Víctor Hugo Caicedo Moscote - Derecho y crimen en la literatura

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La condición humana es la materia prima de la que se ocupa el abogado. Podría afirmarse que el escritor y el jurista comparten igual componente de trabajo. De ahí que no pueda catalogarse el Derecho como ciencia, pues ésta se fundamenta en fórmulas estrictas, mientras que el arte se ocupa del sentimiento, que provoca comportamientos disímiles. No es suficiente con el profesional del Derecho sepa de códigos y normas; debe investigar también los sentimientos que mueven el obrar de las personas para analizar el porqué de determinada conducta, pues cada ser humano vive su propio drama. La misión del abogado es comprender las fatalidades relevantes en el ámbito jurídico. Sin pretender escandalizar, debería tenerse el Derecho como género literario autónomo.

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Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.

El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre, se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:

– ¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?

Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:

– Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.

LA ESPADA DORMIDA

Manuel Peyrou [Argentina, 1902-1974]

Un estado de alarma ante el misterio, un agudo sentido de la realidad de lo invisible y, si se quiere, la íntima certeza de que todo enigma es sólo una provocación de la verdad, pudorosa o tiránica, que quiere probar largamente nuestra voluntad de sacrificio antes de entregarnos sus revelaciones, animan la vida de los místicos y la de los detectives. A veces hasta sus procedimientos se confunden, lo que es una prueba de sus afinidades. La historia está llena de místicos con alma de sabuesos, de hombres que olfateaban la eternidad y buscaban las huellas digitales del Señor en los picaportes o en el cristal de las ventanas; a la inversa, tampoco puede negarse la existencia de detectives dueños de revelaciones sobrenaturales, en cuyos éxtasis policíacos aparece en forma concreta el proceso de un crimen, con detalles y evidencias que serán luego desarrollados a priori , hasta llegar a una verdad idéntica a la revelada. Claro es que todo eso no autoriza a conceder crédito al primer investigador aficionado que ponga los ojos en blanco y hable con unción de las latitudes del misterio, o pretenda ordenar sólo intuitivamente un rompecabezas del género policial. Es conveniente desconfiar de la cultura metafísica de esos pesquisantes.

Pero la mística del delito ofrece a veces casos concretos. Voy a referirme aquí a uno de ellos. Una intención criminal fue transmitida en forma invisible, casi como una revelación colectiva. Tres hombres, el criminal, la víctima y el investigador, concibieron un crimen en forma simultánea, especulando sobre sus consecuencias y obrando en forma sistemática.

Con tanto misterio compartido casi pudieron fundar una religión, pero fueron modestos y se limitaron a escribir dos cartas. La primera, aunque firmada por la presunta víctima, contó en realidad con la colaboración del proyectista del crimen, pues allí aparecen sus intenciones. La segunda es obra de detectives, y fue entregada al correo, con la solución, el día antes del suceso. Reservaré, por supuesto, la forma en que llegaron a mi poder, y me limitaré a transcribirlas, colaborando al final con unos breves párrafos necesarios al relato.

“Señor L. Vane.

Addington House, Londres.

Querido amigo:

La lectura de su último libro me ha recordado los tiempos de la universidad, cuando usted no soñaba probablemente con llegar a escritor, ni mucho menos yo a lector habitual de sus obras.

Paseaba al azar hace días buscando algún libro interesante cuando una vidriera atrajo mi atención. Vi su nombre y un título: El alfanje de plata . Aunque las historias de misterio no son de mi predilección, he seguido con interés el argumento de su novela, sin negarme al fuerte influjo de esa atmósfera que usted logra alrededor de un nudo que me parece simple, pero efectivo. La historia del collar, la garganta sedosa de la mujer estrangulada, la fría luz nocturna en el jardín, me apasionaron vivamente. El título me parece bueno, pero debo confesarle que no me di cuenta, hasta el final, que se refería a la luna.

Aunque hace cinco años que dejamos la universidad, he conservado más interés, más viviente curiosidad, por todo lo que concierne a mis antiguos compañeros que por las nuevas gentes que he conocido. Se me ha pasado el tiempo en un soplo, como cuando la soledad nos invita a pensar en el pasado y en el futuro, en muchos casos, o cuando una mujer nos impide pensar en nada. A veces, por contraste, me asalta la idea de que el tiempo no ha pasado de modo alguno y que, doblando la esquina, puedo encontrar a usted y pasear de nuevo por las orillas del Ysis, y saludar de nuevo a Miss Cynthia o a Miss Ellen.

Ya veo que está usted arqueando las cejas y mascullando un “hum...” dubitativo. –Es que le extraña mi estilo sentimental, sabiendo que está muy lejos de mi costumbre. Sin embargo, me han ocurrido en los últimos tres meses cosas tan extrañas, me encuentro rodeado de una atmósfera tan curiosa de misterio y de atracción a la vez, que no puedo menos que sentirme como el que arregla sus maletas antes de un viaje azaroso.

Usted ha oído hablar posiblemente del matrimonio Bernard. Él es un hombre severo, encanecido en el estudio de la filología, con vastos conocimientos literarios y un renombre de ensayista que ha traspuesto los límites del país. Pero no es el tipo del escritor común, tal como lo concebimos nosotros. Una de las paradojas de su vida, por ejemplo, es que ha alternado con su sedentario oficio tiempos de acción y de aventura en varias partes del mundo. Confieso que tenía de su persona una idea errónea: creía que de tal modo vivía dedicado a estudiar la raíz de las palabras que se había olvidado de pronunciarlas al oído de su mujer. No hay tal cosa. Hice el descubrimiento un día en que advertí que era celoso; lo confirmé, después, tratando de penetrar su modalidad. Sin embargo, debe usted saber que, por lo que a mí respecta, esos celos carecen de fundamento. Admiro a Aline con el respeto y la imparcialidad con que se admira, por ejemplo, una obra pictórica: no tengo ningún interés en llevarme el cuadro a casa, o de observarlo a menor distancia de la que permite una visión integral y serena.

El hecho es que, estando en casa de don José del Carrillo, ese ricachón sudamericano, cuyas cenas serían perfectas si no hubiera que escuchar sus opiniones, se inició el tema que ha provocado el conflicto en que me encuentro. Estábamos en la sala de armas. Se la describiré. Ha sido formada en la planta baja, con dos ventanas que dan al jardín, un jardín heteróclito, que no responde a las normas corrientes en nuestro país. No es precisamente un jardín de curé, como decimos aquí. Es algo más pretencioso. Junto a un almendro, por ejemplo, están los rosales, y en el cantero hay un árbol americano, o indio, no sé bien, que parece cubierto por pequeños copos nevados. Observando bien, se nota que es algodón, aunque no estoy seguro de que sea hidrófilo, ni de que sirva para restañar la sangre...

Ese desatino estilístico, que debe haber sido cometido cuando Carrillo adquirió la propiedad, no altera, sin embargo, la belleza del conjunto. Yo me pasé ayer varias horas contemplando el jardín. Nunca me ha parecido más hermoso, nunca la palidez de la mañana primaveral ha acentuado mejor el suave contraste del verde con el rosa, con el morado, y con el viejo musgo de las paredes. Es curioso cómo, en los momentos de peligro, nos asalta un sincero amor a la naturaleza. Puedo decir, como un personaje de novela, que si salgo con vida de este lance no desearé otra cosa en mi existencia que sentarme a contemplar el almendro.

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