Ernesto Ottone - El viejo puerto

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Con este libro pongo fin a mis «ejercicios de memoria», una trilogía que se refiere a las experiencias vividas en tres etapas de mi vida. Si las dos primeras tenían una secuencia en el tiempo, El viejo Puerto vuelve atrás, se retrotrae a la infancia y gira en torno a una ciudad: Valparaíso.
Dividido en tres partes, la primera subraya la originalidad de esta ciudad, en un país cuyas ciudades suelen tender a una cierta uniformidad. La segunda relata la relación de una infancia y una adolescencia en ese espacio singular. Y la tercera parte es del reencuentro después de un largo alejamiento no buscado hasta llegar al presente, momento en el que resulta dolorosamente obligatorio señalar su decadencia y las maneras de iniciar el difícil camino de la recuperación. Los porteños estamos amarrados «como el hambre» a nuestra ciudad. Nunca en los largos años que he estado lejos de Valparaíso he dudado de que ella es mi ciudad, aunque esté hoy malherida y hasta zaparrastrosa.
Este libro, a fin de cuentas, es el de un amor asimétrico entre una ciudad y un habitante, porque es absolutamente cierto que, en las tardes de invierno, esperando «la micro» en la avenida Pedro Montt en la esquina de la Scuola Italiana y frente al templo bautista para volver a casa en Playa Ancha, en medio de la vaguada costera, me embargaba el sentimiento de que el viejo Puerto vigilaba mi infancia «con rostro de fría indiferencia», como dice una vez más con acierto el «Gitano» Rodríguez.
Ernesto Ottone

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El himno popular en materia de canciones es “La joya del Pacífico”, compuesto por Víctor Acosta y Lázaro Salgado en 1941 y popularizada por Lucho Barrios; es la canción de la calle, el restaurante popular y la fiesta familiar.

Su letra es simple y exagera tanto las bellezas de la geografía del Puerto que hoy, con tanto maltrato recibido por la ciudad, podría casi parecer irónica.

El Valparaíso del “Gitano” es más real, complejo, nostálgico y tristón, es más el Valparaíso de los porteños.

Su letra quedó mejor cuando el “Gitano” le hizo caso a Nelson Osorio, un notable profesor de literatura del Puerto.

La letra originaria decía “por qué yo nací pobre y siempre tuve un miedo inexplicable a la pobreza”. Nelson le dijo: “No seas mentiroso, tú no naciste pobre y además los pobres no le tienen un miedo inexplicable a la pobreza”.

El “Gitano” hizo el cambio y el verso creció mucho.

Con esto de las letras de las canciones se producían muchos enredos en esos tiempos. Patricio Manns había escrito la hermosa canción “Arriba en la cordillera” en la que en un verso dice “llevó a mi viejo a robar ganado ajeno” que, digámoslo, es algo redundante porque es imposible robar ganado propio.

El problema es que la cantaba con tal realismo, que más de uno pensó que la canción era autobiográfica. Su madre, una buena señora, directora de una escuela en Chiloé, andaba desmintiendo lo del robo a quien quería oírla.

Como me lo contaron lo cuento.

En su canción Valparaíso, el “Gitano” obvía el tema del pasado omnipresente de Valparaíso cuando dice: “Yo no he sabido nada de su historia, un día nací allí sencillamente”, bellísima frase, aunque intelectualmente coqueta; el “Gitano” conocía de la historia y sobre todo la geografía urbana de Valparaíso.

Nosotros por el contrario haremos ese recorrido, primero lento, anodino, después vertiginoso, y más adelante decadente. Comencemos entonces.

2. Hacia las glorias del siglo XIX

Valparaíso, como no podía ser de otra manera, retorcido como es, tuvo un comienzo misterioso y aproximativo, sus habitantes iniciales parecen haber sido los changos, quienes vivían rudimentariamente, eran más bien nómades y pescadores, también colectores y llamaban Quintil a la zona donde se construyó poco a poco el caserío que llegó a ser Valparaíso. Parece que Quintil quería decir “bahía profunda”.

Los mapuches de la zona eran los picunches, quienes trashumaban entre Concón y el lugar donde se encuentra hoy el Molo de Abrigo, extensión que la llamaban Alimapu, que significa “tierra arrasada por el fuego”. Como vemos, los incendios no son unos recién llegados a la ciudad.

Parece que los picunches no vivían de manera muy diferente a los changos, el idioma común habría sido el mapudungún y ninguno de los dos vivía de manera floreciente.

En 1450 llegan los incas, quienes extendían su imperio y su cultura hacia el sur. Como el territorio costero no era lo de ellos, se quedaron más bien en Aconcagua y parece que establecieron una dominación bastante sofisticada y tranquila; puede ser que su interés haya sido puramente estratégico y quizás parcialmente agrícola. Hacia la costa no quedó gran huella civilizatoria salvo los nombres de lugares de origen quechua, como Quillota, Concón, Limache y Cochoa, entre otros.

El primer español que llegó lo hizo solo, se llamaba Gonzalo Calvo Barrientos y se instaló en las tierras de Quillota. El hombre venía del Perú donde —nos dice el cronista español Pedro Mariño de Lobera— había tenido ciertas “pesadumbres”, quizás deudas, algún adulterio, o una riña de sangre, el caso es que salió muy apurado y se instaló lo más lejos que pudo.

Los españoles llegaron con la expedición de Diego de Almagro en 1536, quien, junto con venir por tierra desde Perú, traía paralelamente una reducida expedición marítima al mando de Juan de Saavedra, que era un extraño marino porque en verdad llegó a la costa a caballo como avanzada de Almagro para encontrar la pequeña carabela el “Santiaguillo”, la que arribó como estaba previsto a la bahía de Quintil a la altura de donde hoy está la plaza Echaurren.

La carabela había zarpado desde el Callao al mando del piloto Alonso de Quintero, quien antes había pasado por otra bahía un poco más al norte, a la cual, dando muestras de poca imaginación pero de bastante engreimiento, la nombró Quintero.

Saavedra, más comedido, bautizó el lugar con el nombre de Valparaíso. Dicen que en honor a su pueblo natal, “Valparaíso de arriba”, en España.

Otras teorías dicen que el nombre se debe al navegante Juan Bautista Pastene, un italiano al servicio del imperio español que llegó varios años más tarde a las órdenes de Pedro de Valdivia en 1544, e impresionado por el anfiteatro de la bahía le habría puesto “Val del paraíso” (“Valle del paraíso”).

A Pastene también se le atribuye el hecho de que a los inmigrantes italianos les digan “bachichas”, ya que en el dialecto ligur sería el equivalente de Battista, pero eso es más fantasioso porque la inmigración italiana es mucho más tardía. Además, les dicen bachicha ( baciccia ) en dialecto o baicin, que sería algo así como bachichita, tal como les dicen a los italianos en Argentina y en Perú.

En todo caso, si la llegada de los españoles fue en 1536, la fundación real de Valparaíso fue en 1544, como puerto natural de Santiago de Nueva Extremadura.

Diego de Almagro quedó bastante decepcionado con su expedición, pues encontró que Chile junto con estar muy lejos carecía de riquezas y le pareció que el territorio era pobre de solemnidad, y que la anterior presencia inca había tenido un objetivo más bien de carácter militar.

Como no valía la pena tanto esfuerzo las endilgó de regreso al Cuzco a disputarle las riquezas que allí había encontrado Francisco Pizarro.

Pero maese Francisco no estaba dispuesto a compartir, así que se dieron con todo, sin miramientos, y finalmente nuestro buen Diego fue derrotado en la batalla de las Salinas en 1538.

Uno de los hermanos de Pizarro, Hernando, que no tenía un carácter dulce y menos aún compasivo, ordenó ejecutarlo en la plaza de armas del Cuzco por estrangulamiento de torniquete y para asegurarse de que no hubiera malos entendidos decapitó el cadáver.

Al rey de España cuando le informaron le pareció que Hernando había exagerado y le pidió explicaciones, que al parecer no fueron satisfactorias, porque lo llevó a España y lo encerró por veinte años en una fortaleza. Los demás hermanos Pizarro no terminaron mucho mejor: Gonzalo fue decapitado en 1548 y al Marqués Don Francisco Pizarro lo acuchillaron los almagristas en 1541. El hombre, pese a tener sus añitos, se defendió heroicamente pero finalmente murió en la riña y lo decapitaron, aunque a medias por el apuro.

No fueron pocos los grandes conquistadores que literalmente perdieron la cabeza en busca de la gloria y las monedas.

Pedro de Valdivia, en este cuadro turbulento, se interesó por Chile al que le encontraba ciertas potencialidades agrarias, además de militares. En 1540 comenzó los preparativos de la expedición que conquistaría Chile y lo haría a él gobernador y capitán general de estos territorios.

Algo de oro había en el estero Marga-Marga, hasta que se acabó.

Como sabemos, después de fundar Santiago siguió al sur, donde la cosa se puso cada vez más pesada y peligrosa para establecer las fronteras del imperio, pues los mapuches de más al sur resultaron quisquillosos, bravos y poco dispuestos a someterse.

No tuvo un fin sereno, don Pedro. Hecho prisionero en la batalla de Tucapel en 1553 gracias entre otras cosas al rol central de Lautaro, le hicieron todo tipo de torturas hasta que murió. Claro que él no había sido menos sanguinario en varias ocasiones con los jefes militares mapuche.

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