Nos dimos cuenta muy pronto de que si la población de Australia crecía, las nuevas personas simplemente consumirían más de todo, cuando en realidad tendríamos menos de todo, a excepción del calor. Entonces, un aumento de, digamos, 10 por ciento en la población habría significado una disminución de 10 por ciento en nuestro nivel de vida. Para evitarlo, restringimos la inmigración a neozelandeses, estudiantes, migrantes calificados y trabajadores temporales. Si una persona no pertenecía a alguno de esos grupos, no podía ingresar a Australia salvo para una breve visita. Reforzamos nuestro departamento de inmigración para hacer cumplir esas reglas.
Aunque la tasa de fecundidad necesaria para una población estable es de aproximadamente 2.1 hijos por mujer, a principios de siglo la tasa de Australia era de sólo 1.76. Eso significó que no tuvimos que implementar controles de población como lo hicieron muchos otros países. Sin embargo, sólo para estar seguros, establecimos un programa educativo masivo que mostraba lo que sucedería si la población de Australia aumentaba tanto en los siguientes cincuenta años como lo había hecho en los cincuenta previos, y pedimos a cada familia que hiciera su parte. A pesar de la objeción de la Iglesia católica, proporcionamos todas las formas de anticoncepción sin costo alguno. Hicimos que los abortos fueran seguros, fáciles de conseguir y gratuitos, sin preguntas. El resultado fue que la población de Australia disminuyó de veintidós millones en 2010 a dieciocho millones en 2050. Esa reducción tuvo el mismo efecto per cápita que si hubiéramos aumentado los recursos en alrededor de 20 por ciento.
Pocos países se adaptaron al calentamiento global tan bien como Australia y estamos orgullosos de eso. Conocíamos la sequía como pocos y usamos ese conocimiento a nuestro favor. Pero teníamos otra ventaja: nuestro aislamiento. Como el mundo ha aprendido por las malas, los países que mejor se adaptaron al calentamiento global se convirtieron por lo común en mecas para los refugiados climáticos. Si Australia hubiera tenido vecinos al otro lado de una frontera, como la suya con México, o incluso al otro lado de un mar fácilmente navegable, como el estrecho de Gibraltar, sin duda los refugiados climáticos también nos habrían invadido. Pero no tenían forma de llegar aquí, excepto en barco. Algunos lo intentaron en botes improvisados desde Filipinas e Indonesia, pero nuestra guardia costera los detectaba pronto.
Por otro lado, nuestro aislamiento y el colapso de los viajes internacionales destruyeron nuestros ingresos turísticos. La Gran Barrera de Coral solía generar casi siete mil millones de dólares anuales, pero ¿quién querría venir a ver su esqueleto? ¿Quién querría observar a Uluru en medio de la nada? Cualquiera que quiera ver la desolación, tal vez ni siquiera necesite salir de casa.
Aun así, en conjunto, creo que nuestro aislamiento ayudó. Es extraño pensar que la ubicación de Australia en las antípodas, que fue la razón por la que los británicos enviaron a nuestros antepasados prisioneros a esta isla en primer lugar, resultó ser nuestra salvación.
¿Qué le depara el futuro a Australia?
Nadie puede saberlo, ¿verdad? Nuestro aislamiento ciertamente ha dejado nuestro destino en nuestras manos. Dado que el comercio internacional y el transporte marítimo se han interrumpido, lo que sea que necesitemos lo debemos cultivar o fabricar nosotros mismos. Me duele decir esto, pero un país tan seco y sin forma de importar productos no puede alimentar a tanta gente como la que ahora vive en Australia. Nuestros agrónomos estiman que si se abandona la mayor parte del oeste y el interior, y se concentra a la gente en áreas que todavía tienen suficiente lluvia y no son insoportablemente calurosas, Australia podría sostener una población de alrededor de diez millones. Suponiendo, por supuesto, que el calentamiento global no empeore de manera constante. Entonces cualquier cosa puede pasar aquí y en todas partes.
Doctora Emerson, si hace décadas la gente hubiera podido prever el futuro y comprender lo que le sucedió a Australia, ¿cuál cree que hubiera sido la lección?
Esa pregunta me hace pensar en mi abuelo. Cuando era joven, le encantaba leer ciencia ficción de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En particular, un género llamado ficción postapocalíptica, en el que los autores imaginaban el mundo después de una guerra nuclear global. Cuando era adolescente, encontré muchos de esos libros en su biblioteca y los leí. Algunos tenían un inmenso poder: recuerdo La tierra permanece , Cántico por Leibowitz y, en especial, La hora final , del famoso autor Nevil Shute. Estos libros hicieron que los lectores entendieran el verdadero peligro de una guerra nuclear y, sin duda, ayudaron a prevenirla. Ninguno tuvo más impacto que La hora final . Se ubicaba después de una guerra nuclear en el hemisferio norte, pero antes de que las consecuencias mortales llegaran a Australia. Sin embargo, se estaban acercando y todos lo sabían, lo que daba una poderosa sensación de muerte inminente a los australianos y a la tripulación de un submarino estadunidense que se encontraba estacionado en Australia.
La hora final le mostró a la gente de todo el mundo que ningún rincón de la Tierra, por distante y aislado que se encuentre, puede escapar a los efectos de la guerra nuclear global. Lo mismo ocurre hoy en día con un desastre global que nadie en la época de Shute habría podido imaginar. Australia está tan bien posicionada como cualquier otro país para evitar lo peor del calentamiento global. Sin embargo, aunque tal vez tome algo más de tiempo, sus efectos llegarán; ya no hay duda de que eso sucederá, lo único que no sabemos es cuándo. Para la gente del mundo, no hay ningún refugio a salvo del calentamiento global. La atmósfera, que Shute imaginó llevando las mortíferas precipitaciones atómicas y que ahora lleva un exceso de CO 2, llega a todas partes. Ésa habría sido la lección para la generación de nuestros abuelos: si dejas que el calentamiento global ocurra, ningún país podrá escapar.
Patrick Thornton es profesor jubilado de la Universidad de California en Santa Bárbara. Su especialidad académica fue el papel del calentamiento global provocado por el hombre en los incendios forestales, lo cual, es triste decirlo, llevó su laboratorio justo hasta la puerta de su casa.
Profesor Thornton, cuénteme cómo se estableció su familia en Santa Bárbara .
Originalmente, éramos kiwis. * Mi abuelo fue el primero; llegó en la década de 1960. Finalmente se convirtió en profesor de geología en la Universidad de California en Santa Bárbara. Su hijo, mi padre, hizo lo mismo, así que yo lo traía en la sangre y me convertí en la tercera generación en dar clases allí. Santa Bárbara es donde nuestras raíces se establecieron y fue un gran lugar, con una de las mejores universidades del mundo y el insuperable clima mediterráneo. Se podría decir que Santa Bárbara todavía tiene un clima mediterráneo, porque ambos lugares son 8 °F [4.4 °C] más calientes que cuando llegaron mi abuelo y mi abuela. O podría decirse que ya no existe el clima mediterráneo.
Lamentablemente, la Universidad de California en Santa Bárbara es una pálida sombra de lo que fue en su apogeo; la base impositiva que sostenía el sistema de esta universidad se redujo más de lo que nadie podría haber imaginado cuando nací, en 2005. Las grandes universidades fueron uno de los mejores inventos humanos, pero ahora todas están sufriendo y muchas ya han cerrado. Para fines de este siglo, varias más lo habrán hecho y en algún momento del próximo siglo, la última universidad habrá desaparecido.
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