y las autoridades; el aparejo dio unas vueltas a la bahía semisumergido, luego el alemán agarró confianza salió a altamar y se perdió de vista.

Ese fue el último día que se supo de Flach, de su inocente hijo y también del que debería haber sido el primer submarino militar chileno. Los porteños, desilusionados, regresaron a almorzar a sus hogares, moviendo la cabeza con desaprobación.

En 1876 se crea el Camino Cintura. Camino de la Cintura lo llamó Rubén Darío en algunas páginas de su libro “Azul”, hoy se llama avenida Alemania, pero se usan ambos nombres y va desde Playa Ancha hasta el cerro La Cruz; la idea era que conectara los cuarenta y dos cerros de Valparaíso, pero como sucede a menudo se llegó hasta la mitad.

En 1880 se crea en Valparaíso la “Compañía de Teléfonos de Edison”, la que comenzó también a instalar teléfonos en otras ciudades de Chile.

En 1883 se crea el primero de los 23 ascensores funiculares de la ciudad; hoy existen 16 y funcionan apenas siete a duras penas y con muchos problemas, pese a su carácter patrimonial.

Valparaíso fue la base logística de la Guerra del Pacífico (1879-1884) y de su capacidad técnica dependió la suerte de las tropas; allí también fueron recibidas a su regreso. La experiencia nada gloriosa de la llamada Pacificación de La Araucanía también tuvo allí su base y en los alrededores de Valparaíso se dieron las batallas definitivas más duras y fratricidas de la guerra civil de 1891. Concón, Placilla y Curauma fueron sus escenarios.

Para bien y para mal, a esas alturas Valparaíso era un centro neurálgico de la vida nacional.

En 1892 se creaba la Bolsa de Valores de Valparaíso, ya que existían 160 sociedades anónimas y se requerían corredores de seguros y de acciones ante un comercio en plena expansión. Hoy está cerrada, falló la bolsa y también fallaron los valores.

Ese año se creaba además el decano del fútbol chileno, el Santiago Wanderers. Los ingleses del Puerto, que eran muchos, comenzaron con la práctica del balompié y crearon el primer Wanderers; al parecer, no les abrieron la posibilidad a los criollos porteños para que entraran al club y en un acto de afirmación nacional ellos crearon su propio Wanderers anteponiéndole el nombre de la capital.

No sé si será cierto, pero, como dicen en Italia, “se non é vero e ben trovato” (“si no es verdad está bien dicho”).

Se creó en una casa de la subida Carampangue, pero como sucede a menudo en mi ciudad no hay memoria sobre la casa en que se realizó.

Ese Valparaíso del siglo XIX se construía de manera caprichosa y original, se inventaban materiales que pudieran apuntalar desniveles y gradientes en los cerros, se construían escaleras retorcidas e interminables, amurallaban los bordes de los cerros. Era diferente a cualquier otra ciudad.

Al principio el “plan” era apenas una franja a los pies de los cerros que se va rellenando a punta de terremotos y desperdicios, después se comienza a ganar terreno al mar, con lo que surge la avenida Brasil, espaciosa y con pretensiones de gran boulevard ; en 1881, el ferrocarril que llegaba al Barón se extiende, atraviesa Bellavista y llega al puerto.

En un principio, el corte de clase es claro: los ricos viven en el “plan” y los pobres en los cerros, pero eso comienza a cambiar; el cerro Alegre y el Concepción albergan familias de muy buen pasar, inglesas y alemanas y espléndidos caserones con vista a la bahía, todo se facilita con los ascensores.

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