El microcéfalo operaba el vehículo con habilidad. Nosotros observábamos por video fonocaptor, obteniendo una extensa visión de aquel infierno. Incluso un sol frío es más ardiente que cualquier plantea.
Las señales procedentes de la estrella se alteraban a cada momento conforme la fuerza del espectro captaba la luz moribunda. Algo extraño se desarrollaba allá abajo, y la mente de nuestro microcéfalo estaba unida a la escena. Fuerzas gravitacionales hacían vacilar la estrella. El vehículo era alzado, comprimido, sometido a tensiones que iban haciéndole pedazos. El alienígena lo presenciaba todo y dictaba la relación de cuanto veía lenta y metódicamente, sin un chispazo de temor.
Se aproximaba el instante de aquel hecho singular. El impulso de la conmoción aspiraba hacia el infinito. El microcéfalo pareció desconcertado por fin al tratar de describir el fenómeno topológico que ningún ojo humano había visto antes. Densidad infinita, volumen cero… ¿Cómo podía entenderlo la mente? El vehículo se contorsionaba en forma inconcebible y, sin embargo, sus sensores seguían obstinadamente enviando datos, filtrados a través de la mente del microcéfalo y los bancos de nuestra computadora.
Al fin, se hizo el silencio. Las pantallas se oscurecieron. Lo inconcebible había ocurrido, y la estrella oscura había desaparecido en el radio de la singularidad. Se había hundido en el olvido, llevándose con ella al monitor. Para el alienígena, encerrado en la cápsula de observación a bordo de nuestra nave, era como si también él se hubiera desvanecido en la bolsa del hiperespacio, que sobrepasa a toda comprensión.
Miré hacia el cielo. La estrella oscura se había eclipsado. Nuestros detectores recogían el estallido de energía característico de la aniquilación. Fuimos agitados brevemente por la onda expansiva, que saltó hacia nosotros desde el lugar donde había estado la estrella, y todo quedó en paz.
Miranda y yo nos miramos.
—Deja salir al microcéfalo —dije.
Abrió la compuerta. El alienígena estaba sentado serenamente ante la consola de los controles. No habló. Miranda le ayudó a salir de la cápsula. Los ojos del microcéfalo carecían de expresión. En realidad, nunca habían demostrado nada…
Vamos camino de regreso a los mundos de nuestra galaxia. La misión ha sido cumplida. Hemos recogido datos únicos e inapreciables. El microcéfalo no ha pronunciado una palabra desde que le sacamos de la cápsula. No creo que vuelva a hablar en su vida.
Miranda y yo realizamos nuestras tareas en total armonía. La hostilidad entre los dos ha desaparecido. Somos cómplices de un crimen y nos abruma la culpabilidad, aunque ninguno de los dos la admita ante el otro. Cuidamos a nuestro compañero de vuelo con todo cariño.
Alguien tenía que hacer las observaciones, después de todo. No había voluntarios. La situación exigía una solución por la fuerza o habríamos seguido en punto muerto.
Pero Miranda y yo nos odiábamos, dirán ustedes. En ese caso, ¿por qué habíamos de cooperar?
Al fin y al cabo, ambos somos humanos, Miranda y yo. El microcéfalo no. Ahí radica la diferencia. En último análisis, Miranda y yo decidimos que nosotros, los humanos, debíamos permanecer unidos. Hay lazos muy poderosos.
Corremos de regreso a la civilización.
Ella me sonríe. Ya no la encuentro odiosa. El microcéfalo continúa callado.