Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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En la década del cincuenta, la inflación alcanzó un promedio de 36%, ningún programa para morigerarla dio resultados, provocando más bien un fuerte rechazo social.

En la medida en que el país se adentraba en los años sesenta fue creciendo la sensación de que se requerían cambios más profundos, particularmente en la estructura agraria, la que era percibida como anticuada, injusta e ineficiente.

A este país, en el año 1953, mi padre trajo a vivir a mis abuelos italianos, quienes no se acostumbraron, se aburrían sin su entorno de tierra adentro y sin sus amigos. La brisa marina le causó reumatismo a mi abuelo, y a mi abuela la mandaban a pasear conmigo, lo que era latoso para mí y para ella sobre todo, porque yo le hacía dar vueltas por horas a la manzana. Ella comentaba que todo le parecía idéntico.

Acostumbrado mi abuelo a andar en bicicleta, el cerro no se la ponía fácil, para peor me puso el sobrenombre ridículo de “Titin”, que venía de Ernestín; me duró algunos años hasta que afortunadamente murió de muerte natural.

Los abuelos se devolvieron después de un año a su pueblo y preferían que los fuéramos a ver allá, con justa razón.

Ese mismo año empecé a ir al jardín infantil de la señorita Consuelo, un jardín infantil casi familiar que quedaba muy cerca de nuestra casa; de él guardo recuerdos borrosos y amables. También comencé a estudiar italiano con la señora Firminia Burlando, quien vivía en la esquina de nuestra calle; ella había sido una de las primeras profesoras de la Scuola Italiana en la era fascista, cuando se fundó.

Tenía muchos gatos y un marido con aire distraído, que era lo único sin olor a gato en esa casa y a quien le daba órdenes continuamente.

La señora Burlando tenía un chichón sebáceo en la frente que me provocaba una fuerte obsesión. Cuando ya de grande visité Corea del Norte me pasó lo mismo con Kim Il-sung, el gran timonel de cuarenta millones de coreanos, quien tenía un cototo bastante parecido pero más grande en la parte de atrás de su cabeza donde normalmente está el cuello; no podía despegar los ojos del chichón, quedaba como hipnotizado, lo que me dificultaba seguir las clases o la conversación. Era buena gente, digo, doña Firminia…

De la elección de Carlos Ibáñez del Campo no tengo ningún recuerdo, salvo el de los comentarios desilusionados de mis padres a mediados de su mandato, cuando la inflación llegó al 84% en1955.

Mi madre había votado por él porque prometió combatir la corrupción. En la peluquería de Don Guillermo, en la avenida Playa Ancha, había un afiche amarillento donde Ibáñez salía con una escoba, al lado había otro que mostraba a una huasita en un tren saludando con un pañuelo a un huaso que decía: “Adiós Dolores con Aliviol”.

Su gobierno fue perdiendo popularidad; no contaba con “hombres de trabajo”, decía mi padre. El amor al trabajo venía inmediatamente después del amor a Dios en mi hogar. Mi padre añoraba al Ibáñez del primer gobierno, el de la dictadura y la mano dura, pero en esta vuelta era solo un león herbívoro que rugía muy de cuando en cuando y terminó aislado de la izquierda y la derecha.

Dicen que Ibáñez tenía un sentido del humor un tanto negro. Durante su gobierno encarceló catorce veces a don Clotario Blest, entonces presidente de la Central Única de Trabajadores, en un período de muchas huelgas; después de un tiempo a la sombra “don Clota”, como llamaban al líder sindical austero, católico de izquierda radical y mesiánico, quedaba en libertad y volvía a la carga.

Después de uno de esos períodos llegó a La Moneda con una delegación para conversar con Ibáñez. Este lo recibió muy cordialmente, diciéndole: “¿Cómo está don Clotario, qué gusto de verlo, tanto tiempo, donde se había metido?”.

De la elección de 1958 me recuerdo perfectamente, tenía nueve años durante la campaña. Aunque mis revistas preferidas eran Estadio, Barrabases y El Peneca también leía Topaze , una revista de sátira política y cada vez que llegaba a mis manos no entendía mucho, pero me hacían gracia las caricaturas.

El Pingüino que era una revista pícara, que hoy la encontraría inocente hasta un supernumerario del Opus Dei, estaba estrictamente prohibida en mi casa, pero la leía en casa de amigos. Tampoco eran bien recibidas la revista Okay y Simbad por razones que nunca logré comprender, y cuando recibíamos El Billiken de Argentina y el Corriere dei piccoli de Italia era fiesta.

Mi padre era alessandrista aunque no le disgustaba el lado moderno y europeo de Eduardo Frei Montalva. Por su parte, mi madre decía que no pasaría nada si ganaba Allende porque era de buena familia y no quería que volvieran los radicales con Bossay, a quien le atribuía ser masón; seguramente no sabía que Allende también lo era —los masones en mi casa no gustaban, se los consideraba enemigos de la Iglesia—, y a Bossay también se le atribuía un “negociado con el té”.

Para entender esto del rechazo a los masones, es necesario saber que en mi casa había un libro muy antiguo, de 1875, escrito por don Manuel Carbonero y Sol y Merás, quien era Parmenide Anfrisio entre los Arcades de Roma, camarero secreto de capa y espada de S.S. Pío IX, que se llamaba Fin funesto de los perseguidores y enemigos de la Iglesia, desde Herodes el Grande hasta nuestros días .

Entre ellos había muchos personajes históricos de los cuales uno inocentemente tenía buena opinión. La parte más escabrosa e interesante para un niño que, como yo, no estaba autorizado a leerlo, por ser lectura para mayores, eran las muertes aterradoras y los dolores por los que pasaban los protagonistas antes de su descenso a los infiernos. Entre las cosas que más me impresionaron era que Ana Bolena tenía seis dedos, y parece que algo tenía que ver eso con Belcebú.

En todo caso, Don Manuel, pese a ser muy piadoso, carecía de rigurosidad, pues Herodes el Grande reinó en Judea, Galilea, Samaria e Idumea entre el 37 y el 4 antes de Cristo, y si bien el hombre era malvado, disoluto, paranoico y servil con la dominación romana, mal pudo haber atacado a una Iglesia que por entonces no existía.

El papá de mi vecino y amigo Rolando Fuentes era jubilado de la Aduana y radical “de cogote colorado”, como dicen los mexicanos, quien tenía un gran cartel de Bossay en su casa.

De él recibí mi primera lección de práctica política.

Tomando “tecito” en su casa le pregunté qué era ser radical. Me miró con ojos pícaros detrás de sus gruesas gafas y me dijo: “Ni muy caliente que te quemes, ni muy frío que te hieles”.

Un día corrió la voz de que habría una concentración de Alessandri en la avenida Playa Ancha y que asistiría el candidato; para allá nos fuimos un grupo de amigos a ver qué onda.

Un tipo con voz picuda anunciaba: “Traemos ahora al hijo del León…”. Pero no pasó nada porque antes de que el cachorro comenzara a hablar desde un local electoral de Frei, que quedaba al frente, empezó a sonar estentóreamente un merecumbé.

Un tipo patilludo con el rostro congestionado gritó: “Juventud conservadora al ataque…” y se armó una gresca de proporciones.

Mis amigos y yo, valientes pero no temerarios, salimos corriendo y no supimos más. Fue mi primera participación en un evento político.

Para la elección de Frei Montalva en 1964 tenía quince años y era cadete de la Escuela Militar, por lo tanto debíamos observar una conducta imparcial como nos decía el teniente López, aunque cuando ganó Frei, en la formación de desayuno, nos dijo: “Los quiero bien formados y con cara de triunfo”.

Me había ido a la Escuela Militar no por una particular vocación castrense, sino porque quería tener más autonomía de mi padre quien poseía un carácter muy severo y controlador.

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