—Lo sé, para mí también. Pero la vida sigue, Gabriel. Además, ellos se han visto forzados y han querido que hagamos esto. Es lo mejor para nosotros, para todos. Ha sido su voluntad y debemos esforzarnos para que salga bien. Y lo haremos por ellos.
—Claro —afirmé sin estar convencido del todo.
De pronto, entre la multitud vi un grupo de soldados y policías, entre ellos destacaba claramente uno. La mayoría eran altos y fuertes excepto uno, que era inconfundible. Sí, allí estaba: el bajito, ese ser perverso. Ese villano que había truncado mi vida y la de mi familia. Vestía de igual forma que el día anterior y tenía la misma cara iracunda. El corazón se me iba a salir por la boca. Me acerqué a mi hermano.
—Gabriel, mira allá, donde está la taquilla, en el andén. ¿Ves a ese grupo de soldados? —comenté asustado.
—Sí. ¿Qué ocurre? Hay mucha gente.
—Fíjate bien. ¿Ves al policía bajito que pegó a padre y al tío?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó a la vez que me agarraba por la pechera con su brazo bueno, llevándome detrás del árbol—. No podemos dejar que nos vea, seguro que nos reconoce. Y si lo hace, nos apresará.
—Pero el tren no tardará mucho en llegar y el maldito canalla está en el andén.
—Cuando veamos que se aproxima el tren debemos acercarnos y subir sin que nos vean. Eso sí, sin perderlo de vista.
—Esta pesadilla parece que nunca acaba. ¡Malditos nazis!
—Los nazis han venido para quedarse en el Gobierno, y ahora forman parte de nuestras vidas.
—No lo entiendo, hermano. Padre siempre decía que el Gobierno está para servir y ayudar al pueblo, y ellos parece que hacen todo lo contrario.
—Lo sé. Padre tenía razón. Pero ellos no van a desaparecer por ahora.
—Deseo con todas mis fuerzas que sí.
Enfadado con el Gobierno y con sus malvadas formas de tratar a la gente, maldecí a ese Adolf. Guardé el resto del bocadillo que no pude comerme y ayudé a Gabriel a colocarse su mochila. Me puse mi viejo gorro de lana hasta los ojos y subí mi bufanda para que me ocultara parte de la cara. Toqué dentro de mi bolsillo la identificación que me había proporcionado madre para poderla mostrar pronto ante el requerimiento de cualquier soldado o empleado del ferrocarril.
De nuevo, dirigimos nuestros pasos hacia la estación. A lo lejos podía ya distinguirse el ruido metálico de la locomotora. Alcé la vista hacia el cielo, ese pulcro cielo azul, pensando en que era el mismo al que mi madre estaría dirigiendo sus plegarias. Busqué al policía bajito y este seguía en el andén, pidiendo a algunas personas que abriesen sus pertenencias, discutiendo con otras…, hasta escupió a una pareja de ancianos que despedían a unos familiares por estorbarle en su camino.
El tren entraba en la estación y comenzó a detenerse. Una niña pequeña, de unos seis años más o menos, pasó por detrás del grupo de militares. Iba acompañada de una señora, supongo que su madre, y de un perro pequeño que sujetaba con una correa. Este ladró atemorizado ante los perros de los militares. El policía bajito se giró irritado, lo cogió por el cuello y lo lanzó a las vías justo en el momento en que llegaba el tren. La niña lloró desconsolada, a la vez que la señora se lo recriminaba, incrédula, al agente. Este la abofeteó, mientras el resto de militares se reían. Gabriel y yo nos miramos y no dijimos nada.
El tren paró con su clásico chirrido al frenar. Aquello era un verdadero caos, la gente se dirigía hacia sus respectivos vagones con total desorganización. Yo iba detrás de Gabriel, pero sin perder de vista al policía bajito, que se hallaba a unos cincuenta metros de nosotros.
—Nuestro vagón es el de allí —me informó mi hermano acercando su boca a mi oreja.
—No puede ser. ¿Y ahora qué?
Nuestro vagón era el que estaba más cerca del agente, que se aproximaba a nuestra posición, poco a poco, amedrentando a la gente de su alrededor. Bajamos las cabezas, procurando pasar desapercibidos y tratando de darle siempre la espalda. Creo que nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Yo miré al suelo tratando de disimular, pero me reconoció, ya que cambió su trayectoria y se dirigió hacia nosotros. En ese instante, el tiempo se ralentizó, parecía gelatina. Era como si las personas que veía bailasen una lenta melodía, casi inaudible. Un hombre pasó corriendo por nuestro lado, cargado con una maleta grande y roja, y no sé por qué razón no me esquivó y me dio un golpe en el hombro. Traté de mantener el equilibrio para no caer sobre el policía, que se hallaba justo a mi lado. Pude escuchar su asquerosa voz cuando casi lo rocé; pude oler hasta el perfume de su traje. Mi hermano frenó mi caída con su espalda, fue como un muro de contención. Mientras, el hombre no pudo hacer nada para evitar caer sobre el policía. La maleta roja rodó por los adoquines de la estación y se abrió, arrojando por el camino ropa y algunos libros. El hombre se levantó ipso facto e imploró perdón, pero no le sirvió de nada. El soldado comenzó a chillar, ordenó apresarle, y entre los otros lo apalearon sin piedad. El desgraciado recibió un sinfín de golpes, patadas y puñetazos. Sospecho que hasta la muerte, porque quedó tendido en el suelo sin moverse. Por la cabeza y la cara escapaba gran cantidad de sangre. La gente se apartaba despavorida, temerosa de que los violentos soldados les agredieran. Los perros ladraban enloquecidos y hasta escuché el llanto de algunos bebés. Mientras, los nazis estaban exhaustos tras la espeluznante paliza que le habían propinado a aquel pobre hombre.
Gabriel reaccionó con rapidez y me cogió del brazo. Hasta ese momento yo estaba paralizado, congelado. Él me hizo despertar. El espacio-tiempo volvió a la normalidad, así como mi cerebro y mi cuerpo, y aprovechamos la confusión para diluirnos rápidamente entre la multitud y subir al vagón. Por fortuna, nadie se percató de nosotros. Para cuando el policía se recuperó y quiso encontrarme, ya era demasiado tarde. El tren empezó a moverse poco a poco. Desde el andén buscó mi rostro en alguna ventanilla, pero yo lo miraba alejado del cristal impidiendo que me detectase desde su posición. Lo vi correr tratando de subir, pero sin éxito. El tren cogió más velocidad. El hombre de la maleta roja continuó inerte en el suelo hasta que dejé de verlo.
Nos alejamos del caos, del histérico agente y del moribundo del andén. Con el ruido del tren dejábamos atrás todo lo que conocíamos, todo lo que nos gustaba. Nuestro hogar. Nuestra familia. Todo. En ese momento solo teníamos algo de ropa, documentación falsa, los restos de un bocadillo y un vacío infinito en el alma. Y la responsabilidad de salvar nuestras vidas.
Me deshice del gorro, los guantes y la bufanda. Ayudé a mi hermano a quitarse sus ropas de abrigo y nos sentamos en nuestros correspondientes bancos de madera. No eran precisamente cómodos, pero después del largo recorrido que habíamos hecho durante toda la noche eran más que suficientes. Yo estaba agotado y a Gabriel le dolía un poco la muñeca; no lo decía, pero se notaba cuando la movía. Cerré los ojos, tiré mi cabeza hacia atrás y resoplé. Volví a abrirlos y miré a Gabriel.
—Gracias, me has salvado la vida. —Mi hermano me miró, puso la mano en mi rodilla y sonrió.
El interior del vagón era viejo, tal como hacía intuir el exterior. Olía a madera húmeda y roída por el paso de los años. Era un gran espacio lleno de asientos y compartimentos para el equipaje. Gabriel se hallaba al lado de la ventana y miraba los árboles pasar. Lo vi reflexivo, a punto de dormirse. No hacía frío. Era agradable viajar en tren, nunca lo había hecho hasta ese día. El traqueteo nos servía como una especie de masaje.
En nuestro compartimento había mucha gente. A nuestro lado se encontraba una pareja de abuelitos que se daban la mano, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Era bello ver cómo podía perdurar en el tiempo el amor verdadero que une a ciertas personas. Al lado de los ancianos dormía muy profundamente un hombre obeso y claro de piel, casi albino, que roncaba como un animal. Enfrente de nosotros se encontraba una chica rubia con unos ojos verdes preciosos, como el de un árbol en primavera después de la época de lluvias, que miraba al hombre y ponía cara de lamento. Al cruzar nuestras miradas hice una mueca de resignación y ella me contestó con un gesto de hastío. Creo que le fastidiaban los estruendosos resuellos del ario, ya que le impedían descansar. Aquellos ronquidos me incomodaron un poco, pero resultaba gracioso contemplar los movimientos de semejante barrigón. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Al compás. También había otra pareja que viajaba con sus dos hijos pequeños. La niña tenía el pelo muy rizado y jugaba con el padre, mientras que el niño dormía sereno en el regazo de su madre, que meditaba sobre algo en el vacío de su cansancio. La niña me saludó con su manita y le dediqué una sonrisa. El padre parecía agotado, pero tenía cierto aire de belleza que compartía con la niña. De no ser por la música del demonio que salía de forma rítmica y constante de la garganta del tripudo, podría decirse que éramos un grupo de lo más estupendo. Me sentí tranquilo allí junto a ese conjunto de personas. Después de lo vivido con el soldado, aquello era el paraíso.
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