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Robert Silverberg: Hacia la tierra prometida

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Robert Silverberg Hacia la tierra prometida

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Sin embargo, él me recibió con calidez y se disculpó por la rudeza de mi captura. Entonces señaló una hilera con mis libros, desgastados, en sus estanterías.

—Comprende usted mejor que nadie la República, doctor ben Simeón —dijo—. Cuánta corrupción y debilidad se esconde tras su fachada de amor y fraternidad universales. Qué nociva ha sido su influencia. Qué débil su poder. El mundo espera ahora algo completamente nuevo, pero ¿qué será? ¿No es esa la cuestión, doctor ben-Simeón? ¿Qué será?

Aquello formaba parte obviamente de un discurso preconcebido que sin duda alguna había construido con el objetivo de impresionarme y ganarme para su causa, cualquiera que ésta fuese. Aun así, me impresionó con su pasión y su convicción. Habló durante un rato, tocando temas y argumentos que me eran familiares desde hacía mucho. Veía el Imperio romano de la misma forma que yo: como algo muerto y sin posibilidad de reanimación, aunque sin embargo, avanzando con un ímpetu inquietante. Llámese Imperio o República, todavía seguía siendo un Estado mundial y ése era un concepto insostenible en la edad moderna. No era posible ignorar la reactivación de los nacionalismos locales que se creía extinguidos desde hace miles de años. La tolerancia romana hacia las costumbres, lenguas, religiones y gobernantes locales había sido una astuta política a lo largo de siglos, pero portaba en su seno la semilla de la destrucción del Imperio. La mayoría de la gente tenía el conocimiento más pobre de las dos lenguas oficiales, el latín y el griego, y para sus transacciones comerciales empleaba un batiburrillo de otras lenguas. En el corazón mismo del Imperio se había permitido que el latín se descompusiera en dialectos regionales que, de hecho, eran lenguas autónomas: el galo, el hispano, el lusitano y todas las demás. Ni siquiera los romanos de Roma hablaban latín genuino, señalaba Moisés, sino otra cosa que llamaban romano, más sencillo, melódico y lánguido, que podría ser adecuado para cantar ópera pero que carecía de la precisión necesaria para el gobierno. Y en cuanto a la diversidad religiosa que los romanos habían estimulado con su laxitud, no había conducido a la perpetuación de los credos sino a su erosión. Y una sociedad sin fe es una sociedad sin timón, sin rumbo siquiera.

Moisés consideraba estos aspectos, al igual que yo, no como síntomas de vitalidad y diversidad sino como una confirmación del inminente final. En esta ocasión, no habría Reunificación. Cuando cayó el Imperio, las fuerzas conservadoras fueron capaces de levantar la República en su lugar, pero aquello fue una estratagema que no volvería a funcionar. En breve, sin duda, sobrevendría un período de destrucción sin parangón alguno en la historia; cuando los segmentos desmembrados del viejo Imperio se levantaran en armas el uno contra el otro.

—¿Y ese Éxodo suyo? —dije por fin, cuando me atreví a interrumpir su discurso—. ¿En qué consiste y qué tiene que ver con todo esto de lo que estamos hablando?

—El final está cerca —dijo Moisés—, y no podemos permitirnos ser destruidos en el caos que seguirá a la caída de la República, ya que somos los instrumentos del gran plan de Dios y es esencial que sobrevivamos. Venga, le voy a mostrar algo.

Salimos fuera. Inmediatamente se acercó un coche desvencijado, con aspecto poco fiable, conducido por Joseph, el muchacho moreno y delgado. Moisés me hizo señas para que subiera, salimos a un sendero que bordeaba la aldea y nos adentramos en pleno desierto, justo por detrás de la colina que dividía el asentamiento en dos. Durante unos diez minutos nos dirigimos hacia el norte a través de una zona de pequeñas dunas pedregosas. A continuación, rodeamos otra escarpada colina y continuamos por su otro lado, donde el terreno se allanaba hasta convertirse en una gran llanura. Me quedé estupefacto al ver una extraña cosa tubular de brillante metal plateado que se erguía sobre media docena de frágiles patas, similares a las de las arañas; se levantaba hasta una altura de unos treinta codos, en medio de todo un galimatías de maquinaria, cables y ajetreados operarios.

La primera idea que me asaltó fue que se trataba de algún tipo de ídolo, un Moloch o un Baal, y de repente tuve una visión del pueblo de Beth Israel untándose grasa de cerdo en el cuerpo, y bailando desnudos alrededor del artefacto al sonido de tambores y panderetas.

—¿Qué es eso? —pregunté yo—. ¿Una escultura de algún tipo?

Moisés pareció indignarse.

—¿Es eso lo que cree? Se trata de una nave. Una arca sagrada.

Me quedé observándole.

—Es el prototipo de nuestra nave estelar —dijo Moisés, y el tono de su voz adquirió una intensidad que me cortó como el filo de un cuchillo—. Surcaremos los cielos en naves como ésta, hacia Dios, hacia su fulgor, y allí nos estableceremos, en el nuevo Edén que nos espera en otro mundo; hasta que llegue el momento de regresar a la Tierra.

—El nuevo Edén… en otro mundo. —En mi voz podía percibirse escepticismo. ¿Una nave que surcara los cielos como viajan las naves romanas entre continentes? ¿Era eso posible? ¿Es que los romanos (sus ingenieros más competentes) no habían debatido ya hacía años la cuestión de los viajes espaciales y habían concluido que no eran posibles en la práctica y que no había ningún provecho que sacar de todo aquello en caso de que sí lo fueran? El espacio era inhóspito e inalcanzable. Todo el mundo lo sabía. Sacudí la cabeza—. ¿Qué otro mundo? ¿Dónde?

Ignoró mi pregunta ostentosamente.

—Nuestros mejores cerebros han estado trabajando durante cinco años en lo que ve usted aquí. Ya ha llegado el momento de probarlo. Primero haremos un viaje corto, sólo hasta la Luna y volver. Más tarde, nos adentraremos en los cielos, hasta el nuevo mundo que el Señor ha prometido revelarme, para que los pioneros puedan establecer su asentamiento. Después de eso… una nave tras otra, una deslumbrante arca tras otra, hasta que todos los israelitas que hay en AEgyptus hayan alcanzado la Tierra Prometida… —Sus ojos resplandecían—. ¡Por fin éste es nuestro Éxodo! ¿Qué le parece, doctor ben-Simeón?

Yo pensé que todo aquello era una locura de la más peligrosa clase, y Moisés un lunático que estaba conduciendo a su pueblo —y a mí—, a un desastre de proporciones cataclísmicas. Aquello era un sueño, una desenfrenada y febril fantasía. Habría preferido que hubiera dicho que íbamos a rendir culto a aquella cosa con címbalos e incienso que lo de subirnos a ella para marcharnos hacia las tinieblas del espacio. Pero Moisés estaba tan eufórico, con tan encendido fervor, que resultaba impensable ponerle ninguna objeción. Me cogió del brazo y me llevó (prácticamente me arrastró), hacia la ladera, hacia la mismísima área de trabajo. De cerca, la nave espacial era enorme y, sin embargo, al mismo tiempo, de una endeblez que daba pena. Él golpeó su flanco y sonó hueco, Había gruesos cables grises por todas partes y maquinaria cuya naturaleza yo no podía siquiera atisbar a comprender. Hombres y mujeres jóvenes de mirada ensimismada corrían de un lado a otro, transportando piezas y gritándose instrucciones los unos a los otros como si estuvieran tratando de superarse en la dedicación a su tarea. Moisés levantó una estrecha escalera y me hizo gestos para que le siguiera. Entramos en una especie de cabina, en el estrecho morro de la nave interestelar. En aquel espacio mínimo y falto de aire vi pantallas, cuadrantes, más cables y otras cosas que escapaban a mi comprensión. Por debajo de la cabina, una escalera en espiral conducía a una cámara destinada a que la tripulación pudiera dormir, y más abajo aún, se encontraban los cohetes que enviarían el Arca del Éxodo hacia los cielos.

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