Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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Ante la pregunta absurda de su cómplice, quien pretende hacerse pasar por periodista: “¿Cómo encuentra el mar italiano?”, responde en un inglés aproximativo: “El mar italiano es extremadamente marítimo”.

El mar de Valparaíso es también un mar extremadamente marítimo, pero además omnipresente, tal como veremos en este relato.

Valparaíso tiene además un recorrido histórico tan enredado como su geografía, en el cual se suceden momentos de euforia y de extrema melancolía.

Los porteños estamos amarrados “como el hambre” a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.

Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando “la micro” en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia “con rostro de fría indiferencia”, como dice una vez más con acierto el “Gitano” Rodríguez.

El libro se divide en tres partes. En la primera se subraya la originalidad de esta ciudad chilena, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad.

Dice con razón Lukas en cuanto a que “las ciudades de Chile se dividen entre las que se parecen a Quillota y las que no se parecen a Quillota. Hay muchas Quillota. Bonitas, feas, extensas, modernas, rústicas, ricas, chicas, míseras, románticas, alegres o tristes. Santiago es la más grande de todas las Quillota. Valparaíso está entre las que no se parecen a Quillota”.

La segunda es el relato de la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular.

Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado, reencuentro primero privado y después público, hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia, la que puede perfectamente profundizarse.

No olvidemos ese dicho italiano que dice: “Anche quando si tocca fondo, si puó sempre scavare” (“Aun cuando se toca fondo, siempre se puede seguir excavando”).

Para salir del agobio actual es necesario comprender la gravedad de la situación en la que estamos, es la única manera de iniciar el difícil camino de la recuperación.

Ernesto Ottone.

Santiago-Valparaíso 2021.

Parte Primera

1. Una singular ciudad chilena

La tendencia demográfica de la ciudad de Valparaíso debe ser una de las más extrañas del mundo.

Según el censo de 1952, la ciudad tenía 223.598 habitantes, entre porteñas, porteños y porteñitos. En esos años, la población de Chile era de alrededor de seis millones de habitantes.

Según el censo de 1960, el número de porteños apenas había llegado a 252.865 almas cuando la población de Chile ya había superado los ocho millones de habitantes y hoy, cuando la población de Chile gira en torno a diecinueve millones de habitantes, la población de Valparaíso cuenta apenas con alrededor de 300.000 habitantes.

Se trata de un estancamiento poblacional enorme, pantagruélico incluso, para un país que como Chile tiene una transición demográfica avanzada, lo que significa un crecimiento moderado de habitantes, pues nacen pocos niños, sobreviven la enorme mayoría y tienden a vivir cada vez más años.

En esto nos parecemos a Europa, aunque, por cierto, más pobretones, con menos desarrollo, más desigualdades y con menos patrimonio artístico.

Pero lo que sucede con Valparaíso no puede ser achacado únicamente al poco crecimiento demográfico del país, se trata de un verdadero despoblamiento; algo les pasó a los habitantes de la ciudad que dejaron de vivir en la zona plana, aquella que en buena parte le robamos al mar.

El arquitecto y urbanista Iván Poduje me señalaba que hoy en esa zona que los porteños llamamos “plan” viven apenas 8.466 personas, lo que equivale al 3% de la población de la ciudad; de ellas, solo 177 viven en el otrora populoso barrio El Puerto.

El resto de quienes habitan en Valparaíso se encaramaron a los cerros, hasta quedar algunos casi a espaldas del anfiteatro, cerca del Camino La Pólvora, corriendo siempre el peligro de incendiarse. Aquellos con una mejor situación económica se fueron a Curauma o Placilla, o bien se acercaron a Viña a través de los cerros Placeres y Esperanza; es decir, se alejaron del casco histórico.

Hoy Viña del Mar tiene más habitantes que Valparaíso, lo que hace medio siglo parecía algo impensable.

El viejo Puerto no alberga más porteños, se estancó, no es una casa acogedora; hace ya tiempo que comenzó el éxodo.

Desde sus tiempos más prósperos hasta, hoy su crecimiento se chingó y, pese a los esfuerzos realizados, se sigue chingando.

Desde que tengo recuerdos nítidos, cuando tenía cinco años, en 1953, el porte del plan de la ciudad era más o menos el mismo, y cuando los cerros estaban menos poblados en su parte superior.

Cuando niño tenía claro que era la segunda ciudad de Chile, su puerto principal, y sabía que vivía en una ciudad grande. Sabía también, por lo que comentaban mis padres, que había un pasado mejor que les arrancaba suspiros y les hacía mover la cabeza con nostalgia.

En los años cincuenta, Chile llevaba más de veinte años de continuidad institucional. Desde 1932, cuando comenzó el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma, ese plano era un verdadero ejemplo para América Latina; en lo económico no tenía otra alternativa que volcar su desarrollo hacia adentro en un mundo proteccionista, y aunque había dado diversos pasos modernizadores no terminaba de alcanzar el crecimiento deseado y el bienestar social requerido.

En 1952, los gobiernos radicales ya estaban agotados y Gabriel González Videla, quien había partido con apoyo y ministros comunistas, se había cambiado de caballo al ritmo de la Guerra Fría: había excluido a los comunistas y además los había puesto fuera de la ley, a través de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia.

Ya no quedaban trazas políticas del Frente Popular que encabezó Pedro Aguirre Cerda, y que, con apoyo de la izquierda, le había dado al periodo de “desarrollo hacia adentro” de la economía chilena un rostro progresista, industrializador y de mayores derechos sociales, logrando así una cierta recuperación de los efectos de la caída económica que venían de la Gran Depresión de 1929 y un cierto ambiente de paz social.

La sociología llamaría años después a ese período el “Estado de Compromiso”, durante el cual se desarrolló un Chile más urbano con un Estado conciliador y desarrollista, en el que la derecha, si bien estaba fuera del gobierno, estaba muy presente en el Parlamento y dominaba el espacio rural que en aquel entonces era decisivo. La estructura patrimonialista y hacendal permanecía impertérrita en el campo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, a América Latina le fue bien económicamente; durante casi treinta años dio un gran paso, dobló su producto aun cuando al mismo tiempo dobló su población, y lo hizo manteniendo su marca histórica todavía presente de inestabilidad política, desigualdad social y altos niveles de pobreza.

Chile, que alcanzaba cada vez más prestigio por su continuidad democrática, progresaba muy lentamente en lo económico. Durante el periodo comprendido entre 1950 y 1970, su PIB per cápita aumentó con un promedio anual de 1,6 %, el proteccionismo que caracterizaba de manera transversal el manejo económico seguía dependiendo en buena parte de las exportaciones del cobre, pero su economía no lograba tomar altura y la inflación era un fenómeno estructural instalado de manera crónica desde 1880, que perjudicaba sobre todo a los asalariados y a los más débiles.

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