Los preparativos para el viaje estaban listos; mi padre estaba en la finca, organizando lo necesario para nuestra estadía y a fines del mes vendría por nosotros para pasar allí todos reunidos la Nochebuena. Quería que nos preparáramos para los tres últimos meses de vacaciones, allí en ese lugar, el que más quería toda la familia.
CAPÍTULO 5
CRUEL JUGADA DEL DESTINO
Sueña, sueña en el presente, porque mañana quizás no veas los primeros destellos de la aurora
C. R. B.
Llenos de ilusiones todos estábamos ansiosos y en un día brillante, con la brisa que refrescaba el ambiente, felices emprendimos el viaje. El tren llegaba ya hasta Camilo C., y luego seguíamos en bestia; de allí llegaríamos a Bolombolo que era la posada obligada; íbamos despacio, cogiendo frutas silvestres, ciruelas y algarrobas, descansando a la sombra de los frondosos árboles, por una trocha estrecha, por donde escasamente cabía la bestia, a veces apartando las ramas con las manos, para evitar que golpearan el rostro del jinete. El viaje era fatigante por lo malo de las trochas, los fangales y a ratos debido al sol candente en las riberas del río Cauca.
Por momentos reposábamos esperando que el calor cediera un poco aunque llegáramos tarde a la posada y dejando descansar los animales para que no se les hiciera muy dura la jornada, ya que en Bolombolo los viajeros siempre dejaban descansar las bestias siquiera medio día; pero mi padre tenía urgencia de llegar y por eso tratamos de hacer el viaje en los tres días. De Bolombolo, el viaje fue trepando la bravía cordillera y atravesando por entre el monte y las pocas aberturas que se iban perfilando a medida que los trabajos del ferrocarril avanzaban, ofreciendo posibilidades a la agricultura y al desarrollo general de la región.
De Bolombolo salimos temprano, y al atardecer del tercer día llegamos medio muertas a La Aurora, descuidada y triste, sin flores en los corredores, distinta de como la habíamos dejado cinco años atrás. Por el tiempo que hacía que no montábamos, estábamos rendidas y maltratadas. Arreglamos lo más importante y nos acostamos a dormir.
Eso creíamos, pero no fue sino a descansar. Yo oía a mis padres en sus comentarios de lo que era dejar las cosas en manos extrañas, que la finca ya no era la misma; oí a mi padre decir que siquiera ya la iba a vender, ya que no podía volver a ella como antes y administrarla de cerca. Mientras yo, desde que supe que volveríamos a la finca me entusiasmé mucho, empecé de nuevo a pensar en los rinconcitos de nuestros escondrijos, en la quebrada, en nuestro charco preferido, en el sapito Pepe, en los cafetales y los caminos a la escuelita, es decir, en los lugares que fueron centros de mi diversión en la niñez.
Esa noche, especialmente, recordé las palabras de despedida de Albert: “Tú puedes volver pronto y yo desde allá te acompañaré por todos los lugares”. Pensaba esa noche en lo que habría sido de ellos; si ahí encontraríamos noticias o tal vez jamás volveríamos a saber nada, pues la distancia era muy grande, aunque la casa de ellos aún estaba ahí. ¿Pero sería de ellos todavía?
Yo quería saber de todos, pero en especial de Albert. Y pensaba: si ya vendieron, nunca tendré la oportunidad de volver a tener noticias de ellos. Pasaban las horas sin poderme dormir, pero me consolaba que al menos tenía esos recuerdos tan hermosos; y poco a poco me fui durmiendo hasta muy avanzada la mañana.
Al despertar, en lo primero que pensé fue en salir a la quebrada y me dije: si vinieron a la finca, veré si recordó la promesa y la cumplió. El bramar de los terneros, la bulla de los peones y el ajetreo del ordeñadero, los arrieros con las cargas de caña para la máquina –pues se acercaban los días de la molienda–, el alegre cacarear de las gallinas me recordaron cómo Albert y yo salíamos, con los aspavientos de ellas, a cazarles los nidos llenos de huevos, y algunas veces, de polluelos.
Desperté como de un sueño; me parecía imposible estar ahí de nuevo y poder sentir aquellas impresiones; volvía a sentir la felicidad que imaginaba sería igual al encontrar esas cosas que nos habían hecho tan felices en la infancia, y creí gozar al recorrer de nuevo uno a uno cada lugar, sin pensar que ahora no sería lo mismo, porque yo ya no era niña, tenía ya diecisiete años y, por consiguiente, ya no corría por las mangas, no jugaba como antes, ni podía irme al establo a ponerles pereque a los mozos; y al salir al patio y ver la casa de los Ribert, sentí un hondo vacío al no ver a Albert a la espera, como siempre, para las cacerías.
Desde ahí empecé a pensar que ya la estadía no sería lo que yo esperaba, pero a pesar de eso salí a la quebrada y en el trayecto volví a revivir aquellas cosas que tenía casi muertas en mi memoria: veía las bestias, casi ninguna era de las nuestras; a los peones no los conocía y las vacas las habían cambiado o habían muerto; los rastrojitos donde nos escondíamos ya eran montes; lo único que corría igual era el agua que nos arrulló en las tardes y en nuestros juegos.
Me desvestí y me fui caminando lentamente por la orilla. Sentía más fría el agua y más lento su murmullo; como que ella extrañaba al ser que faltaba en ese concierto y me sentía tan triste, que me provocaba llorar al unísono con el murmullo de la quebrada. Me bañé rápido y salí del agua, como si alguien me dijera: “Vete de ahí!”, y eso me hacía comprender que todo había cambiado en mi vida, al dejar de ser niña, y que las cosas también habían sido cambiadas por el paso del tiempo; los lugares eran los mismos y las cosas serían iguales, pero solo en la mente, porque en verdad eran recuerdos que llevaría en el alma como un relicario para poder acariciarlos, como pajas de un tibio nido que hacía tiempo había quedado vacío, pero que quería guardar en el cristal de mi imaginación, para que no se deslustrasen y que mientras viviera estarían siempre presentes en mis añoranzas.
Al pasar por el establo y ver todo distinto, caras desconocidas, sentí amargura al solo pensar cómo cambian las cosas en tan corto tiempo. Era yo, iba con los míos, era la misma finca, con las mismas cosas; pero ¡qué distinto todo lo que me rodeaba! Todo giraba sobre mi cabeza como unas mariposas que aleteaban sobre mí sin lograr atraparlas.
Llegué sin pensarlo a la casa. Me senté a mirar el pasado, cuando llegó la criada a decirme que si ya quería pasar al comedor. No la conocía; era una hija de un agregado; seguro no era de las de la escuelita porque la hubiera reconocido al instante. Cuando llegó mi madre me dijo:
—¿Qué tal, hija? ¿Cómo te encuentras? Me imagino que tan desconcertada como yo. ¿No te parece todo como abandonado? Tenemos que ponernos a arreglar nuestras cosas temprano, porque por la tarde se vuelve el trabajo muy perezoso y seguro querrás salir a recorrer los predios que recorriste de niña, o a la escuela, o a bañarte.
En el comedor hicimos el mismo comentario que en la mente ya me había hecho en mi pequeña correría: decíamos que nada estaba igual. Nos dedicamos a trabajar organizando nuestras cosas y algo de los enseres de la casa que estaban muy descuidados, y así se nos fue el día. Ya eran las cinco de la tarde.
—Bueno; hoy no hacemos más, me voy al baño –le dije a mi madre.
Pero yo en el día, mientras trabajaba vagaba por todas partes, recorría con la imaginación todos los sitios que nos eran comunes y viajé a todos con Albert: recorrí con él de la mano las mangas, el monte y la máquina de moler caña; era viernes de molienda; recorrí las gabelas pidiendo miel para los blanquiados y peleando con los mozos; ordeñando las vacas en la manga. ¡Cómo tomábamos leche en nuestras totumitas! Todo, todo lo recorrí con él, luego salí para el baño a pasar un ratico con el recuerdo en el arroyo y a pasar por el árbol para saber si los Ribert habían llegado antes que nosotros, y Albert había cumplido la promesa que habíamos hecho el día de la despedida.
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