Estrella Correa - Quédate conmigo, por favor
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Berta entra poco después con un café capuchino en cada mano, su forma de darme los buenos días y animarme. Se sienta frente a mí. Aunque se fue de la fiesta poco antes de que pasara todo, sabe que algo ocurrió y que mi relación con Alejandro no se encuentra en su mejor momento. No ha preguntado, y yo he evitado hablar del tema. Con todo, mi estado de ánimo y varias miradas han sido suficientes entre nosotras para entendernos sin tener que dar explicaciones.
—¡Hola, chicas! —Victoria interrumpe nuestra conversación sobre las entrevistas que varios medios de comunicación nos solicitan. La publicidad siempre es buena, necesaria por rentable; así que le indico a mi ayudante y amiga que lo agende para media mañana. Realizaré las llamadas después—. ¿Tenéis ya modelito para la gran gala? —Se sienta junto a Berta. Se refiere a la fiesta de Navidad de MKD. Esa que no me apetece en absoluto y de la que, como ya he sido avisada por la «Súper Detective Victoria», es imposible escapar. Me parece curioso cómo se entera de todos los cotilleos antes incluso de que ocurran, y parece no haberse percatado de que la relación entre el jefazo y yo ha terminado. Al menos, no del todo. Tampoco he hablado con ella, pero alguna vez durante estos días se ha dirigido a mí como la Primera Dama y yo, por no enfrentarme a la situación, no la he sacado del error. Berta tampoco lo ha hecho, que yo sepa. El evento se celebrará la semana que viene, unos días antes del día de Navidad. No sé mucho sobre el tema. Llevo toda la semana enterrada en papeles, a propósito, para esconderme, tratando de que el tiempo pase lo más rápido posible—. Si no es así, podemos ir de compras mañana. ¡He visto un vestido en una boutique de Malasaña que quita el hipo! —habla entusiasmada.
—¿No hay que ir disfrazada? —pregunta Berta, confusa. Yo también creo recordar que comentó que cada año trataba de una temática diferente.
—Por lo visto este año va de versos. —Nos miramos extrañadas—. Sí, sí, de versos. Al entrar nos darán un sobre con algún poema conocido sin terminar. Durante la noche tenemos que encontrar la otra mitad que podrá estar en posesión de cualquier persona.
—¿Y dónde será la fiesta? —pregunto distraída. Un primor si optan por la no obligación del disfraz.
—En el Hotel Silken Puerta Madrid. —Mala noticia lo que acabo de escuchar. Se me hiela la sangre. ¿En serio? ¿Qué le he hecho yo al puto universo? Hace años que trato de evitar pasar incluso por la puerta. Me trae recuerdos dolorosos que he tratado de olvidar. El hotel donde celebramos la fiesta de graduación. El mismo en el que encontré, o creí encontrar, a Álvaro acostándose con otra.
Joder. No podía ser en otro lugar.
Mierda de Karma.
En ese momento, mi móvil comienza a sonar y vibrar sobre la mesa. Echo un vistazo y leo el nombre de la persona que llama. Algo me dice que no debería seguir ignorando al Inspector Hidalgo; sin embargo, lo hago. Apago el altavoz evitando que suene y sigo la conversación que mantienen mis compañeras. Todavía guardo la nota que encontré sobre mi mesa del despacho el día que entraron en la galería sin saber qué hacer con ella, sin imaginar que pueda significar algo importante.
—Tengo que dejaros. La mañana se presenta movidita. ¿Nos vemos para el almuerzo? —se despide Victoria.
—De acuerdo.
—Yo no puedo. He quedado con Roberto —Me disculpo.
La recepcionista nos deja a solas y seguimos con el trabajo. Leo correos, devuelvo llamadas y concierto una reunión para el lunes con un marchante de arte interesado en algunas de las obras.
A media mañana, entre llamadas a revistas, programas de radio y varios medios digitales, Roberto me envía un mensaje en el que me pregunta si nos vemos a las dos en María Antonieta, un bar de tapas no muy lejos de aquí. Le respondo con muchas caras sonrientes, cierro la aplicación de WhatsApp y dejo el móvil sobre la mesa. Otra vez siento el estómago revuelto. Me levanto y llego al baño justo a tiempo. Me refresco la cara y me doy un poco de colorete. Voy hasta la cafetería, que se ubica dos plantas más abajo, y que no suelo frecuentar, y compro una palmera de chocolate, me apetece algo dulce.
Espero al ascensor para subir de nuevo al piso 212; pero después de más de cinco minutos parada de pie, pierdo la paciencia y subo por las escaleras. Me doy cuenta al instante que tengo que hacer más ejercicio. Desde que hui de las clases de yoga, me falta mucha elasticidad y resistencia. Debería poner remedio, soy muy joven para ahogarme después de treinta y seis escalones. Me viene a la mente cierto Dios Griego del Sexo con una resistencia sobre humana… Mierda.
Mierda. Mierda.
A la una y media llaman a la puerta y Berta entra con una sonrisa de oreja a oreja.
—Tienes una visita.
—Parece que hayas visto a los Reyes Magos.
—Roberto es un regalo mucho más agradable a la vista. —No sabía que lo veía de esa forma. Mi amigo es un bombón que gusta a cualquier persona que se sienta atraída por el sexo masculino, sin embargo, mi ayudante nunca había hecho ningún comentario al respecto, que yo recuerde.
Me levanto y este cruza la puerta de mi oficina hasta llegar a mí y darme uno de sus abrazos.
—Creí que habíamos quedado dentro de media hora en María Antonieta.
—He terminado antes y me he pasado a saludar —miente. Viene a comprobar cómo estoy. Y no me refiero a la quemadura de la mano que, por cierto, me duele una barbaridad. Quiere comprobar si cierto jefe que me ha dejado sola y desvalida ha vuelto y ronda el lugar.
—Salgo a comer. Si necesitas algo, llámame al móvil —se despide Berta de nosotros.
Por fortuna, María Antonieta no está repleto de gente. Se agradece poder hablar y respirar en un gastrobar tan moderno y pintoresco. No recuerda a la reina destronada a la que cortaron la cabeza. No. Todo lo contrario, una oda al color y a la alegría. Macetas amarillas, verdes, azules y rojas adornan todas las paredes y la vegetación crece en cada esquina. Tiene un patio interior cubierto por cristaleras que dejan traspasar la luz natural. Hoy luce un sol radiante a pesar de que el mes de diciembre nos acompaña desde hace varios días. Nos sentamos cerca de un bonsay olivo y pedimos una botella de agua. A ninguno de los dos nos apetece tomar nada fuerte hoy.
—Tengo algo para ti. —Sonríe y deja una cajita sobre la mesa.
—No es necesario. —Le devuelvo el gesto y apoyo mi cabeza en su hombro. Estamos sentados casi uno al lado del otro.
—Es un regalo. Lo encargué para tu cumpleaños, pero no llegó a tiempo. —No me extrañó que no me regalara nada ese día. A Roberto no le importan las fechas, él da cuando realmente lo siente, que, por suerte, es siempre—. Vamos, ábrelo. No me hagas sentir mal.
Cojo la cajita azul con las manos y la abro con cuidado. Algo brilla en su interior. Lo toco con la yema de los dedos, doy un suspirito de satisfacción y lo saco. De mis dedos pende un precioso colgante de oro blanco y circonitas con mi nombre en un tamaño no muy grande.
Miro a Roberto que despliega una sonrisa de oreja a oreja. Me conoce bien y sabe cuánto me gusta.
—Gracias. —Me tiro sobre él y lo abrazo—. Es maravilloso. Me encanta —susurro junto a su oído.
—Te quiero.
—Yo también te quiero. —Vuelvo a mi sitio y se la doy indicándole que me la ponga. Cuando ha terminado, me giro para que vea lo bien que me queda.
Nos traen la comida, cuatro tapas muy bien surtidas, y pedimos el postre. Mientras degusto un trozo de tarta de galletas con chocolate, Roberto se sincera.
—No me voy a acostar más con Sara. —Lo miro extrañada. No porque no lo vaya a repetir, sino más bien no entiendo por qué me lo cuenta—. Solo quiero que lo sepas.
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