Madre, con un gesto de rabia, le arrebató la carta a mi hermano y la leyó. Estaba muy afectada. Ninguno habríamos imaginado jamás que se atreviera a salir de casa. Al pensar en los problemas que podría tener mi primo, me estremecí e hice algo que nunca había hecho hasta aquel día y que nunca volví a hacer: agarré fuerte la mano de mi hermano, consciente de la temeridad de Helmo. Él me miró y respondió con unas caricias en la mía, gesto que agradecí enormemente. «Helmo está absolutamente loco».
—Maldita sea. ¿Pero qué has hecho? —exclamó madre entre triste y furiosa.
Era imposible saber dónde podría estar. Había pasado ya más de una hora desde que lo vimos por última vez, era demasiado tiempo para dar con él. Podría haber ido en cualquier dirección. Sí, Helmo estaba completamente fuera de sus cabales. Con seguridad los soldados lo habrían apresado ya y lo estaban preparando para llevárselo al frente, o en el mejor de los casos se habría perdido.
Sé que mi madre se lamentaba y se sentía culpable por no haber podido prever e impedir su escabullida. Aún sigo enfadado con él por su inconsciencia y por hacerla sentir mal.
Madre gestionó lo mejor que pudo aquella situación. Siempre fue una persona muy prudente, pero aquella noche actuó con firmeza, decisión y coraje. Los acontecimientos iban cobrando tintes cada vez más dramáticos.
—Debéis marcharos ya —dictaminó, serena, nuestra madre—. Tenéis un largo viaje hasta llegar a vuestro destino. Ojalá encontréis de camino a la estación a Helmo, pero lo dudo. Hasta que subáis al tren debéis tener mucha cautela. Si os encontráis a algún soldado y os pregunta, ceñíos a lo que habéis leído. Respondedles con su mismo saludo y sin miedo. Rezaré por vosotros cada día para que estéis bien y para que Dios os ayude y os dé fuerza.
Hasta aquel día siempre fui un niño feliz, nunca me faltó de nada ni eché nada de menos, pero aquella noche tuve que madurar a la fuerza. A partir de entonces mis años se duplicaron y una vejez precoz pudrió todo mi destino, colmándolo de soledad. Mi futuro se esfumó y mis pecados me aplastaron. Aquel día mi vida y las de todos comenzaron a cambiar. Y empecé a perder todo y todo me faltó.
Nadie de nuestra familia olvidó aquella noche. Fue el principio de todo, el comienzo de la cuenta atrás, algo así como los últimos respiros de un sentenciado a morir en la horca.
Me despedí de mi madre con un larguísimo abrazo. En mi cabeza, rápidamente repasé todos los buenos momentos que había vivido con ella: sus sabios consejos, los cuentos para dormir por las noches, las caricias, sus sonrisas y sus gestos. Hundí mi cabeza en su cuello y sentí su calor. Acaricié su cabello siempre suave y limpio. Pude oler su piel; era el perfume de mi hogar, que abandonaba a la fuerza, triste y con miedo. Lloramos los dos. Gabriel, que nos miraba de pie apoyado en la mesa del comedor, también se unió a los llantos y al abrazo. Todavía hoy lloro por no haber estado siempre junto a ella, por no haber compartido toda mi vida junto a ella, por haberla dejado sola. Era una gran mujer, siempre lo fue. Esa noche, pese a todo, confirmé dos cosas sobre ella: que era muy valiente y que nos amaba con locura.
No podía creer que me estuviese alejando por la oscuridad del bosque, poco a poco, paso a paso, de mi madre. Pero así era. Dolía como si me arrancaran el corazón. ¿Quién hubiese dicho aquella mañana que de madrugada estaría huyendo de mi casa y abandonando a mi madre?
Aunque estaba abrigado, casi hasta los ojos, sentía frío; y eso que caminaba cargado con una mochila llena de ropa y algo de comida. Pero el esfuerzo físico no podía competir con la temperatura de aquella noche, ni con la ansiedad, ni mucho menos con el miedo.
No sé la razón, pero el caso es que me vino a la mente el paquete que mi hermano le había llevado a madre.
—¿Qué le ha vendido a la mujer de tu jefe?
—Las pocas joyas que tenía. Sabía que podía pasar todo esto, que las joyas no se comen, y se adelantó. Ha vendido valiosos recuerdos para que sus hijos puedan sobrevivir.
Me dejé llevar por la pesadumbre emocional y caí de rodillas al suelo, rendido. Era como si la mochila pesase una tonelada, pero una tonelada de pena. Mi alma frágil y afligida estaba congelada al igual que mis pies. Lloré tanto que hasta contagié a Gabriel. Él me abrazó y me animó a ponerme en pie y continuar. Así lo hice, pero mi ímpetu se había quedado en casa junto a mi madre.
El ritmo no era muy fuerte, ya que no se veía demasiado bien donde pisábamos y, para evitar caídas innecesarias, íbamos sin prisa. Solo se oían las pisadas de nuestras botas al romper algunas ramas y hojas secas, así como los primeros cantos de los pájaros que, ajenos a nuestro dolor, se despertaban por la inminente llegada del nuevo día. Anduve siempre atento a Gabriel, ya que sabía orientarse muy bien pese a caminar de noche. Él había hecho este recorrido unas cuantas veces; en cambio, yo solo dos o tres y hacía ya bastante tiempo. Esas poquísimas veces que anduve hasta la estación siempre fue para esperarle a él y a padre. Madre les preparaba una especie de pan relleno de embutido por si tenían hambre, me cogía de la mano y, con paciencia, nos dirigíamos a la estación, siempre de día y por el camino directo desde la sinagoga. Ahora la negrura lo inundaba todo y, si hubiese ido solo, seguramente me hubiese perdido.
La total oscuridad del cielo de la noche dio paso, lentamente, a los primeros colores rojos y morados. Las estrellas poco a poco se apagaron. El alba era un acontecimiento muy bello pese a todo lo desagradable que habíamos vivido hacía pocas horas. Para cuando llegamos a la estación, el sol ya brillaba y nos ayudaba a calentar nuestros cuerpos; pero su luz me incomodó, porque entre los llantos y la falta de sueño mis ojos estaban doloridos.
Allí había muchísimas personas. Gente cargada con maletas, con bolsos grandes y hasta con baúles. Nunca antes vi tanta gente reunida. Todos esperando la llegada del tren. Tuve la sensación de que había más gente despidiendo a sus seres queridos que esperando su llegada. Era como una espantada masiva. También había un gran número de soldados y perros, perros nazis. Nos dirigimos a la ventanilla donde se vendían los billetes y, pese a todo, pudimos comprar dos para el último vagón. El señor de la taquilla nos dijo que el tren llegaría en una hora y media aproximadamente, así que decidimos apartarnos del bullicio y sentarnos a desayunar. Subimos a un pequeño montículo coronado por unos árboles majestuosos y, apoyados bajo uno de ellos, vimos la llegada de más gente. Me fijé en mi hermano: tenía las manos sucias, así como los bajos de los pantalones y las botas. Ofrecía un aspecto demacrado. Seguramente yo no estaría mucho mejor que él. Todo lo acontecido durante esa fatídica noche había hecho mella en nosotros.
—Tenemos que ser fuertes, Simon. —Asentí con un leve movimiento de la cabeza—. ¿Recuerdas todo lo que ponía en tu papel?
—Sí, lo tengo todo grabado en la memoria. Mi nuevo nombre, la dirección, el nombre de nuestro supuesto padre muerto y el de nuestra nueva madre. Todo. ¿Y tú?
—Yo también.
—¿Te duele la muñeca?
—Solo un poco, no te preocupes.
La comida que llevábamos estaba realmente buena. Nuestro organismo necesitaba un poco de energía para recuperarse. Pobre madre, ya la echaba de menos.
—No tengas miedo, padre es muy listo y precavido, el plan es muy bueno. Cuando lleguemos deberemos confiar en nuestra nueva madre. La señora Michaela nos ayudará en todo, nos facilitará trabajo y cobijo. Deberemos poner empeño para pasar desapercibidos.
—Echaré de menos a padre y madre. Sé que te tengo a ti. Sé que me cuidarás mucho y me ayudarás en todo. Eres un buen hermano mayor, pero ellos son imprescindibles.
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