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Robert Silverberg: Hacia la tierra prometida

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Robert Silverberg Hacia la tierra prometida

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—¿Y funcionará? —conseguí decir finalmente.

—No cabe ninguna duda —me respondió Moisés—. Nuestras mejores mentes han creado todo lo que aquí ve.

Me presentó a algunas de aquellas lumbreras. Curiosamente, nadie tenía el radiante semblante que a Moisés le daba su celo fanático. Se trataba de individuos sosegados, serios incluso, imbuidos de una profunda y serena confianza.Tres o cuatro de ellos se turnaron para explicarme la teoría de la nave, su mecanismo de propulsión, su sistema de dirección, su método para escapar de la fuerza de atracción terrestre. La cabeza empezó a darme vueltas. Sin embargo, me sentí arrollado por su poder de convicción. Me hablaban de «combustión», de «aceleración», de «neutralización de la fuerza gravitatoria». Hablaban de «masa», «propulsión» y «velocidad de escape». Apenas entendía una décima o una centésima parte de lo que decían, pero me formé una imagen de un coloso rompiendo sus cadenas y remontando el vuelo, jubiloso, de un salto triunfal desde el suelo hasta los reinos desconocidos. ¿Por qué no? ¿Por qué no? Todo lo que hacía falta era el combustible adecuado y una explosión controlada, me decían ellos. Si golpeas la Tierra con la fuerza suficiente, debes ascender con la misma fuerza. Sí. ¿Por qué no? En unos minutos comencé a creer que aquella locura de la nave interestelar muy bien podría ser capaz de ascender entre una explosión de llamas y salir disparada hacia las tinieblas del espacio. Cuando Moisés me sacó de la nave, casi una hora después, no lo cuestionaba en absoluto.

Joseph me llevó de regreso al asentamiento a mí solo. Cuando me marché, Moisés estaba de pie en la escotilla de su nave espacial, mirando impaciente el fiero sol de mediodía.

Aunque ya sabía cuál era mi misión, Eleazar me la volvió a explicar más tarde, en aquel deslumbrante y asombroso día. Debía escribir una crónica de todo lo que se había conquistado hasta el momento en aquel secreto emplazamiento de Israel y de todo lo que iba a conquistarse durante los apocalípticos días que se avecinaban. Protesté tibiamente, aduciendo que quizá fuera mejor encontrar algún periodista, de preferencia con alguna formación científica. Pero no, ellos no querían a un periodista, querían a alguien con unos profundos conocimientos de Historia. Lo que querían de mí, advertí, era un trabajo que no fuera sólo periodístico, ni exclusivamente histórico, sino uno que poseyera la fuerza profunda e imperecedera de las Escrituras. Lo que querían de mí era el Libro del Éxodo, es decir el Libro del segundo Moisés.

Me proporcionaron un pequeño despacho en el edificio destinado a biblioteca y abrieron sus archivos para mí. Me mostraron los primeros ensayos visionarios de Moisés, su correspondencia con íntimos amigos, sus borradores y manifiestos insistiendo en la necesidad de un Éxodo mucho más ambicioso que cualquier otro que su antiguo homónimo pudiera haber imaginado. Me enteré de cómo reunió a su equipo de jóvenes científicos revolucionarios. Lo hizo en secreto y con cierta inquietud, pues él sabía que lo que estaba haciendo era extremadamente subversivo, y que atraería sobre él la ira más profunda de la República si llegaba a ser descubierto. Leí una furibunda carta de Eleazar discrepando del fantástico proyecto de su hermano mayor y después cómo, gradualmente, iba convirtiéndose a la causa, carta tras carta, hasta superar en fanatismo al mismo Moisés. Estudié documentación técnica hasta que mi vista se nubló; no sólo la relativa a Moisés y sus acólitos, sino también otra romana de hacía casi un siglo, incluso un estudio de un teutón sosteniendo la necesidad histórica de la exploración espacial y su viabilidad técnica. Aprendí algo más sobre el diseño y funcionamiento de la nave espacial.

Mi guía en toda esta documentación fue Miriam. Trabajamos codo con codo, juntos en una pequeña sala. Su juventud, su belleza y el oscuro destello de sus ojos, me hacían temblar. A menudo deseaba acercarme a ella, tocarle el brazo, el hombro, la mejilla. Pero yo era demasiado tímido. Temía que reaccionara con carcajadas, furia, desdén, incluso con repugnancia. El miedo al rechazo de un hombre entrado en años era lo que verdaderamente me inspiraba cautela. Pero también me recordaba a mí mismo que se trataba de la hermana de aquellos dos feroces iluminados, y que la sangre que corría por sus venas debía de ser tan ardiente como la de ellos. Lo que me daba miedo era quemarme con su contacto.

El día que Moisés eligió para el vuelo de la nave espacial fue el veintitrés deTishri, la alegre festividad de SimchatTorah del año 5730 de nuestro calendario, es decir, 2723, según el romano. Era un brillante día de principios de otoño, muy seco. No había nubes en el cielo y el sol todavía en su punto álgido de calor. Durante tres días con sus respectivas noches se habían llevado a cabo los preparativos en la zona de lanzamiento, que permaneció cerrada a todos excepto al círculo más próximo de científicos. Pero ahora, al amanecer, toda la aldea estaba allí. Se habían desplazado en camión, coche o incluso a pie para asistir al gran acontecimiento.

Los cables y la maquinaria de apoyo se habían retirado. Sólo quedaba la nave espacial, solitaria y con un aspecto un tanto vulnerable, en el centro del claro de arena; una brillante aguja erguida, estilizada, frágil. La zona había sido acordonada. Nuestro puesto de observación estaría situado a cierta distancia para que las llamas abrasadoras no nos alcanzaran.

Se había seleccionado un equipo de tres hombres y dos mujeres: Judith, una de las expertas en cohetes, Leonardo di Filippo, Joseph, el amigo de Miriam, y una mujer llamada Sarah, a quien nunca había visto antes. El quinto, por supuesto, era Moisés. Aquélla era su cuadriga. Aquélla era su aventura, su sueño. Seguramente sería él quien estuviera al mando del Éxodo cuando éste diera su primer salto hacia las estrellas.

Salieron uno a uno de la garita que constituía el centro de control del vuelo. Moisés fue el último. Todos observamos en silencio. No se oía ni un murmullo. Apenas nos atrevíamos a respirar. Los cinco llevaban uniformes de raso blanco, cuyo brillo era realzado por el sol matinal, y curiosos cascos de cristal, como las esferas que llevan los buceadores en el rostro. Caminaron hacia la nave, se dispusieron a subir la escalera, se volvieron uno tras otro para dirigirnos una última mirada, y ascendieron hacia el interior. Moisés vaciló un instante antes de entrar, como si estuviera rezando o, simplemente, saboreando la plenitud de su júbilo.

Entonces siguió una larga espera, interminable, insoportable. Puede que fueran veinte minutos, puede que fueran sesenta. Quizá hubo que hacer alguna verificación de última hora o tal vez había surgido alguna complicación técnica. No obstante, permanecimos en silencio. Eramos estatuas. Al cabo de un rato, vi cómo Eleazar se volvía hacia Miriam con gesto preocupado y hablaban entre susurros. Pero no ocurrió nada. Continuamos esperando.

De repente se oyó un estruendo semejante al que hace un trueno, y luego el bramido ensordecedor de mil toros, y empezaron a verse nubes de humo negro por la tierra, alrededor de la nave, y fogonazos de relumbrantes llamas rojas. El Éxodo ascendió algunos metros desde el suelo y allí se quedó, sostenido en el aire, como si estuviera mágicamente suspendido, durante lo que pareció ser una eternidad.

A continuación subió, al principio a sacudidas, después con más suavidad, y se elevó con una rapidez asombrosa hacia la deslumbrante bóveda celeste. Me faltaba el aliento. Estaba resoplando como si me hubieran vapuleado. En ese momento empecé a aplaudir. Por mis mejillas corrían lágrimas de asombro y excitación. A mi alrededor, la gente también aplaudía, vitoreaba, lloraba y agitaba los brazos, y el cohete ascendía y ascendía rugiendo, tan alto estaba ya que apenas podíamos verlo contra el fulgor del cielo.

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