—Ya ves cómo se olvidan de rápido las cosas. Albert venía con deseos de verme, pero se vino con su novia, a recorrer los lugares donde jugó conmigo, por todos los rincones que me son tan queridos y que él decía eran nuestros. ¡Claro!, él creería que me quedaría chiquita, o tal vez pensaría que no nos volveríamos a encontrar para recorrerlos juntos otra vez, y trajo con quién hacerlo, aunque yo estuviera aquí, y me tocara verlo recorriéndolos con otra.
Me dolía que hubiera estado con otra en los mismos lugares. Nunca, después de nuestra despedida, en esa tarde en que no nos dijimos adiós, yo me había detenido a pensar en él, ni en eso. Las circunstancias habían cambiado: era Medellín, mi estudio y otras gentes. Pero ahora, esto me dolía y, sobre todo, saberlo tan bien acompañado, ¿qué se iba a preocupar de extrañarme?
—Jorge, ¿crees que solo una amiga se viene con ellos desde Hamburgo?
—No, Nena, no lo juzgues mal; estudian en la misma universidad y están haciendo un trabajo referente a su carrera, y por eso resolvieron venirse juntos, pasaron muy distraídos trabajando y gozando del pueblito, de las bestias, en los paseos a los diferentes lugares; estudiando sobre lo que venían a investigar de los trabajos y cambios en las minas de Colombia. Pero estoy seguro de que él pensaba en ti, porque cuando quería salir conmigo me hacía recordarte, por los comentarios en cada lugar donde descansaba y pienso que para poder recordarte, salía conmigo a los sitios que él quería recordar, por donde ustedes andaregueaban; para recorrer con Hilda siempre salían a caballo a las casas, al pueblo y a las minas.
—Sí, Jorge, pero de todos modos a mí me duele que haya venido acompañado.
—Ellos –dijo Jorge– deben venir dentro de tres semanas, pues Albert ya está terminando su carrera de Ingeniería Civil; va a demorarse porque viene a hacer su tesis sobre la minería en el país y los señores piensan hacer algunas reparaciones mientras Albert hace su trabajo para graduarse.
Yo no le demostré mi emoción a Jorge, pero me sentía feliz, aunque sabía que si venía con Hilda me sentiría en segundo plano ante él, pero me alegraría solo el volver a verle, o mejor, el reconocerle, sin saber cómo resistiría el encontrarnos y no echarme a sus brazos y llorar con él todos aquellos recuerdos, todo aquello que llevábamos tan adentro, en presencia de otra que jamás entendería las expresiones de unos sentimientos que eran únicamente nuestros. Esa amistad con la francesita me dolía; me dolía saber que desde que llegó a Alemania, la francesita estaría siempre a su lado, y que en forma distinta ella estaba ocupando mi lugar. Yo no tenía razón para reprochárselo, pues sería la fuerza de la ruta que el destino nos demarcaba. Ella estaba allí, lo acompañaría a todas partes, como lo había hecho yo, pero en condiciones muy distintas. Las relaciones de ellos nunca serían como las nuestras tan inocentes y limpias; esas ideas revoloteaban en mi mente desde ese momento, mientras Jorge decía:
—Y sabes, Nena: me duele que Albert se gradúe porque ya no lo volveremos a ver por estas tierras; cuando sea un profesional ya no se acordará de nosotros, y ¿a qué va a volver a este país si su trabajo, diversiones y su propia vida no se lo permitirán? Todo en su profesión será muy distinto.
De pronto me di cuenta de que casi oscurecía, y dije:
—Jorge, mañana nos vemos.
—Y todos los días –respondió-–; si no vienes, yo iré a buscarte, preciosa, y gracias por el ratico.
—Gracias por la flor, señor galante –le contesté, mientras caminaba a mi casa, pensando en el extraordinario cambio que se había obrado en su fisonomía de hombre; era un joven alto, en su trato se podía apreciar la influencia del roce con la familia de los Ribert, por su porte, su cultura y todos los ademanes.
Al entrar a la casa, mi madre, que se mecía en una silla del corredor, me dijo:
—Te pasaste toda la tarde en casa de los Ribert, ¿y qué supiste de ellos?
—No, no pasé del estanque; hablé con Jorge únicamente; ¡pero no te imaginas el cambio tan tremendo de su figura! ¿Te acuerdas del flacuchento que nos traía la leche? Es todo un milagro: alto, rozagante, ¡y si vieras qué porte! No entré en la casa, ni Jorge me invitó, yo no quería hacerlo. Pensaba que si pasaba el umbral de esa casa vacía, tendría que hacerlo con lágrimas en los ojos. Mamá, ¿a ti no te daría pesar entrar a verla tan sola?
—Claro que sí, hija –me contestó–, por eso no lo he intentado. Para mí, Mr. Richard y Frau Lenny, como los llamábamos, eran tan queridos casi como mis padres: tan cultos, amables y serviciales. Frau Lenny, una dama alta, robusta, humanitaria y querida en toda la región por sus modales y la forma de atender a todo el mundo, sobre todo a aquellas personas con quienes ellos tenían por cualquier circunstancia que tratar. Su hijo Albert era el complemento de la familia, era su vida y su razón de ser. Albert era blanco, de ojos muy azules que enmarcaban bien en una frente amplia; muy bien formado, de cabello claro; desde su niñez era muy amable y cordial con todos los que le rodeaban; muy responsable, pues estaba educado con esa estricta disciplina de la raza germana. Cuando le recomendaban algo, él, aunque pequeño, sabía responder.
Esa tarde, al llegar a la mesa, dijo mi madre:
—¿Ya viste la correspondencia?
—No –respondí.
—Te llegó una carta y ¡a que no te imaginas de quién!
—No. No puedo imaginarme quién tenga esa osadía de escribirme hasta aquí. –Me paré y fui a darme cuenta de quién podía ser, quién sabría que estábamos en la finca.
Efectivamente. Abrí el sobre y, qué desilusión al leer y comprobar que era del profe de inglés y español, que había ido a Medellín y en la casa le habían dado la dirección de nosotros en la finca. Decía que venía a pasar unos días de vacaciones con nosotros, y que, si hubiera tenido que ir al infierno para verme, gustoso lo habría hecho.
—¿De quién?… –me preguntó mi madre.
—Se nos dañó la fiesta –le dije–, pues el adorado profesor Andrés dice que se viene a pasar unos días de vacaciones con nosotros. ¡Qué te parece! Dizque tiene que hablar conmigo en serio, y que al saber que estábamos en la finca le pareció de perlas. ¡Cómo soy de demalas!
Lo menos que yo podía pensar era eso: ¡qué pereza esto, con ese sujeto andando detrás de mí a todas partes donde siempre prefería estar sola! Eso era tremendo para mí, pues se declaraba como un enamorado loco desde hacía mucho tiempo. Yo supuse que a mis padres no les desagradaba la noticia, mientras que yo pensaba que sería mejor así, pues lo despacharía de una vez, con sus aspiraciones infundadas, porque yo jamás alimenté sus pretensiones. Él, en sí, como novio me aterraba, aunque debía de todos modos atenderlo, porque tenía una deuda de gratitud desde el colegio. Para mis padres él era muy buen conversador y, en efecto, sí era muy ilustrado, pero yo me dormía oyéndoles sus largas polémicas mundiales.
Y después de un viaje desde la población de Venecia, tan pesado, no sería justo recibirlo con cajas destempladas desde su llegada; debería ser afable con él, como lo fui siempre, para hacerle la estadía, si no feliz, sí amable, pero haciéndole entender que en la forma en que él pensaba pasar feliz, no se iba a poder, ya que yo en este momento solo pensaba en contar los días que faltaban para las vacaciones de Albert allí, conmigo, si no venía con su amiguita.
Puse la carta sobre la mesa. ¡Qué angustia la que sentía al pensar que Albert regresara con ella!, pero a pesar de todo creía que no pasaba el tiempo para su llegada. Eran tres semanas para soñar dentro de la duda de la sorpresa que tendría él al encontrarnos ahí. Y me di cuenta de las diferencias que ofrece la vida en los distintos aspectos, a veces despiadada y cruel.
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