Robert Silverberg - Hacia la tierra prometida

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Robert Silverberg

Hacia la tierra prometida

Vinieron a buscarme en pleno mediodía, a la hora de Apolo, cuando sólo a un loco se le ocurriría salir al desierto. Estaba muy concentrado en mi trabajo y no estaba de humor como para que me secuestraran. Pero hacer que aquellos individuos atendieran a razones era como pretender que el río Nilo fluyera hacia el sur. Sencillamente, no eran razonables. Sus ojos emitían un brillo metálico y tenían cerradas la boca y la mandíbula como un cepo, a la manera estreñida que tanto gusta a los fanáticos. Anduvieron pavoneándose en mi pequeño estudio atestado de cosas, husmeando en las pilas tambaleantes de libros y manoseando el manuscrito de mi relato casi acabado sobre la caída del Imperio. Eran como dos fuerzas inmensas e irresistibles tan remotas y terroríficas como dioses del viejo AEgyptus que renacieran. Me sentía indefenso ante ellos.

El mayor y más alto dijo llamarse Eleazar. Para mí era Horus, por su nariz aguileña. Parecía un egipcio y llevaba la túnica blanca de lino de un egipcio. El otro, bajo y de recia musculatura, con un rostro de babuino digno deTot, me dijo que era Leonardo di Filippo que es, claro, un nombre romano. Tenía también cierto aire empalagoso, propio de un romano. Pero yo sabía que él no era más romano que yo. Como tampoco el otro era egipcio. Los dos hablaban en hebreo, y con una soltura que ningún extranjero podría nunca adquirir. Eran dos israelitas, individuos de mi propia y desconocida tribu. Quizá el padre de Di Filippo no profesara la fe o quizá, simplemente, le gustara fingir que era uno de los dueños escogidos del mundo y no otro más del pueblo perdido de Dios. Nunca lo sabré.

Eleazar me examinó. Primero, en una foto mía que había en la sobrecubierta de mi relato de las Guerras de Reunificación y, después, dirigiendo la mirada hacia mí, como si intentara convencerse de que yo era realmente Nathan ben-Simeón. La fotografía estaba tomada hacía quince años. Entonces tenía la barba negra. A continuación golpeó ligeramente el libro, luego me señaló con un gesto inquisitivo. Yo asentí.

—Está bien —dijo. Me pidió que preparase una maleta, rápidamente, como si me fuera a marchar a Alejandría de fin de semana—. Moisés nos ha enviado a buscarte. Moisés te necesita.Tiene importantes trabajos para ti.

—¿Moisés?

—El líder —dijo Eleazar, en un tono que normalmente uno reservaría para un faraón o quizá para un Primer Cónsul—. Aún no sabes nada sobre él, pero pronto lo harás. Todo AEgyptus pronto le conocerá. El mundo entero.

—¿Qué es lo que quiere vuestro Moisés de mí?

—Vas a escribir la crónica del Éxodo para él —contestó Di Filippo.

—La historia antigua no es mi especialidad —le dije.

—No estamos hablando de historia antigua.

—El Éxodo tuvo lugar hace tres mil años, y ¿qué es lo que puede decirse de él a estas alturas, aparte de que fue una condenada vergüenza que no salió bien?

Di Filippo pareció perplejo por un momento. Entonces dijo:

—No estamos hablando sobre ese Éxodo. El Éxodo es ahora. Está a punto de suceder. El nuevo, el verdadero. El otro, el que ocurrió hace mucho tiempo fue un error, un paso en falso.

—¿Y este nuevo Moisés vuestro quiere repetirlo? ¿Por qué? ¿No se quedó satisfecho con el primer fracaso? ¿Necesitamos otro? ¿Dónde vamos a estar mejor que en AEgyptus?

—Ya lo verás. Lo que Moisés está haciendo será lo más grande desde lo de la zarza ardiente.

—Ya basta —dijo Eleazar—.Ya deberíamos habernos puesto en marcha. Coge tus cosas doctor Ben-Simeón.

De modo que realmente pretendían llevarme con ellos. Sentí miedo e incredulidad. ¿De verdad me estaba pasando a mí todo aquello? ¿Podía resistirme a ellos? No dejaría que ocurriera. Había llegado el momento de mostrar firmeza, pensé. Yo sería el sabio que se apoya en su autoridad. Seguramente no harían nada por la fuerza. Pese a cualquier otra cosa que pudieran ser, eran hebreos. Ellos respetarían a un sabio, al melamed , el hombre instruido. Brusca, seca, paternalmente me negué con un gesto de la cabeza.

—Me temo que no. Sencillamente, no es posible.

Eleazar describió un pequeño gesto con la mano. Di Filippo se acercó amenazante hacia mí y su fornida presencia pareció expandirse de manera aterradora.

—Vamos —dijo serenamente—. Tenemos un coche esperándole fuera. Es un viaje de cuatro horas y Moisés nos dijo que teníamos que estar allí antes de la puesta de sol.

Volví a sentirme indefenso.

—Por favor, tengo trabajo por hacer…

—A la mierda con su trabajo, profesor. Empiece a hacer su equipaje o nos lo llevaremos tal como está.

La calle estaba vacía y en silencio, con ese aspecto de desamparo que al mediodía hace que Menfis parezca una ciudad abandonada cuando el sol alcanza su cénit. Caminaba entre los dos. Era un prisionero que trataba de mantener la calma. Al volver la vista atrás, a las viejas y maltrechas fachadas grises del barrio hebreo donde yo había pasado toda mi vida, me preguntaba si alguna vez volvería a verlas, qué ocurriría con mis libros, quién guardaría mis documentos. Aquello era como un sueño.

Desde el oeste soplaba un viento fuerte y polvoriento, el cielo enrojecía de manera que parecía que el Delta entero estuviera en llamas y el calor de mediodía era tal que bastaría para purificar un cerdo. El aire olía a fritanga, a flores de azahar, a estiércol de camello, a humo. Habían aparcado en el otro extremo de la plaza Amenhotep, justo detrás de la enorme estatua en ruinas del faraón, probablemente con la esperanza de que le llegara algo de sombra, pero a esa hora no había sombra en ninguna parte, y el coche era un auténtico horno. Di Filippo condujo y Eleazar se sentó atrás, conmigo. Yo me quedé completamente quieto, sin apenas respirar, como si pudiera construir una esfera de invulnerabilidad a mi alrededor manteniéndome inmóvil. Pero cuando Eleazar me ofreció un cigarrillo se lo acepté con tal repentina ferocidad, que me miró lleno de asombro.

Rodeamos el hipódromo y la Gran Basílica, donde los magistrados de la República celebran los juicios, y nos unimos al escaso flujo de tráfico que entraba por la vía Sacra. De modo que nuestra ruta era en dirección este, saliendo de la ciudad, atravesando el río y hacia el desierto. No hice preguntas. Estaba aterrorizado, aturdido, enfadado y supongo que hasta cierto punto intrigado. Era una paralizante combinación de emociones. Así que me senté tranquilamente y recé para que aquellos hombres y su líder me dejaran tranquilo lo antes posible y me devolvieran a mi hogar y a mis estudios.

—Esta asquerosa ciudad… —masculló Eleazar—. Esta Menfis. ¡Cómo me asquea!

La verdad es que a mí siempre me había parecido magnífica y hermosa. Una prueba de mi asimilación podría decir alguien, aunque íntimamente yo me sentía muy israelita, en lo más mínimo egipcio. Incluso un hebreo debía admitir que Menfis era una de las grandes ciudades del mundo. Es la ciudad más majestuosa a este lado de Roma, como dice todo el mundo y yo estoy dispuesto a creerlo, aunque nunca haya traspasado las fronteras de la provincia de AEgyptus en mi vida.

Los espléndidos viejos templos de la vía Sacra desfilaban a lado y lado del coche: el templo de Isis, el templo de Serapis, el templo de Júpiter Amón y todo el resto, unos cincuenta o cien, a lo largo de la gran avenida, cuyas aceras están flanqueadas con esfinges y toros. El templo de Dagon, el de Mitra y el de Cibeles, el de Baal, el de Marduk, el de Zoroastro, un templo para cada dios y cada diosa que alguien se imaginó alguna vez, excepto, naturalmente, para el Único Dios Verdadero, al que unos pocos hebreos preferíamos rendir culto a nuestro modo privado, tras los muros de nuestro propio barrio. Los dioses de toda la Tierra habían ido a parar allí, a Menfis, como el lodo del Nilo. Por supuesto, casi nadie se los tomaba ya muy en serio, ni siquiera los supuestos fieles. Sería una estupidez fingir que ésta es una época religiosa. El santuario de Mitra aún acoge a algunos fieles y, naturalmente, el de Júpiter Amón. La gente va a sus templos a hacer negocios, a ver a los amigos y quizá, a solicitar favores a los cielos. El resto de los templos bien podrían ser museos. Nadie entra en ellos excepto los turistas romanos y japoneses. No obstante ahí siguen, muchos de ellos tienen miles de años de antigüedad. En esta tierra nunca se tira nada.

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