Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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Valparaíso comienza a aparecer en la literatura universal como una lejana pero conocida referencia y en las canciones marineras de aquellos que regresan a Europa, después de haber arriesgado sus vidas en largos y azarosos periplos.

La aldea comienza poco a poco y después mucho a mucho a transformarse en ciudad; empiezan a llegar extranjeros a hacer negocios y algunos comienzan a quedarse y a contarles a otros que aquí en el fin del mundo es posible tener un futuro próspero.

Autores como Blaise Cendrars, R.L. Stevenson y Walt Whitman se referirán a él como un punto en las rutas de comercio o como un lugar exótico, sin saber mucho qué diablos era en realidad.

La historia de Alexander Selkirk, quien en 1709 después de un naufragio sobrevivió solitario durante cuatro años en una isla del archipiélago Juan Fernández, inspiró a Daniel Defoe para escribir Robinson Crusoe .

La noticia de un barco destrozado por una ballena gigante frente a las costas de Valparaíso inspiró a Herman Melville en su célebre Moby Dick . También Arthur Gordon Pym , de Edgar Allan Poe, se inspira en relatos marineros sucedidos en torno al mar porteño.

Thomas Mann, en Los Buddenbrook , coloca el personaje Christian como hombre de negocios que ha vivido en Valparaíso, pero nuestro enorme escritor si bien se documentó bien acerca del carácter comercial del puerto no hizo lo mismo con el clima, al que Christian le atribuye un calor tropical.

En verdad lo mismo les pasó a varios cineastas de Hollywood, en películas en que aparecen porteños vestidos de peones mexicanos cantando “Cielito lindo” como música nativa.

Las viejas canciones de marineros hablan de Valparaíso como un lugar mágico y lejano. Una clásica canción marinera francesa, “Nous irons à Valparaíso”, dice en su letra frases como: “En el Cabo de Hornos no habrá calor”, “Cuando pesquemos cachalotes más de uno dejará su piel”. “Adiós miseria, adiós barco”. Todo ello entre gritos marinos y los “Yo, ho, ho”, como en las canciones de la Isla del tesoro y aquella inolvidable: “Quince hombres sobre el cofre del muerto. / Ron, ron, ron, la botella de ron. / La bebida y el diablo hicieron el resto. / Ron, ron, ron la botella de ron”. Canciones que cantan los piratas en la posada Almirante Benbow.

Desde Valparaíso zarpa la Escuadra Libertadora hacia el Perú, el último bastión del imperio español. San Martín comanda la expedición, desde tierra lo despide su amigo Bernardo O’Higgins quien ha empeñado hasta la camisa para que la expedición pueda realizarse en 1820. La mayor parte de la expedición estaba compuesta por chilenos, pues de los 4.642 soldados, 4.000 eran chilenos y en su mayoría porteños.

Entre 1818 y 1820 tuvimos corsarios chilenos que atacaban naves españolas con patentes de corso entregadas por O’Higgins para debilitar la presencia española en el Pacífico. Muchos comerciantes porteños invirtieron en este negocio cuya nobleza es discutible, pero que tenía la ventaja de generar riqueza y patriotismo al unísono; sin embargo, hubo que pararlo porque se hizo muy extenso, ya que hasta por Panamá habían llegado en la faena…

Pero esos tiempos republicanos no estarán ajenos a la desgracia. En 1822 un terremoto deja en el suelo la ciudad que ya tenía 16.000 habitantes. Como O’Higgins andaba por esos lados, se salvó por un pelo de morir aplastado.

A estas alturas del relato conviene buscar una visión ajena e inteligente para ver cómo eran las cosas en el viejo Puerto en esos años a través de la mirada curiosa de una mujer, una viajera avezada que pasará poco tiempo en Valparaíso. María Graham es su nombre, y ella llegará a Valparaíso estrenando su reciente viudez del capitán Thomas Graham, quien había entregado el alma en el paso del Cabo de Hornos.

Tenía, nuestra Mary, treinta y siete años, y de acuerdo a las pinturas que conocemos un cierto buen ver, salvo que el pintor haya sido muy generoso.

Ella recorrió la zona central de Chile y en 1824, estando ya en Brasil donde se había trasladado al mismo tiempo que Lord Cochrane, publicó su libro Diario de residencia en Chile en 1822 , posteriormente regresaría a Inglaterra y volvería a casarse, esta vez con el pintor Augusto Wall Callcott.

Ella conoció al tout Chili de los primeros años posteriores a la independencia, entre ellos a O’Higgins y San Martín.

Culta, naturalista, buena dibujante, nos dejó un retrato del Valparaíso de la época. Nos cuenta que la ciudad tenía un plan pequeño donde el mar separaba el puerto del Almendral en la cueva del Chivato, allí donde ahora está El Mercurio o su abandonado despojo después del asalto incendiario del 2019 y la escalera del cerro Concepción.

La avenida Francia y la avenida Argentina eran en ese tiempo torrentes que bajaban de los cerros; el resto, calles polvorientas, casas en su mayoría modestas y un comercio cada vez más activo y pintoresco. Una élite reducida y beata combinaba su actividad comercial con actividades religiosas.

Se hizo amiga de Lord Cochrane, aristócrata inglés, aventurero, gran marino que jugó un rol no menor en las guerras de la independencia, lo que le valió ser nombrado jefe de la embrionaria armada chilena, a la cual le hizo ganar con más astucia que recursos muchas batallas.

Si bien su aporte fue enorme se fue enojado a Brasil, porque no le pagaron lo prometido; el hombre no era indiferente al dinero, y si bien lo llenaron de medallas la recompensa en metálico fue escasa, a lo menos en su opinión.

Con San Martín no se llevaban bien y terminaron en malos términos, pues San Martín lo acusó de fraude.

Como era de esperar, María tomó partido por Lord Cochrane en sus escritos y no habla con simpatía de San Martín. Ella dice que dicen que bebía demasiado, lo que no le consta, pero sí de que consumía opio y que tenía un genio de los mil demonios.

Lo del opio no era extraño en esa época y el mal genio es un rasgo extendido en quienes ejercen el poder, lo digo para equilibrar las cosas, pues San Martín, defectos aparte, fue un grande, con una enorme dignidad; empero, murió como tanto prócer: solitario, exiliado y más encima de peste.

A O’Higgins, quien ya tenía bastante oposición en esos años, lo trata bien: “Él es modesto, abierto, de modales sencillos sin pretensiones de ninguna clase, si ha realizado grandes hechos los atribuye a la influencia del amor patrio que, como él dice, puede inspirar a un hombre vulgar los más nobles sentimientos”.

Lo que sí Mary no encuentra es que sea buen mozo; lo describe como “bajo y grueso, con ojos azules y cabello rubio, su tez encendida y algo toscas facciones no desmienten su origen irlandés, a la par de que la pequeñez de sus pies y manos son signos de procedencia indígena”.

En relación con la parte de los pies, yo alertaría al lector de que se trata de la opinión de una señora inglesa, y las inglesas tienen al parecer los pies muy grandes. Independientemente del porte de sus pies, estamos ante retratos realizados por una persona sorprendentemente emancipada y libre.

Su opinión de los sudamericanos no es halagüeña: “Son ignorantes, oprimidos y quizás naturalmente indolentes y tímidos”, pero piensa que la independencia terminaría por despabilarnos.

En verdad Valparaíso se despabiló mucho en esos años en los que se avecindaron muchos extranjeros, como lo señalarán en sus relatos sobre la ciudad José Zapiola y Benjamín Vicuña Mackenna.

En 1823, Valparaíso cuenta ya con 23.000 habitantes, 5.000 son europeos y norteamericanos. Ese año zarparán 333 buques.

En 1827 se creará El Mercurio de Valparaíso , el diario más antiguo de circulación continua en lengua castellana.

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