Francisco Vera Puig - El nazi olvidado

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El tranquilo universo de un joven judío llamado Simon se ve alterado por la irrupción del III Reich. Los nazis apresan a su hermano acusándolo de homosexual. Solo y sin futuro, empieza la búsqueda desesperada de este, encontrándose a sí mismo y descubriendo su sexualidad. Un forzado viaje a través de los campos de concentración de Flossenbürg y Buchenwald, acompañado por la inestimable ayuda de su nuevo amor, un médico nazi que le protegerá.
La lucha por mantenerse a salvo y evitar la muerte de su hermano le introduce en una espiral de engaños y sufrimiento de la que no puede salir fácilmente. La mentira en la que ha convertido su vida le llevará a un camino sin retorno.
Una combinación trepidante de emociones y viajes, barbaridades y humillación, verdades y mentiras, que llevan a Simon a una lucha sin cuartel por su supervivencia y la de su hermano. Viviendo los recuerdos y su triste presente descubriremos el amor y la sexualidad a través de un corazón adolescente e inexperto en tiempos de la Alemania nazi.

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—¡Dejadme ver vuestros documentos! —nos ordenó el soldado, que nos miraba con total desconfianza.

—Claro. —Busqué en mis bolsillos, aparté con atención el papel que me había dado el señor Gerber y saqué con cuidado el documento que me entregó madre. Mi hermano hizo lo propio—. Tenga.

—Veamos... Tú eres Frank Geissler. —Asentí sin abrir la boca—. Y tú, Albert Geissler. —Miró el documento y a nosotros. Repitió ese gesto una vez más. Me estaba empezando a poner nervioso—. ¿Sois hermanos?

—Así es, señor.

—Hermanos bobos es lo que sois. —Comenzó a reír. Miré de reojo a Gabriel y él a mí—. Ya, y decís que vais a casa, ¿sí? —Volví a afirmar con la cabeza—. A comer con vuestra madre. ¿Es cierto eso, Albert?

—Absolutamente, señor. Así es —contestó mi hermano.

—¿Seguro?

—Por supuesto. Tenemos ganas de llegar a casa —añadí atemorizado. Estaba seguro de que se había percatado de algún error en el documento.

—¿No os dais cuenta, par de idiotas? —No entendía qué era lo que pasaba. Le mostró los documentos al otro soldado, que empezó a reír también.

Silencio. Silencio y desconcierto por nuestra parte. Risas y burlas por la de ellos.

—No sé a qué se refiere, señor. —«¡Dios! ¿Qué pasa ahora?», pensé.

—Sois rematadamente memos —continuó el soldado, riendo.

—Lo supe en cuanto los vi, mi cabo. Infinitamente idiotas —dijo el otro soldado limpiándose las lágrimas de la risa.

—Vais en la dirección opuesta, cabezas huecas. Vuestra maldita casa está próxima a aquel campanario de allá. —Me propinó una colleja, a la vez que hacía ostensibles gestos con las manos burlándose de nosotros—. No sabéis por donde andáis, confundís vuestra mano derecha con la izquierda. Alemania necesita un pueblo inteligente y despierto, y vosotros ni siquiera sabéis llegar a vuestra casa. Vuestro domicilio está en aquella dirección. —Con su dedo índice nos indicó el rumbo que debíamos tomar. «¡Era eso! Maldita sea, qué torpeza la nuestra». Me faltaba el aire al pensar en qué excusa darle.

—¡Oh!, sí. Tienen razón —dijo Gabriel.

—Vaya, es verdad. Es que... estábamos hablando de... y no nos hemos dado cuenta...

—Dejad de soñar y jugar, y creced de una puta vez. Los niños no sirven para nada, estorban el camino de los hombres. Vosotros ya sois mayores, pero os comportáis como niñatos. Id a casa de mamá y mañana por la mañana pasad por el cuartel militar a alistaros en el ejército. —Puso un gesto de soberana malicia—. Allí os convertirán en verdaderos hombres. Creedme, falta os hace.

—Sobre todo a ti, florecilla —añadió el otro soldado al tiempo que me señalaba. «¿Florecilla yo? Pedazo de orangután sin cabeza...».

—Claro, señor. Justo esta mañana estábamos hablando mi hermano Albert y yo sobre el hecho de colaborar con el ejército y con la noble causa, la cual defienden ustedes con óptima diligencia —mentí.

—Mañana pasaremos sin falta —añadió Gabriel.

—No lo dudo, no lo dudo. Ahora marchaos bajo la falda protectora de vuestra madre.

—Gracias, señor.

—Gracias, señor —afirmé, mientras seguía a Gabriel, que caminaba en dirección opuesta a los soldados.

Cuando ya habíamos dado unos tres o cuatro pasos, oí al soldado de nuevo.

—¿A dónde vais, par de maleducados?

—A... a nuestra casa —respondió Gabriel atónito.

—¿Y el saludo?

—Es cierto, tiene razón —contestó a la vez que se llevaba la mano a la cabeza—. Discúlpenos.

—Gabriel, ¿qué saludo? —pregunté a mi hermano en voz baja.

—Imítame, pon atención. Levanta tu mano derecha.

Y observándole de reojo repetí a la perfección todos y cada uno de los pasos que hizo. Junté mis tobillos, me puse en posición de firme, levanté mi mano derecha y mostrando la palma de mi mano repetí gritando «Heil Hitler» . La cara de los soldados reflejó satisfacción, así que nos saludaron y se marcharon hablando entre ellos.

No reaccioné hasta que se alejaron unos quince metros. Recuerdo que nos quedamos inmóviles, quietos como dos rocas en el desierto, viendo cómo se alejaban los molestos soldados. Miré a Gabriel y de mi boca salió una carcajada producida por el temor y el desasosiego que rápidamente contagió a mi hermano.

Así que volvimos sobre nuestros pasos. En aquel momento, afortunadamente, ya sabíamos más o menos el lugar al que debíamos dirigirnos.

Pese a la presencia de los soldados, no podía evitar sentirme seducido por aquella ciudad. Yo, un chico de clase obrera y pueblerino, en aquel momento me sentí abrumado. No podía decirse que hubiera visto mundo; este era el pueblo, la escuela, mis libros, el bosque y poco más. Esto estaba bien, pero no podía evitar que me envolviese una gran melancolía. Intenté concentrar todos mis pensamientos y energías en la tarea que nos ocupaba: encontrar la casa de la señora Michaela.

Continuamos caminando durante bastante tiempo. Callejeamos serenos por aquella ciudad tan grande. Dejamos atrás una gran avenida y nos adentramos por unas calles más pequeñas. A lo lejos pudimos escuchar una melodía extraordinaria, era la música de un piano. La seguimos hasta dar con la casa; tenía las ventanas abiertas de par en par, que dejaban escapar sus cortinas. Estas bailaban al son de la música y de la brisa.

—Es realmente bella esa música —le dije a mi hermano.

—Sí. Juraría que es de Beethoven.

Curiosos, nos acercamos hasta el ventanal por el cual salían con fuerza aquellas maravillosas notas, tocadas con exquisito gusto. Hubiese dado cualquier cosa por poder subir y deleitarme en primera fila con la música y el pianista. He de reconocer que no sabía nada de Beethoven, pero me enamoró al instante. Esa melodía se metía por cada poro del cuerpo hasta llegar a tocarte el alma, provocándote escalofríos. Qué efecto tan maravilloso producía.

—¿Podemos quedarnos aquí un poco, hasta que termine? Por favor. Me gusta mucho, Gabriel.

—Bueno, solo unos minutos, Simon.

—Gracias. Podemos sentarnos aquí. —Señalé el umbral de un portón grande de madera que seguramente era la entrada a la casa del pianista. Él accedió. Jamás se hubiese negado a escuchar un regalo celestial como aquel—. ¿Te duele todavía la muñeca?

—Un poco, solo eso.

—Quizá la música te sirva como terapia.

—Nos vendrá bien a los dos.

Gabriel era un apasionado de la música. Aquella sobresaliente melodía nos invitó, por casualidad, a permanecer sentados en aquel escalón durante diez minutos en los cuales nos olvidamos del frío. Él se sentó con los brazos cruzados como si se abrazase dándose calor, y yo, con las manos en los bolsillos del abrigo, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, imaginando a mi madre en sus quehaceres cotidianos, a mi padre en el comedor leyendo el periódico y a mí junto con Gabriel hablando de nuestros sueños. Quedaba todo tan lejano…

—Ha terminado, Simon. Levanta. Vamos.

—Sí. —Me desperté de esa aflicción de anhelo momentáneo—. Vamos. Ha sido un verdadero regalo de bienvenida a esta ciudad.

—Nos lo merecemos, ¿no crees? —dijo riendo.

Seguimos andando hasta llegar a una plaza. Era grande, con pocas florituras, sencilla pero imponente. Había una gran cantidad de puestos en los que se vendían frutas, pan, herramientas de campo, libros y hasta bellas pinturas. Puedo decir que allí las personas tenían, por fin, color. A madre le hubiera gustado aquel lugar. Recuerdo con ternura cómo unas niñas lanzaban pan duro a un gran número de palomas que se amontonaban peleando por la comida. Años más tarde vería algo similar, pero en lugar de palomas serían seres humanos humillándose para conseguir comida. Pero ese día se escuchaban gritos de los comerciantes anunciando los precios de sus productos. Los olores y el movimiento me daban la sensación de estar vivo. En mi cabeza aún podía escuchar la mágica composición musical. La vida, fresca, dinámica, encantadora y frenética, se mostraba ante nosotros. Cuando estábamos contemplando un tenderete de frutas vi pasar a la mujer de los abundantes pechos. Me acerqué a mi hermano.

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