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Robert Silverberg: Hacia la tierra prometida

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Robert Silverberg Hacia la tierra prometida

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El sol se iba escondiendo a nuestras espaldas y el viento cambió lanzándonos ahora la arena de frente en vez de por detrás. Vi sombras oscuras de montañas al sur y por delante, lejos, al otro lado del estrecho que separa AEgyptus del desierto del Sinaí. La tarde estaba entrada, era casi de noche. De repente, una aldea pareció haber brotado de la nada delante de nosotros.

En realidad era más un campamento que una aldea. Vi algunas docenas de cabanas desiguales hechas con planchas metálicas y algunas otras construcciones más modestas si cabe, ensambladas con un entramado de juncos. Lámparas de carburo brillaban por aquí y por allá. Había cuatro camiones destartalados y un puñado de viejos coches abollados diseminados aquí y allí. Habían abierto un pozo en el centro de todo aquello y una caótica red de conductos exteriores se extendía en todas direcciones. A espaldas de la zona central advertí una construcción mucho mayor que las demás, una gran nave o cobertizo de techo metálico y con otros camiones aparcados enfrente.

Había llegado al cuartel general secreto de algún movimiento, aunque no habían intentado camuflarlo ni defenderlo. Su emplazamiento, en aquella área tan abandonada, ya constituía suficiente defensa: nadie en su sano juicio llegaría hasta allí sin una buena raón. La policía faraónica no patrullaba en el exterior de las ciudades, y los funcionarios civiles de la República no tenían ningún motivo para andar husmeando por aquellos lugares remotos y agrestes. Vivimos en una era decadente pero, al menos, es una era plácida y confiada.

Eleazar, saliendo del coche de un salto, me hizo señas y yo salí renqueando. Después de horas en el reducido espacio del coche sin un solo descanso, me sentía entumecido y débil. El hedor a gasolina me había dejado con náuseas. Mis ropas tenían un olor acre y estaban acartonadas por mi propio sudor, que ya se había secado. El frescor de la noche aún no había llegado al desierto y la atmósfera era bochornosa. A mi olfato le resultaba extraña la ausencia de las miles de distintas emanaciones propias de la ciudad. Había algo casi aterrador en todo aquello. Era la clase de atmósfera que podría tener la Luna, si es que la Luna tuviera atmósfera.

—Este lugar se llama Beth Israel —dijo Eleazar—. Es la capital de nuestra nación.

No sólo me encontraba entre fanáticos; estaba rodeado de dementes que padecían delirios de grandeza. ¿O es que una cualidad lleva inevitablemente a otra?

Una mujer con ropas de hombre se acercó hasta nosotros al trote. Era joven y muy alta, de anchos hombros y con una gran y espesa cabellera oscura que caía sobre ellos. Tenía los ojos tan brillantes como los de Eleazar, así como también la misma nariz aguileña pero por alguna razón, eso hacía que su aspecto fuera de lo más atractivo.

—Mi hermana Miriam —dijo él—. Ella le ayudará a acomodarse. Por la mañana le mostraré los alrededores y le explicaré sus obligaciones.

Y se marchó dejándome con ella.

Era una mujer impresionante. Yo habría llevado mi bolsa, pero ella insistió y recorrió cargándole el perímetro del campamento a un paso tan ligero que no me resultó fácil seguirle el ritmo. Ya tenían preparada una cabana para mí; estaba un tanto apartada de todo lo demás y había en ella un catre, un escritorio, una máquina de escribir, una jofaina y una lámpara.Tenía un armario para mis cosas. Miriam me deshizo el equipaje, colocando mi escasa provisión de ropa limpia en las estanterías y dejando los libros sobre el catre. Después, llenó la jofaina con agua y me pidió que me desvistiera. Yo la miré, confundido.

—No puede ir así. Mientras se da un baño, haré que le laven la ropa.

Ella podía aguardar afuera, pero no, se quedó allí, con los brazos cruzados y mirando impaciente. Yo me encogí de hombros y le di mi camisa, pero ella quería también todo el resto. Eso era nuevo para mí. Su franqueza, su absoluta falta de pudor. Había habido pocas mujeres en mi vida y ninguna desde la muerte de mi esposa. ¿Cómo iba yo a desnudarme delante de aquella que era lo bastante joven como para ser mi hija? Al final me quedé completamente en cueros (mi desnudez no parecía importarle lo más mínimo), y cuando se fue me lavé con una esponja y me puse ropa limpia a toda prisa para que no volviera a verme desnudo. Pero tardó en regresar. Cuando lo hizo, en una bandeja me trajo la cena: un cuenco con avena, un poco de carne de cordero guisada y un frasco pequeño de pálido vino tinto. Después me dejó solo. Ya se había hecho de noche, la noche del desierto, sorprendentemente negra y con estrellas que brillaban como faros. Cuando acabé de comer salí al exterior de mi cabana. Estaba completamente oscuro. Todo aquello apenas me parecía real: haber sido raptado de aquella forma, estar en aquel lugar extraño y no en mi familiar y pequeño apartamento, atestado de cosas, en el barrio hebreo de Menfis. Pero aquél era un sitio tranquilo. Las luces brillaban en la distancia. Oí carcajadas, el agradable sonido de una cítara y a alguien que cantaba una vieja canción hebrea con una voz grave y fuerte. Incluso en mi desconcertante cautividad, sentí que una extraña tranquilidad me envolvía. Sabía que me encontraba en medio de una auténtica comunidad, si bien es cierto que estaba consagrada a algún peregrino objetivo que se me escapaba. Si me hubiera atrevido, me habría acercado a ellos y me habría presentado; pero yo era un desconocido, y temeroso además. Durante un largo rato, permanecí en la oscuridad, escuchando, haciéndome preguntas. Cuando la noche se hizo más fría, me metí en la cabana. Estuve acostado despierto hasta el amanecer, o eso me pareció, atenazado por ese clarividente desvelo que no admite el sueño. Y sin embargo, debí de quedarme dormido al menos un rato, ya que por la mañana se amontonaban en mi cabeza fragmentos de sueños, imágenes de jinetes y cuadrigas, de hombres con lanzas, de un gran Moisés irritado, de barbas negras, levantando en alto las tablas de la Ley.

Una pequeña muchacha me trajo tímidamente el desayuno. Después vino a verme Eleazar. Con la confusión del día anterior, no recordaba cuan impresionante resultaba su presencia física. Me había parecido sólo grande, pero ahora me daba cuenta de que era un gigante, más alto que yo, incluso un palmo o más y probablemente sesenta minas más pesado. Tenía la tez rubicunda y una gran maraña de espesos rizos oscuros que le caía por los hombros. Había dejado a un lado su túnica egipcia y vestía al estilo romano, con una camisa blanca abierta por el cuello y unos pantalones caqui.

—¿Sabe? —dijo él—, nunca tuvimos ninguna duda de que usted era el hombre adecuado para este trabajo. Moisés y yo hemos comentado sus libros muchas veces y coincidimos en que nadie tiene una comprensión más sólida de la lógica de la historia, de la inexorabilidad del proceso que fluye de la naturaleza de los seres humanos.

Ante aquello no supe qué decir.

—Imagino lo irritado que debe de estar por haberlo traído aquí de esta forma. Pero usted resulta esencial para nosotros y sabíamos que nunca habría venido por propia voluntad.

—¿Esencial?

—Las grandes gestas necesitan grandes cronistas.

—Y la naturaleza de vuestra gesta…

—Venga —me dijo.

Me condujo a través de la aldea. Sin embargo, fue un paseo notablemente poco instructivo. Su actitud era mecánica y distante, como si estuviera siguiendo una ruta programada, y cuando le planteé una pregunta directa, se mostró vago e incluso evasivo. La gran construcción con techumbre metálica que se encontraba en el centro del campamento era la fábrica donde se estaban llevando a cabo los trabajos del Éxodo, me dijo, pero mi petición de más explicaciones fue desoída por completo. Me mostró la casa de Moisés, una choza rudimentaria, como todas las demás. A Moisés no llegué a verlo.

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