Robert Silverberg - Hacia la estrella oscura

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Robert Silverberg

Hacia la estrella oscura

Llegamos a la estrella oscura, el microcéfalo, la chica adaptada y yo, y comenzó nuestra lucha. Para empezar, diré que formábamos un grupo bastante deficiente. El microcéfalo provenía de Quendar IV, el lugar donde crean a esa gente de piel gris y grasienta, con los hombros inclinados y casi sin cabeza. Él —o aquello— era por lo menos un alienígena. La chica no. Por eso la odiaba.

Ella provenía de un mundo situado en el sistema de Proción, donde la atmósfera es, poco más o menos, del mismo tipo que en la Tierra, pero con una gravedad el doble que la nuestra. Había otras diferencias también. Era muy gruesa de hombros, de cintura. Un bloque de carne. Los cirujanos genéticos habían partido de material humano en bruto, pero lo habían transformado en algo casi tan alienígena como el microcéfalo. Casi.

Éramos un equipo científico, según decían. Destinado a observar los últimos momentos de una estrella moribunda. Un gran proyecto interestelar. Se eligen tres especialistas al azar, se meten en una nave y se envían al universo para observar lo que el hombre jamás ha visto. Una idea magnífica. Noble. Inspiradora. Conocíamos bien el tema. Éramos los científicos ideales.

Pero no sentíamos deseos de cooperar, porque nos odiábamos mutuamente.

La muchacha adaptada —Miranda— se ocupaba de los controles el día en que la estrella oscura apareció ante nuestros ojos. Se pasó horas estudiándola antes de dignarse comunicarnos que habíamos llegado a nuestro destino. Sólo entonces sonó el zumbador en nuestras habitaciones.

Entré en la sala de exploración. El grueso cuerpo de Miranda desbordaba de la silla ante la pantalla principal. El microcéfalo estaba en pie junto a ella, una figura achaparrada sosteniéndose sobre las piernas huesudas a modo de trípode, con los hombros encogidos hasta casi ocultar aquella cúpula reducida que era la cabeza. No existe ninguna razón, en verdad, para que el cerebro de un organismo haya de estar en el cráneo, y no instalado con toda seguridad en el tórax, pero aún no me había acostumbrado a la vista de la criatura. Me temo que no soy demasiado tolerante con los alienígenas.

—Miren —dijo Miranda. Y la pantalla se iluminó.

La estrella oscura se hallaba en el centro de la misma, a una distancia aproximada de ocho días luz (lo más cerca que nos atrevíamos a llegar). No estaba completamente muerta, ni oscura del todo. La contemplé aterrado. Era algo enorme, como cuatro masas solares, los restos imponentes de una estrella gigantesca. Brillaba en la pantalla lo que parecía ser una enorme extensión de lava. Islas de cenizas y escoria, del tamaño de algunos mundos, giraban en un mar de magma fundido y destellante. La luz, de un rojo oscuro, amenazaba con quemar la pantalla. De color negro contra el fondo escarlata, la estrella agonizante latía todavía con su antiguo poder. En la profundidad de aquel monstruoso montón de escoria, el núcleo seguía gimiendo y respirando. En tiempos, el brillo de esta estrella había iluminado un sistema solar. No me atrevía a imaginar los billones de años transcurridos desde entonces, ni a pensar en las posibles civilizaciones que saludaron a la fuente de toda luz y calor antes de la catástrofe.

—Ya he tomado los datos térmicos —dijo Miranda—. La temperatura de la superficie es de novecientos grados por término medio. No hay posibilidad de tomar tierra.

La miré furioso.

—¿De qué sirve la temperatura media? Sea más específica. Una de esas islas…

—Las masas de ceniza irradian calor a doscientos cincuenta grados. En los intersticios, la temperatura es de mil grados en adelante. Todo funciona a una media de novecientos grados, y cualquiera que bajara ahí se fundiría en un instante. De todos modos, amigo, por mí puede ir. Si quiere. Le otorgo mi bendición.

—No dije…

—Usted sugirió que podría haber un lugar seguro para aterrizar en esa bola de fuego —gruñó Miranda. Su voz era de un bajo profundo, ya que su pecho constituía una enorme caja de resonancia—. Puso maliciosamente en duda mi capacidad de…

—Utilizaremos la cápsula de rastreo para efectuar la inspección —intervino el microcéfalo con voz razonable—. Jamás se habló de un plan para aterrizar en la superficie de la estrella.

Miranda se serenó. Yo contemplé con espanto la visión que llenaba nuestra pantalla.

A una estrella le cuesta mucho tiempo morir, y la reliquia que contemplaba me impresionó por su desmesurada edad. Había brillado durante billones de años hasta que el hidrógeno, su combustible, se extinguiera al fin y aquel horno termonuclear empezara a expulsar su contenido. Una estrella tiene ciertas defensas contra el enfriamiento. Al disminuir su provisión de combustible, comienza por contraerse, elevando la densidad y convirtiendo la energía potencial gravitacional en energía térmica. Entonces toma nueva vida, se convierte en un pigmeo blanco, con una densidad que se eleva a toneladas por centímetro cúbico, y sigue ardiendo de modo estable hasta que se oscurece al fin.

Hemos estudiado esos pigmeos blancos durante siglos y conocemos sus secretos… o creemos conocerlos. Un trozo de materia de un pigmeo blanco se mantiene ahora en órbita en torno al observatorio de Plutón para incrementar nuestra iluminación.

Pero la estrella de nuestra pantalla era distinta.

En tiempos, había sido una estrella muy grande, mayor que el límite de Chandrasekhar, 1,2 masas solares. Por lo tanto, no se contentó con reducirse paso a paso a la condición de un pigmeo blanco. El núcleo estelar se hizo tan denso que la catástrofe llegó antes que la estabilidad. Cuando hubo convertido todo su hidrógeno en hierro-56, cayó en un colapso catastrófico y se convirtió en supernova. Una onda de shock atravesó el núcleo, convirtiendo la energía cinética del colapso en calor, vomitando neutrinos. La envoltura de la estrella alcanzó temperaturas por encima de los doscientos mil millones de grados. La energía térmica se transformó en radiación intensa, surgiendo de la estrella agonizante, y esparciendo la luminosidad de una galaxia por un momento breve y espasmódico.

Lo que ahora veíamos era el núcleo que había quedado tras la explosión de la supernova. Incluso después de aquella violencia extrema, lo que aún restaba intacto tenía un tamaño impresionante. Aquella envoltura destrozada llevaba siglos enfriándose, enfriándose hasta su muerte definitiva. Para una estrella pequeña, la aniquilación habría consistido en la simple muerte por enfriamiento: un último estallido. Y los restos girarían en el vacío como un horrible montón de cenizas, sin luz ni calor. Pero éste, nuestro núcleo estelar, seguía más allá del límite de Chandrasekhar. Le estaba reservada una muerte especial, una muerte espantosa e improbable.

Y por eso habíamos venido a verlo perecer, el microcéfalo, la muchacha adaptada y yo.

Puse nuestra pequeña nave en una órbita que dejara amplio espacio a la estrella. Miranda se entregó a las medidas y computaciones. El microcéfalo tenía cosas más abstrusas que hacer. El trabajo estaba muy bien dividido y cada uno teníamos nuestras tareas. El gasto de enviar una nave a una distancia tan grande había limitado necesariamente los miembros de la expedición. Sólo tres: un representante de los seres humanos, un representante de los pueblos adaptados de las colonias y un representante de la raza de los microcéfalos, nativos de Quendar, los únicos seres inteligentes, aparte de nosotros, en el universo conocido.

Tres científicos consagrados a su trabajo. Tres seres que, en consecuencia, vivirían en serena armonía durante el curso del trabajo, ya que todo el mundo sabe que los científicos carecen de emociones y sólo piensan en sus secretos profesionales. Todo el mundo lo sabe… De todas formas, ¿cuándo empezó a circular ese mito? Dije a Miranda:

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