«¡Frena, Dani, que te embalas!».
Enfadada conmigo misma y por la reacción de mi cuerpo, opto por pasar de él y ni le contesto. Recojo mi mini bolso de Tous de la encimera, me hago la digna y salgo del baño sin mirar atrás. Sólo he recorrido un par de metros y, aún en el pasillo que separa el baño de las salas, el engreído me coge del codo y tira de mí. Me giro enfadada y le grito sin contenerme:
—Oye, no me toques, ¿quién te crees que eres?
No dice nada. Cada vez está más... ¿molesto? Sólo pasa un segundo, pero siento cómo intenta serenarse. Y, sin soltarme, baja acariciando la piel de mi brazo hasta rodear mi muñeca, me abre la mano y posa sobre ella el pintalabios que acabo de utilizar. En ese momento, algún tipo de electricidad recorre mi brazo hasta el estómago y de ahí baja a lo más profundo de mi ser. Sin soltarme, atrapa mi mirada y juraría que él siente el mismo latigazo que yo. Sus ojos vidriosos, su respiración y la manera de dejarse caer sobre una de sus piernas me lo confirman. Nos mantenemos así unos breves segundos hasta que decido que ya es suficiente y tiro de mi brazo para apartarme.
«¡Cabrón enchaquetado engreído!».
—Gracias —levanto la mano enseñando el pintalabios. Y giro sobre mi cuerpo rezando para no caerme mientras logro llegar a mi mesa.
—¿Qué te pasa? Parece que has visto un fantasma —me dice Sara con una sonrisa.
—Sí, un fantasma. Tú lo has dicho —y seguimos con nuestra cena, riéndonos de todo y de nada en particular.
Tras hora y media y dos botellas más de vino, terminamos de cenar y salimos de aquel sitio que me tenía un poco asfixiada. Al salir a la calle, vuelvo a reparar en Fernando, se acerca a mí y con desdén me apunta que ya he bebido suficiente.
—No, sólo un poco. La noche es joven y tú deberías serlo también —contesto.
—Por favor, compórtate un momento, voy a presentarte a... —y aparece ante mí el cabrón engreído enchaquetado de hace un rato que me mira con gesto serio.
—Dani, él es Alejandro Fernández. Alejandro, te presento a mi hermana pequeña, Daniel.
—Dani. Encantada de cono... cerle.
Al darnos la mano vuelve a recorrerme la electricidad de hace un rato y los dos nos soltamos ante tal descarga de energía.
—El placer es mío —dice secamente.
Nos quedamos en silencio y mi hermano salva la situación sin proponérselo despidiéndose de mí. El hombre de metro noventa, perfectamente ataviado, de ojos azules y cuerpo de escándalo, me mira sin disimulo. Me siento una niñata que no sabe manejar la situación. Se da media vuelta y yo me quedo sin saber qué coño ha pasado.
3
EN LOS BRAZOS DE MORFEO
Nueve años atrás.
Facultad de Bellas Artes.
Dos semanas en la facultad y aún no acierto con el horario de las asignaturas y mucho menos dónde están las clases. Estoy bastante perdida. Por eso hoy he decidido levantarme más temprano y no llegar tarde, pero de nada me ha servido. Ahora mismo corro por un pasillo sin saber si es el adecuado. Freno en seco. Leo Sociología de la Comunicación en un cartelito marrón con letras blancas. Presumo de atinar con la puerta. La abro con cuidado y, sin hacer mucho ruido, me deslizo hacia la última fila intentando no llamar demasiado la atención, pero fracaso estrepitosamente en mi propósito. Tropiezo con el bolso que alguien ha dejado en el suelo y pido perdón bastante ruborizada. El calor se apodera de mi rostro. Mientras me siento, escucho a lo lejos:
—Vuelve a llegar tarde, señorita...
—Sánchez —concluyo—. Disculpe, no volverá a ocurrir.
Mal empezamos. Esto no puede terminar bien. Giro la cabeza hacia mi derecha y me están observando los ojos más negros y profundos que he visto en mi vida. Sin bajar la vista hacia su boca, su mirada me hace entender que se está riendo... de... ¿mí?
—¿Qué te hace tanta gracia? —susurro.
El dueño del regazo sobre el que he caído no contesta, vuelve a sonreír y gira la cabeza. Pasa de mí.
«¡Será imbécil…! Estupendo, me he sentado al lado del simpático de la clase».
El profesor habla sobre la estructura de la parte general, el aspecto más común de la comunicación. Intento atender y escuchar, pero el dueño de esos labios me tiene obnubilada, son carnosos, rosados..., deben de ser dulces y caramelizados. Posee una mandíbula cuadrada, pelo castaño, ojos negros... Si a esta cara le acompaña un buen culo..., ¡me lo quedo! Como diría Marta, mi compañera de juergas del instituto a la que no veo desde hace más de dos meses, está de coge pan y moja. Y huele a hierba fresca y frutas del bosque..., a mermelada…
«Es imbécil... Pero cómo será besarlo...».
Cuando me doy cuenta, ha terminado la clase y espero que todos se marchen para poder disculparme con el profesor. Aprovecho para visualizar si mi nuevo no-amigo tiene el culo que me imagino. Y... efectivamente, lo tiene. ¡Madre mía! El muchacho es un dios griego, la espalda cuadrada, cintura estrecha, piernas torneadas... Con la boca abierta, se me cae la baba. Me obligo a espabilar antes de que el profesor Ramírez se vaya de la sala. Me levanto y le pido disculpas prometiéndole que no volverá a ocurrir.
Hoy no me da tiempo de volver para comer en el piso compartido donde vivo, así que decido quedarme en la facultad y estudiar un rato antes de la siguiente clase por la tarde. Me compro un sándwich y una botella de agua en la cafetería y me tumbo en el césped bajo un árbol. Estamos en el mes de octubre y todavía hace una temperatura maravillosa. Como siempre, me pongo a leer una novela romántica y así desconecto un poco de todo.
Respiro tumbada boca arriba, con mis Ray-Ban puestas, escuchando Story de Maroon 5 en mi iPod y los pies descalzos sobre la hierba. La sombra fresca de la arboleda me baña el cuerpo entero.
¡Qué tranquilidad...!
En ese momento alguien se sienta a mi lado y me pregunta por lo que leo. No lo escucho. No lo siento.
Al instante siguiente, esa misma persona, tira del cable de mis cascos y me llevo un susto de muerte.
—Pero, ¿de qué vas? —le digo con mala cara.
—¿Qué lees? —pregunta sin preocuparse.
—Y tú eres...
—Álvaro.
—Y te sientas a mi lado porque...
—Nos conocemos de clase.
—No nos conocemos. Es más, creo que te reías de mí.
—Veo que me recuerdas. Algo es algo —sonríe.
—Atrévete a quererme.
—¿Qué? —pregunta totalmente desconcertado.
—'Atrévete a quererme'. Es el libro que estoy leyendo.
Nos quedamos unos breves segundos en silencio mirándonos, se recuesta a mi lado, se pone su iPod y cierra los ojos. ¡Y vuelve a pasar de mí! No hay quien entienda a los tíos. No es que tenga mucha experiencia con ellos, pero los odio. Me quedo observándolo y decido no pensar demasiado. Hago lo mismo, me tumbo, cierro los ojos y, escuchando música, me quedo un poco traspuesta.
Al cabo de un rato, abro los ojos y miro hacia donde sesteaba mi nuevo amigo imbécil y grosero, pero se ha evaporado. Recojo todo y vuelvo a clase. De camino a mi destino, caigo en la cuenta de que me falta la novela. Vuelvo sobre mis pasos unos metros para recogerla, me la he debido dejar tirada en el césped, pero freno en seco porque creo saber quién se la ha llevado prestada.
*******
Actualidad.
Bailamos en el Club Adara. Me muevo demasiado con estos zapatos… y bebemos en exceso…, desfasando. Otra vez.
No sé muy bien dónde está Sara. Desapareció con un tipo hace más de una hora. No pude ver de quién se trataba. Roberto y Sofía brincan a mi alrededor como si el mundo fuera a acabar mañana.
Empieza una canción bastante sensual para el ritmo que llevamos y quiero ir a sentarme, pero Roberto cree que no es buena idea, me coge de la cintura, me aprieta contra él y comienza a movernos de una manera muy erótica. Casi prohibida. «¡Ay, Robertito, no me hagas esto que hace mucho que no pillo cacho!». Mi amigo empieza a darme suaves besos por el cuello, sube hacia mi oreja izquierda y, cuando me quiero dar cuenta, me está metiendo la lengua hasta la garganta.
Читать дальше