Estrella Correa - Quédate conmigo, por favor
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—Juré a mamá que siempre cuidaría de ti —escupe contra mi cara. Me suelta y se aleja un paso—. No quiero volver a verte.
—Sabes que eso es imposible.
No contesta. Camina de nuevo hasta la ventana y pierde la mirada en la lejanía.
—Perdóname. No lo merezco, pero lo necesito —suplico.
—¿La sigues queriendo?
—Más que a nada, pero te ha elegido a ti.
Escucho cómo coge aire con fuerza y lo suelta despacio.
—Eso cree ella, pero se equivoca. Está tan desorientada como tú. Lo he visto. No entiendo cómo no me he dado cuenta antes.
—No… —intento explicar tantas cosas que se amontonan en mi garganta, pero no sale ninguna.
—Vete, Álvaro. Tal vez algún día podamos hablarlo.
Respiro y, tras unos breves segundos, giro sobre mi cuerpo y dejo de luchar contra lo que deseo: que mi hermano no me mire con rencor. Camino hasta la puerta y me detengo antes de cruzarla.
—Sé que te ama —Reconocerlo en voz alta me cuesta tanto como respirar bajo el agua.
—No más que a ti. Y eso no lo soporto.
—Lucharé. Quiero que lo sepas —Me sincero del todo.
—Si vuelves a hacerle daño, te mataré.
Llego a casa debatiéndome entre lo que dice mi cabeza y me dicta el corazón. Solo escucho barullos inconexos trazando líneas irregulares en mi mente. Muy pocas cosas veo claras y muchas menos tienen sentido. Solo una de tantas resalta escrita con letras gruesas sobre lo demás. Mis intenciones no han cambiado a pesar de todo lo que ha pasado. Volví a por ella y no me voy a ir sin conseguirlo. «Quiero que seas feliz. Si es él quien puede conseguirlo, tendré que aprender a dejarte ir». Esto le dije el viernes en su cumpleaños antes de que todo se desmoronara; y la dejaría marchar si estuviera seguro de que sería feliz así.
Entro en la habitación y abro el segundo cajón de la mesita de noche. Saco de él la caja morada de terciopelo que guardé hace un par de semanas al llegar de París. Me la llevé con la intención de encontrar la oportunidad de ofrecerle el anillo que guardo en su interior. Como una promesa y una forma de perdón. Supe, no obstante, que no sería fácil volver a hacerla mía. Mía con mayúsculas. En cuerpo y alma.
Abro la cajita sobre mi mano izquierda y miro la sortija con anhelo. Codiciando lo que un día tuvimos, lo que un día fuimos, lo que significamos el uno para el otro. Sentirse el centro del universo de alguien es una sensación maravillosa. Sentir a alguien como tu universo lo es aún más. Sin reservas, sin condiciones, sin ambicionar nada, solo la creencia de que tu mundo gira en torno a esa persona. Y dárselo todo, eso forma parte del juego, pero, cuando ese todo se convierte en recelo y desconfianza, el primer planteamiento consiste en descubrir cómo cambiar las cosas desde la base. Daniel no confía en mí ni en el amor que siento por ella. Mi error fue de dimensiones descomunales, y todo el daño que le he causado no se olvida de la noche a la mañana.
Cierro el estuche y vuelvo a meterla dentro del cajón de la mesita de noche. No la guardo en la caja fuerte. Tal vez, algún día, no muy tarde, acepte mi regalo y toda la vida que deseo darle.
El domingo me despierta el sonido incesante de mi teléfono móvil. La luz entra a raudales por el gran ventanal. Me tapo la cara con el antebrazo y palpo sobre la mesita de noche tratando de que cese el estridente ruido. Descuelgo y me lo llevo a la oreja.
—¿Hasta cuándo van a durar tus vacaciones? —pregunta Jean con el tono desenfadado que siempre le acompaña, sin embargo, no me pasa desapercibido el toque duro e impaciente en su voz. Algo le preocupa.
—¿Desde cuándo trabajas los domingos? —contesto después de tragar saliva.
—Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
—¿Sucio? Tú no te has manchado las manos en tu vida.
Escucho su risa al otro lado de la línea mientras me incorporo, pero está distorsionada, esconde algo detrás de ella. Me siento en el borde de la cama. Me toco el pelo y la cara con la mano que tengo libre.
—Dime cuál es la verdadera razón por la que llamas. —Para de reírse y en el tono se nota cómo estará cambiando su semblante a uno mucho más serio y contraído. Tras un breve silencio, contesta claro.
—Ha ocurrido algo.
—¿Qué pasa?
—Álvaro, no te pongas nervioso. Lo solucionaremos.
—¿Qué ocurre?
—No tenemos noticias desde hace un par de días, no se ha puesto en contacto con ninguno de nosotros en el momento acordado…
—¡Jean…!
—Lucie ha desaparecido.
Tras escuchar esto último, me pongo de pie, introduzco los dedos entre mi cabello y tiro de él.
—¿Qué?
Cojo un avión dos horas después con dirección a París. El trayecto se hace eterno. La preocupación no me deja pensar en otra cosa. No me perdonaría jamás que le pasara algo a Lucie. Es…, es especial. El jet privado de Jean me espera en el aeropuerto. Adrien me recoge y me lleva hasta mi apartamento en el barrio de Montparnasse. Noto que algo ocurre justo al pararme en la cancela de hierro de tres metros del portal. Nunca está abierta. Miro hacia arriba y alguien ha dejado una especie de gancho para inutilizar el cierre electrónico. Alzo la mano y lo aparto. Miro a la calle en todas direcciones y Adrien, que espera de pie junto al coche, me observa con interés.
—¿Ocurre algo, señor?
Niego con la cabeza y le repito que no tardaré demasiado.
Encuentro la puerta del piso abierta. Entro y solo veo enseres tirados por el suelo. El sofá rajado, los cuadros descolgados de las paredes. Miro a un lado y a otro comprobando que no hay nadie. Inspecciono la cocina, habitaciones y el cuarto de baño. La puerta de la terraza está cerrada y también las ventanas. Han debido entrar y salir por la puerta.
Cojo el teléfono y marco su número.
—Han estado aquí.
El lunes por la tarde aún no he dormido. No tenemos noticias de Lucie. Lo prioritario, que la encontremos. Muchas cosas están en juego, el peligro que corre, su vida, lo primero. Me tiro en el sofá del ático de Jean y una de las chicas que trabaja para él me sirve una taza de café. Me la bebo de un sorbo, y le pido algo más fuerte. Tres whiskies después, todo se ve de diferente forma. Mentira, nada ha cambiado, pero el túnel de canalización se ha abierto bastante. Cierro los ojos y su sonrisa triste me cruza la mente. Daniel… Siempre la tengo presente; sin embargo, el problema que tenemos entre manos absorbe lo bastante como para obviar el hecho de que la echo de menos sin condiciones.
Saco el teléfono del bolsillo y escribo un mensaje a Dani. Siento la tentación de llamarla, pero desecho la idea. Entiendo que necesita tiempo después de lo que ha pasado. Mi cansancio supera niveles de peligro, tanto, que me cuesta mover los dedos.
«Dani. No sabría por dónde empezar. Siento tanto lo que pasó... Estoy muy preocupado por ti. Me hubiera gustado estar hoy en Madrid, pero no he podido retrasar más el viaje. No volveré hasta el viernes. Dime que estás bien. Por favor, llámame».
Tiro el móvil sobre la mesita baja que tengo al lado y cierro los ojos. No espero que me conteste. Tal vez se ha dado cuenta que ninguno de los dos somos buenos para ella y ha decidido sacarnos de su vida. No me extrañaría que lo hiciera. Solo le hemos dado problemas y decepciones. Somos dos indeseables incapaces de quererla como se merece.
Lucie…, ahora mismo, encontrarla se encuentra en la pole position de mis preocupaciones. Un minuto después el móvil me anuncia que he recibido un mensaje.
«Estoy bien».
1
NI UN PERO MÁS
—Despierta, Oso Yogui.
Mmm, refunfuño y me quejo agazapada entre las sábanas de mi cómoda y calentita cama.
—Llevas dormitando tres días. Se acabó la hibernación. O te levantas, o le meto fuego a la habitación contigo dentro.
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