Si la ración de la ciudad de 75 galones por persona por día no lograba ahorrar la suficiente agua, la ciudad podría reprogramar remotamente las válvulas para un límite más bajo. Cualquiera podía ver que eso iba a suceder. La sanción por alterar las válvulas de cierre era una multa y una ración todavía más pequeña. Una infracción reincidente le daría al propietario dos años de cárcel, sin posibilidad de reducción de la cadena por buen comportamiento. En caso de que alguien no captara el mensaje, las vallas publicitarias electrónicas de la ciudad publicaban videos de los últimos estafadores del agua que se habían sometido a una “caminata de delincuentes” pública.
Tener que sobrevivir con 75 galones y luego menos, a medida que la ciudad bajaba la ración, cuando sólo dos décadas antes el residente promedio de Phoenix había consumido más de 200 galones [757 litros] por día, significaba que debíamos cambiar la forma en que vivíamos. Las familias tenían que considerar los presupuestos de agua de la misma manera que los financieros, pero había una gran diferencia. En ese entonces, una familia aún podía pedir dinero prestado o cargar las compras a una tarjeta de crédito, pero nadie en Phoenix iba a prestar o a vender agua, ni siquiera por dinero en efectivo.
Modernizamos nuestras casas con inodoros de bajo nivel, grifos que funcionaban sólo por unos segundos y bañeras. Olvídate de tomar una ducha, ya nadie hacía eso y, de todos modos, tener una regadera en tu casa era ilegal. En cambio, nos bañábamos en la tina una vez a la semana, como se solía hacer en los días de los pioneros, y usábamos aguas grises para tirar de la cadena de nuestros inodoros. Algunos de nosotros ahorrábamos todavía más agua mediante el uso de orinales o instalando retretes al aire libre.
Las autoridades prohibieron regar el jardín y pronto dejó de haberlos. Cerraron decenas de campos de golf alrededor de Phoenix. En ese entonces, tener una mancha verde en tu propiedad era invitar a la policía del agua. A medida que más personas abandonaron sus hogares, los jardines se secaron y se perdieron en el viento.
El problema fue que estas medidas de conservación no funcionaron. Claro, el consumo per cápita se redujo, pero la gente todavía seguía mudándose aquí en la década de 2030, a pesar de las señales de advertencia de que no habría suficiente agua o electricidad. Siempre parece haber una brecha entre la percepción de las personas y la realidad. Si reduces el consumo promedio a la mitad, pero duplicas la población, te encuentras de regreso justo donde empezaste. Como no puedes obligar a la gente a mudarse, lo único que sí puedes hacer es restringir el agua y luego ir bajando cada vez más la ración.
Estar al aire libre a mediodía era jugarte la vida. Aunque ya me había ido, en la década de 2040 Phoenix era tan caluroso, y a veces incluso más, que el Valle de la Muerte en 2000. Lo único que se podía hacer era quedarse dentro y, cuando tenías que salir, correr hacia el próximo refugio con aire acondicionado. Pero el aire acondicionado requería energía eléctrica y la escasez de agua hizo que las presas hidroeléctricas produjeran menos, así que muy pronto la ciudad también comenzó a racionar la electricidad. Ya no se podía contar con que encontrarías uno de esos refugios con aire acondicionado. Al mediodía, las calles y aceras de Phoenix se quedaban prácticamente vacías. Nunca más se vieron niños o mascotas afuera. Y los ancianos tenían sus propios problemas. Para ellos, el aire acondicionado era una cuestión de vida o muerte, y debido a aquellos que no podían pagarlo o no tenían forma de irse, Phoenix obtuvo la más alta tasa de mortalidad de personas mayores en comparación con cualquier otra ciudad del país.
Casi todos los aspectos de la vida en el centro de Arizona habían ido empeorando. Hacía mucho tiempo que había pasado la época en que cualquiera podía aferrarse a la ilusión de que el calor y la sequía eran parte de algún ciclo natural, y que los residentes de Arizona podíamos esperar a que terminara. Por muy malas que fueran las cosas, iban a empeorar y se quedarían así hasta donde cualquiera alcanzaba a ver. Para los estadunidenses, sobre todo los del suroeste, hogar del sueño americano, ése era un concepto nuevo.
Observé a mis padres envejecer prematuramente cuando se dieron cuenta de que sus últimos años no serían ese tiempo agradable para el que habían planeado y ahorrado. Cualquiera podía ver que lo más inteligente era salir de Arizona, pero con miles de casas nuevas y vacías, en subdivisiones a medio terminar y sin agua, los precios de las casas se habían desplomado. Como mis padres no pudieron recuperar el valor de nuestra casa, no contaban con el capital ni el crédito para comprar una nueva en un clima más fresco y húmedo, donde, en cualquier caso, la demanda había hecho que los precios de las casas estuvieran fuera de alcance. Las parejas más jóvenes dispuestas a arriesgarse a menudo simplemente se alejaban de sus casas e hipotecas, sin siquiera molestarse en cerrar las puertas, porque sabían que nunca volverían. Pero para los ancianos, irse no fue una opción. Para mí lo fue, y en 2032, les dije a mis padres y a Phoenix un triste adiós y me dirigí a Canadá.
Marta Soares es una antropóloga brasileña y la última directora de la Fundando Nacional do Indio (funai, por sus siglas en portugués), la Fundación Nacional Indígena, cuya misión había sido proteger los intereses y la cultura indígenas. Con la señora Soares está Megaron Txcucarramae, un indígena nativo de Brasil y el último miembro superviviente de la tribu metyktire, una de las ramas del pueblo kayapo. Primero entrevisto a Megaron, gracias a la traducción de la señora Soares, y luego la entrevisto a ella.
Señora Soares, le pido que por favor presente a su amigo .
Aunque estemos hablando por teléfono, debe saber que Megaron Txcucarramae lleva el característico tocado de kayapo — cabeça-vestido , como decimos en portugués—, hecho con plumas de guacamaya roja y oropéndola verde. Megaron deseaba llevar esta reliquia familiar en honor a la entrevista y dijo que le daría el ánimo para contarles la triste historia de su pueblo. Su vida abarca la destrucción de la selva amazónica y el trágico final de una forma de vida que existió durante miles de años antes del hombre blanco. En la vida de esta sola persona, la Amazonia se convirtió de un Jardín del Edén en un lecho de cenizas, y Megaron ha sido testigo de esa destrucción.
He pasado mucho tiempo con Megaron y su gente. Traduciré sus preguntas a su idioma para él y sus respuestas en inglés para usted.
Megaron: Ahora soy un anciano y mis días están contados. Me dicen que soy el último miembro vivo de la tribu metyktire y les creo, porque no he conocido a otro metyktire en muchos años. He sobrevivido a mis hijos e incluso a mis nietos. Murieron de las enfermedades del hombre blanco y algunos, creo, de perder la esperanza. Sin embargo, hay algo peor que sobrevivir a tu propia sangre, y es sobrevivir a todos los miembros de tu tribu e incluso al bosque que ha sido tu hogar desde los tiempos antiguos.
Alguna vez, la gente del bosque fuimos tantos como los pájaros. Ahora incluso los días de los kayapo son pocos. El verde bosque que alimentó a nuestra gente desde el principio de los tiempos casi ha desaparecido y pronto nosotros nos habremos ido también. No reconocemos este mundo y, por mi parte, no tengo interés en vivir en él por mucho tiempo más.
Nací en el año 1994 según su calendario, y nunca vi a un hombre blanco hasta los 13 años. Nosotros, los metyktire, habíamos decidido muchos años atrás evitar el contacto con los blancos, porque nuestros chamanes predijeron que traerían el mal sobre nosotros. Nos separamos de los kayapo y nos retiramos a las profundidades del bosque. Excepto por algunas reuniones casuales, nunca vimos a otro hombre o mujer que no fueran los miembros de nuestra propia tribu. Pero para su año 2007, sólo quedábamos ochenta y siete de nosotros. Muchos eran ancianos y algunos estaban enfermos. Nuestros mayores pudieron ver que pronto los metyktire seríamos unos cuantos, y que el fuego, las enfermedades, las tormentas o la sequía podrían acabar con nosotros fácilmente. Decidieron entonces que no teníamos más remedio que salir de nuestro escondite en la jungla y reunirnos con los kayapo. Enviamos a dos de nuestros hombres a reunirse con ellos y nos saludaron como hermanos perdidos hace mucho tiempo. Estábamos aterrorizados de tener que encontrarnos con un gran número de personas blancas, de las que sólo habíamos oído hablar, pero los kayapo nos protegieron y permitieron que sólo un pequeño equipo de médicos y enfermeras nos examinara. Tenían miedo de que, habiendo estado fuera de contacto con cualquier otra sociedad durante tantas décadas, pudiéramos contraer algunas de las enfermedades de su hombre blanco. Algunos de nosotros nos enfermamos, pero nadie murió. Ahora estoy acostumbrado a la piel blanca, pero en ese entonces fue una terrible conmoción.
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