Una tarde nos disfrazamos de espantos, con las chamizas y hojas del monte, y en un recodo montañoso, cuando estaba medio oscureciendo, le salimos a la maestra a la que casi le da un síncope; por eso nos encerraron por varias horas en la pieza del diablo o de los avíos (¡lástima que se haya extraviado ese lugar que ayudaba tanto a los padres en cuanto a la obediencia de los hijos!). Allá sí fue cierto que casi acabamos con el cuarto y lo que había en él. Pero el diablo por ninguna parte. Lo que le hicimos a la pobre señorita no está todo escrito, ¡pero ella nos adoraba!…
Las funciones de la escuela se desarrollaban más o menos en esta forma: de siete a once (en la mañana) y de una y media a las cuatro de la tarde. Los sábados eran las reuniones de evaluación de las tareas y el buen comportamiento de la semana. Sacaba los niños al patio en filas impecables y en silencio absoluto. Empezaba a llamar por lista y a hacer las observaciones sobre por qué se había faltado a clases en la semana; luego, se dedicaba a contar los papelitos que daban el equivalente de la conducta y rendimiento de cada alumno, ya que en ellos se basaban los padres para saber cómo iban los niños en la escuela. Nos daba una clase de urbanidad a pleno sol; en ella se recalcaba ante todo el respeto, la obediencia y sumisión a los superiores en cualquier campo, y sobre todo en lo referente al cumplimiento del deber. Ahora, decía la profesora, los deberes de ustedes son muy pequeñitos, pero a medida que los seres crecen, también los deberes son mayores y más difíciles de cumplir. Cuando uno aprende a cumplir bien con ellos, ya no se le hace difícil, porque la responsabilidad debe aprenderse desde pequeño. Examinaba los dientes, las uñas, la ropa interior, y si alguien tenía piojos y niguas, porque muchos iban descalzos, la señorita se las sacaba y mataba los piojos con Polvorrojo.
Hacía el reconocimiento a los aplicados; al que más papelitos había conseguido en la semana le cambiaba por un vale de mayor valor, que le daba derecho a subir al Cuadro de Honor cada mes, y a los desaplicados que le debían faltas, los arrodillaba en el patio mientras terminaba la clase de urbanidad. Para los más pequeños, la clase se terminaba rápido, pero nos mandaba a coger las ramas para las escobas de la semana, porque las escobas viejas eran para lavar los cuarticos; estos eran un encierrito de orillos de madera parada, llenos de rendijas; por la mitad corría la quebradita y en el medio ponían el cajón con un hueco redondo sobre el tablado, que también era de orillos o cáscaras de los trozos de madera que les sacan a los palos para cuadrar las trozas, cuando asierran para sacar las tablas. Uno era para los niños y otro para las niñas.
Con la dirección de una alumna de las más grandes, mandaba a los chicos a cargar agua; la limpieza de los cuarticos se hacía con escobas, totumas y tarrados de agua tirada; otros con escobas empujaban la suciedad que se había recogido en la semana, porque la quebradita era muy pequeña. Con las escobas se iban haciendo cañaditas, y de arriba se tiraba el agua, hasta darle corriente de nuevo. Cuando todo estaba muy limpio, la quebrada y los cuarticos, entonces llamaban a la señorita para que calificara el trabajo, y lo pagaba con vales. Esto servía para calificar la conducta, porque a más vales, mejor conducta, que era la base para subir al Cuadro de Honor y ocupar la primera banca, la de los más aplicados y que la Nena nunca ocupó; en cambio Albert, por su espíritu de servir y ayudar a la señorita en todo, la ocupaba casi siempre. Por estas pequeñas diferencias los padres podían medir el adelanto y conducta de los hijos.
La enseñanza más recalcada por la señorita era la de aprender a cumplir con el deber, porque daba en vida mayores satisfacciones no solo a los padres, sino también a los superiores y luego a la sociedad; allí es donde más se puede apreciar y estimar a las personas. Porque la responsabilidad en la corriente de la vida cimenta la estabilidad, que es lo que ofrecen las personas cuando aportan todo lo mejor que poseen en beneficio de la humanidad. Los lunes la señorita recogía las tareas y ¡ay de quien no las tuviera al día!, pues se ponía furiosa, dejaba media hora arrestados a los incumplidos estudiando la materia, y se paseaba sacudiendo una pretina de cuatro rejos retorcidos que le habían regalado los padres, haciendo pensar que de verdad la asestaría en las piernas de alguien, diciendo:
—Me la regalaron los padres para que les enseñe a obedecer y a estudiar, y estoy dispuesta a hacerme sentir, porque no podemos permitir que ninguno pierda el año.
Recalcaba mucho el servicio a los demás, la hermandad, la humanidad y el respeto mutuo. Infundía algo tan sano y moral en sus palabras y en su ejemplo; los que recibimos de ella la primera educación comprendimos que preparó tan profundamente los espíritus, que esa fuerza se refleja hoy en las actividades de la vida en quienes fuimos sus discípulos, sobre todo en los hijos del míster, que éramos los que estábamos en contacto más íntimo con la señorita.
Los años pasaron. Los señores vivían del trabajo de la mina y además en las labores de las fincas, actividades corrientes de los hombres de esos tiempos; ellos se esmeraban en mantener bellas bestias, cuidar a sus familias y embellecer sus fincas, desafiando la naturaleza y los diferentes accidentes que rigen las cosechas en todos los productos agrícolas. Quienes se dedicaban de lleno a esas actividades tenían que someterse a esos accidentes y reconocer en todos sus detalles la mano prodigiosa y omnipotente del Creador. Quien no ve la mano de Dios en la fuerza de la naturaleza es incrédulo e insensible al desconocer la grandeza, la sabiduría y amor con que Él ha creado todas las cosas.
CAPÍTULO 3
LOS HIJOS DEL MÍSTER
“Los hijos del míster” nos decían y de ellos nos ocuparemos especialmente de ahora en adelante. Yo terminé primaria en la escuela del pueblo y Albert ya iba en segundo de bachillerato. Mientras, los adultos ya no querían trabajar en la mina, los Ribert alistaban viaje para Alemania por los estudios de Albert. Alfredo Fernández había sido nombrado alcalde para la población de Yolombó, y por esto deberíamos trasladarnos a la ciudad de Medellín, lo que afectó muchísimo a mi madre, pues ella era feliz en La Aurora y ahora debería separarse de mi padre para establecerse en la ciudad, donde yo empezaría mis estudios de bachillerato.
Una tarde salimos Albert y yo como siempre a uno de nuestros paseos al río; nos sentamos en el hueco de un viejo búcaro, en donde descansábamos después de nuestras excursiones; estábamos rendidos por la pesca y la caminada y mirábamos cómo un par de pichones saltaban cerca de nosotros, tratando de alzar sus primeros vuelos, mientras escribíamos bobadas en la arena con la punta de palos que nos servían de bordones unas veces, y otras, de caballitos de palo.
Fuimos dos chiquillos levantados en un ambiente de inocencia, sin más compañía que el uno para el otro, y todas las casas de las fincas eran como nuestras. Nuestras casas eran de quienes las necesitaran, ya que la convivencia en ellas era como de una familia grande. Todo lo que pasaba en la comunidad era sentido y auxiliado por todos; por eso nosotros vagábamos por todo el territorio de la mina sin Dios y sin ley, porque cada trabajador y sus hijos cuidaban de nosotros como si fuéramos de su propia casa.
Nosotros, la parejita del míster, salíamos a paseos cotidianos esa tarde; estábamos recordando cómo peleábamos cuando salíamos a coger mariposas o animales para los álbumes; cómo nos agarrábamos del pelo, nos dábamos de trompadas y nos insultábamos; muchas veces también en las pesquerías peleábamos en el río, y nos íbamos a las manos, a veces nos caíamos al agua y teníamos que llegar a la casa a escondidas de los viejos, para cambiarnos de ropa. Esto sucedía cuando el uno no quería cederle al otro lo que pedía; llegábamos a la casa furiosos, jurando no volvernos a juntar nunca; pero al otro día, el uno salía en busca del otro, como si no hubiera pasado nada. Habíamos repasado ya los años anteriores de nuestras maldades, y esa tarde, cuando nos dimos cuenta de que era pasada la hora, nos alistamos para regresar a la casa, y me dijo Albert:
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