—¿De qué se ríe?
Busqué a Gabriel para pedirle auxilio, pero no lo vi. Al girarme de nuevo hacia la niña, esta se volvió hacia mí. Su cara angelical había mutado. La transformación era terrorífica, tenía la cara del agente de la Gestapo. Este había salido de dentro de la niña como un insecto en su cambio de piel. Como la metamorfosis de un bicho malicioso. «¡Dios mío! ¿Cómo puede ser?», me dije.
—¿Pensabas que podías escapar de mí, maldito pueblerino ignorante?
Intenté correr, huir, desaparecer, pero mis pies no me hacían avanzar. Resbalaban. Seguía siempre en el mismo sitio. Me afanaba para que mis potentes zancadas hicieran bien su cometido, pero no. El policía empezó a crecer súbitamente. Ahora era más alto que yo.
—Simon… ¡Simon! Despierta, hermano.
—No me hagas daño, ¡por favor! —grité suplicando clemencia.
—¿Pero qué estás diciendo, Gabriel? Soy tu hermano. ¿Te encuentras bien?
Me había dormido y el sueño se había transformado en pesadilla.
—Sí, sí. Estaba soñando... —le dije mientras me secaba el sudor frío de la frente.
—Prepárate, enseguida tenemos que bajar. Ya casi hemos llegado. Ayúdame con la chaqueta, anda.
Me incorporé y se la puse, así como la mochila y el gorro. De igual forma me abrigué y me coloqué bien la mochila. Miré con alivio al padre de la niña, que leía un periódico con tranquilidad. Sonreí. Traté de cruzar una mirada con él, pero no levantó la vista del diario. Cuando la niña se percató de nuestros movimientos me miró y sentí un escalofrío. Aparté la vista inmediatamente.
El tren se detuvo. Por fin habíamos llegado a Bonn.
El reposo durante el viaje en aquel vagón lo agradeció cada célula de mi cuerpo, pero sobre todo mis pobres pies.
Al detenerse el tren, algunas personas hacían cola para apearse y otras esperaban sentadas para continuar su viaje. Nos pusimos en la fila dispuestos a emprender una nueva etapa de la forzosa aventura que nos estaba tocando vivir.
—Después de usted —dijo mi hermano, y acto seguido se le iluminó la cara. Con un gesto de la mano cedió el paso a una chica de gran sonrisa y pechos abundantes.
—Oh, muchas gracias. Es usted muy amable —contestó ella sonriendo, mientras descendía del tren por las escalerillas. Estoy convencido de que, de no ser por su muñeca malherida, mi hermano hubiera cogido sin dudarlo la maleta de la señorita.
Al pobre Gabriel, al verla, se le puso una sonrisa estúpida y las mejillas se le sonrojaron. No pude evitar reír. Así que, gracias a la chica de los grandes pechos y a aquella absurda situación, nos alegramos los dos y apartamos nuestros grises pensamientos por un instante.
Al salir del tren respiré hondo y pude sentir la brisa gélida que acariciaba mi rostro. El frío hizo que me brotasen algunas lágrimas. Gabriel, en cambio, observaba con atención alejarse a la señorita, que caminaba con hipnóticos contoneos de cadera. ¡Qué poco necesitan los hombres para olvidar un amor! En el fondo me alegré por él, había estado tremendamente callado y triste todo el tiempo, la melancolía le había estado comiendo por dentro, y en aquel momento le cambiaron la cara y el espíritu.
Busqué al señor Gerber entre la multitud que descendía del tren y que se diluía entre el gentío que esperaba en el andén y aquellos que deseaban subir al vagón, pero no lo vi. Me hubiera gustado despedirme de él, había sido muy amable conmigo. Pero ni rastro de él. Por el contrario, sí había una buena representación de soldados nazis con sus semblantes nazis y sus perros nazis. La mayoría de ellos poseían miradas frías y antipáticas, como si aborreciesen a todas las personas ajenas a ellos y a los suyos. En menos de un día vi a más de un centenar de soldados y no recuerdo que ninguno tuviese un gesto amable con alguien o una sonrisa; no me acostumbraba a su presencia. Seguramente eran unos pobres chicos tristes y deprimidos. Estaban fuera de lugar, aunque el que realmente estaba así era yo. Nos alejamos de ellos de inmediato, no necesitábamos más problemas.
El cambio era evidente nada más descender del tren. La estación era muy diferente a la del pueblo, esta era imponente y con mucho estilo. Sin embargo, todas las personas que veía se comportaban como las que me crucé en la otra estación. Se podía apreciar el hastío, la turbación y el tormento que parecían sentir todos. Era insólito percibir tanta tristeza. Supuse que todas aquellas personas tenían unas circunstancias similares a las nuestras o incluso peores. Cuando conseguimos salir de la aglomeración noté el brazo de Gabriel sobre mis hombros.
—Es hora de buscar a la señora Michaela —dijo mi hermano con un gesto de felicidad.
—Sí, Theaterstrasse —añadí veloz como de costumbre. Había memorizado a la perfección todos los datos que nuestra madre nos proporcionó. El problema era que ninguno de los dos teníamos ni la más remota idea de dónde se encontraba ese lugar—. ¿Hacia dónde vamos?
—Salgamos de aquí. Iremos hacía el centro. Solo tenemos que dirigirnos hacia algún edificio alto, una iglesia o una sinagoga, por ejemplo. Lo normal es que estén en el centro de la ciudad. Una vez allí, preguntaremos en algún comercio.
Salimos de la estación dejando atrás su bella arquitectura. Al levantar la mirada contemplamos el campanario de una iglesia, que se levantaba majestuoso ante nosotros. «Un golpe de suerte», pensé. Y hacia allí nos dirigimos, tal y como había dicho Gabriel. Caminamos por una avenida con grandes árboles y gente que iba y venía, algunas personas con urgencia y otras con la parsimonia característica del que pasea por su ciudad. Algunas vestían con gran estilo. Lucían sus abrigos caros de diseño con gran elegancia; estos eran los de la parsimonia. Los que tenían prisa, sin embargo, vestían de forma humilde y eran más abundantes.
Íbamos tranquilos, sin prisa. Cada uno con nuestros pensamientos. Callados. Tristes. Cansados. Si no hubiésemos llevado aquellas ropas gastadas y un poco sucias, nos hubiéramos parecido a los de la parsimonia. Yo pensé en mis padres, en mi tío, en qué estaría haciendo madre sola en el pueblo y si la habrían dejado tranquila los soldados. También pensé en mi primo Helmo y en su huida desesperada hacia lo desconocido. Pero sobre todo pensé en mi padre, si estaría a salvo y en buen estado. Lancé mis plegarias al aire, deseando con toda mi alma que estuviesen bien. Supuse que mi hermano estaría todavía imaginando el balanceo de los glúteos de la señorita del tren.
Tuve sed, así que saqué la cantimplora y de un solo trago la vacié. Al girar por una calle que daba a la plaza de la iglesia, nos dimos de bruces contra unos soldados. No podía ser cierto. El antiguo dolor de estómago volvió de inmediato. Mi corazón volvió a las taquicardias. La cantimplora se escurrió de mi mano y desapareció rodando detrás de un árbol. Miré a mi hermano y él a mí.
—Joder, ¡maldita sea! ¿Estáis ciegos o qué os pasa? —exclamó el soldado más joven mientras me empujaba sin ningún tipo de miramiento.
Caí sobre el brillante suelo de la calle, mojado por el deshielo de los restos de nieve, y pude ver mi rostro de pavor reflejado como en un espejo.
—No era nuestra intención molestarles. Les ruego que nos perdonen —les imploró Gabriel.
—Disculpen, señores —añadí, tratando de disimular mi espanto mientras me incorporaba.
—Me dan ganas de partiros la boca ahora mismo. A ver, pareja de idiotas, ¿de dónde venís y a dónde vais? —nos interrogó el soldado.
—Vamos a casa, señor. Tenemos hambre y ganas de darnos una ducha —respondió con prontitud y serenidad Gabriel.
—Sí, eso es. Y, bueno, acabamos de bajar del tren, que ha llegado con bastante retraso. Venimos de visitar a nuestros familiares cerca de Frankfurt. El viaje ha sido largo.
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