Robert Silverberg - Hacia la estrella oscura
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- Название:Hacia la estrella oscura
- Автор:
- Издательство:Martínez Roca
- Жанр:
- Год:1981
- Город:Madrid
- ISBN:84-270-0649-7
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Sin embargo, alguien había de manejar el equipo. Lo que significaba en realidad participar en la muerte de la estrella. Sabíamos por otros casos que al monitor le resulta difícil distinguir entre la realidad y el efecto. Acepta las percepciones sensoriales de una toma distante como experiencias propias. De ello resulta una especie de reacción psíquica. Con frecuencia, un cerebro imprudente se quema por completo.
¿Qué impacto supondría la experiencia directa de verse privado de la existencia en la posición singular de un observador en el monitor?
Estaba ansioso por descubrirlo. Pero no como la víctima propiciatoria.
Empecé a buscar algún modo de meter a Miranda en aquella cápsula. Ella, naturalmente, hacía lo mismo en mi favor. Y fue la que ganó el primer movimiento, tratando de drogarme para que cediera.
No tengo la menor idea de qué droga utilizó. Esa gente es muy aficionada a los alucinógenos no adictivos, que les ayudan a romper la monotonía de su mundo inmenso e inflexible. No sé cómo, Miranda interfirió la programación de mi comida e introdujo en ella uno de sus alcaloides favoritos. Empecé a sentir los efectos una hora después de haber comido. Me dirigí a la pantalla para estudiar la masa creciente de la estrella oscura, que presentaba ahora un aspecto muy distinto del de hacía pocos meses. Mientras miraba, la imagen en la pantalla empezó a girar y a caer. Lenguas de fuego se pusieron a danzar en torno al horizonte de la estrella.
Me aferré a la barandilla. El sudor brotó por todos mis poros. ¿Se estaría fundiendo la nave? El suelo se balanceaba bajo mis pies. Me miré el dorso de la mano y vi islas de ceniza en un mar de magma rugiente. Miranda apareció detrás de mí.
—Ven conmigo a la cápsula —susurró—. El rastreador está dispuesto para bajar ahora. Te parecerá maravilloso contemplar los últimos momentos.
Arrastrándome tras ella, crucé una nave extrañamente alterada. La forma adaptada de Miranda parecía menos humana de lo habitual; sus músculos se expandían, su pelo dorado tenía todos los colores del espectro, la carne parecía absurdamente arrugada y llena de cráteres, y cimbreantes filamentos surgían de su piel. Yo afrontaba muy tranquilo la idea de entrar en la cápsula. Miranda descorrió la compuerta, revelando la brillante consola del panel interior. Me dispuse a entrar. Y de pronto, se agudizó la alucinación y vi, en la oscuridad de la cápsula, un diablo que superaba toda imaginación.
Caí al suelo y quedé allí temblando.
Miranda me tomó en sus brazos. Para ella, yo apenas era un juguete. Me levantó y empezó a introducirme en la cápsula. El sudor me bañaba todo el cuerpo. Volví a la realidad, me solté con violencia y, rechazándola, caí redondo hacia el casco. Como una bestia de los bosques primitivos, se lanzó inmediatamente contra mí.
—No —dije—. No quiero entrar.
Se detuvo. Su rostro se contrajo de cólera, pero se alejó de mí derrotada. Quedé en el suelo, temblando y jadeando, hasta librar mi mente de todo fantasma. ¡Qué cerca había estado!
Tuve mi oportunidad poco más tarde. Me dije que había de luchar con sus propias armas. No podía arriesgarme a otra traición por parte de Miranda. Se nos acababa el tiempo.
De nuestro equipo quirúrgico, cogí una sonda hipnótica de las que se utilizan para anestesia y la puse en onda con una de las antenas telescópicas de Miranda. Programándola para inducción a la docilidad, la dejé que actuara sobre ella. Cuando Miranda hiciera sus observaciones, la sonda hipnótica dejaría sonar su canto de sirena en siniestra inducción. Tal vez ella se rindiera a mis deseos.
No funcionó.
La vi cuando iba al telescopio. Vi aquel cuerpo monstruoso ocupar su lugar. En mi mente, oía ya el suave susurro de la sonda hipnótica, como ella debía oírlo. Yo le estaba diciendo que se relajara, que obedeciera: «La cápsula… Métete en la cápsula… Tú dirigirás el monitor de rastreo… Tú…, tú… lo harás…»
Esperaba que se levantara y se dirigiera como una sonámbula a la cápsula que la esperaba. Su cuerpo se mantenía inmóvil. Los músculos se agitaban bajo aquella carne obscenamente desnuda. La sonda la dominaba. Sí. Ya la tenía…
¡No!
Se agarró al telescopio como si éste fuera el aguijón de una avispa de acero clavado en su cerebro. El aparato retrocedió, y Miranda se apartó de él, girando en redondo. Sus ojos me miraron con rabia. Su cuerpo enorme se alzó ante mí. Parecía medio loca. La sonda había hecho algún efecto en ella. Advertía sus movimientos descontrolados y sabía que estaba alterada. No obstante, no había sido lo bastante potente. En aquel cerebro adaptado había algo que le infundía fuerzas para luchar contra la niebla del hipnotismo.
—¡Tú lo hiciste! —chilló—. ¡Hiciste trampa con el telescopio! ¿No es cierto?
—No sé qué quieres decir.
—¡Embustero! ¡Ladrón! ¡Tramposo!
—Cálmate. Harás que nos salgamos de órbita.
—¡Me saldré si quiero! ¿Qué era eso que se apoderaba de mi cerebro? ¡Tú lo pusiste! ¿No fue una sonda hipnótica lo que usaste?
—Sí —admití fríamente—. ¿Y qué fue lo que tú pusiste en mi comida? ¿Un alucinógeno?
—No funcionó.
—Ni tampoco mi hipnotismo. Miranda, alguien tiene que meterse en esa cápsula. En pocas horas, estaremos en el punto crítico. No nos atreveremos a volver sin las observaciones esenciales. Haz ese sacrificio.
—¿Por ti?
—Por la ciencia —dije, apelando a tan noble abstracción.
Recibí la carcajada brutal que merecía. De pronto, Miranda se dirigió a mí. Había recuperado ya toda su coordinación y pensé que planeaba introducirme en la cápsula por la fuerza bruta. Sus brazos poderosos me envolvieron. El olor de su piel casi me hizo vomitar. Sentí que me rompía las costillas. Cubrí su cuerpo de puñetazos, buscando los puntos sensibles que la harían caer en un montón confuso. Nos castigamos mutua y cruelmente, gruñendo por todo el camarote. Era una lucha hercúlea de habilidad contra masa. Ella no caía, ni yo me dejaba vencer.
Nos interrumpió el susurro ronco del microcéfalo:
—¡Sepárense! La estrella moribunda está ya próxima al radio de Schwarzschild. Hay que actuar inmediatamente.
Los brazos de Miranda me soltaron. Me eché atrás, mirándola con furia, tratando de introducir un poco de aire en mi cuerpo destrozado. En su piel iban apareciendo los moretones. Habíamos alcanzado la mutua comprensión de nuestra fuerza, pero la cápsula seguía vacía. El odio, como un globo de fuego, ardía entre nosotros. La criatura gris y alienígena seguía en pie, a un lado.
No quiero saber a cuál de los dos se le ocurrió primero la idea, si a Miranda o a mí. El caso es que nos movimos con. toda rapidez. El microcéfalo apenas logró murmurar una palabra de protesta cuando ya lo lanzábamos por el pasaje hacia la cámara que contenía la cápsula. Miranda sonreía. Me sentí aliviado. Ella sujetó apretadamente al alienígena mientras yo descorría la compuerta y, luego, lo introdujo en ella. Cerramos la puerta entre los dos.
—Lanza el vehículo de rastreo —dijo.
Asentí y me encaminé a los controles. Como el dardo disparado por una cerbatana, el rastreador fue expelido de nuestra nave y se dirigió a toda velocidad hacia la superficie de la estrella oscura. Contenía un vehículo compacto, con patas articuladas y manipulado por control remoto desde la cápsula de observación, a bordo de la nave. Mientras el observador movía brazos y piernas en los mandos de control, los servorrelés ponían en marcha los pistones hidráulicos en el monitor, a ocho días luz de distancia. Éste se movía en respuesta paralela, subiendo por los montones de escoria de la superficie solar, incapaces de toda vida orgánica.
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