—Gabriel, mira.
Se giró para descubrir aquello que yo le indicaba. Sus ojos volvieron a abrirse como platos y a tener ese reflejo particular. Otra vez se le puso la sonrisa estúpida en la boca. Mientras, yo me quedé mirando las manzanas: eran grandes, rojas y tenían mucho brillo. Él, sin embargo, no perdía de vista a la mujer.
—¿Te apetece una, Simon?
—Claro. ¿Has visto que buena pinta tienen?
—Sí, sí. Aquí todo tiene buena pinta —rio—. Toma. —Introdujo su mano sana en el bolsillo y me dio dos monedas—. Compra dos, nos hará bien comer algo de fruta. Yo voy a dar una vuelta. Espérame aquí.
—Está bien, pero no tardes.
Le agradecí su idea y me puse en la fila. Le vi dirigir sus pasos detrás del contoneo femenino. Delante de mí había dos hombres mayores hablando y no pude evitar escuchar sus palabras, a pesar de que hablaban en voz baja.
—Al final van a hacerlo, no puedo creerlo.
—Es imposible —dijo rotundo el más viejo.
—Estoy realmente triste. Me lo ha confirmado un familiar que vive en el norte y lo ha visto con sus propios ojos.
—¿Cómo van a poder ponernos una estrella en el pecho a todos? ¿Para marcarnos como animales? Es absurdo.
—Muy absurdo, pero ya han empezado. Pronto todos la llevaremos. Adultos, mujeres y niños. Todos.
—No lo permitiremos.
—Nos arrebatarán absolutamente todo. Son muy violentos. Estaremos señalados. Morirá mucha gente.
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo?
—Sí. Créeme, pasará...
En ese punto de la conversación, me asusté. «¿De qué están hablando? ¿Muertos?». Uno de ellos descubrió mi furtiva intrusión.
—Chico, hazme caso, por favor —me dijo mirándome directamente a los ojos—, jamás permitas que te pongan ningún distintivo. ¿Me has escuchado? —Asentí estupefacto.
—¡Deja de asustar al chico! —le increpó el anciano.
—Si eres judío, te lo pondrán.
—No levantes la voz —le pidió el otro señor con gesto nervioso.
—Disculpe, yo no soy judío. Pero ¿qué es lo que van a ponerles? ¿Y quién?
—Los nazis. Van a por nosotros. Quieren que llevemos una estrella cosida en nuestra ropa.
—¿Para qué? —Quería extraer la máxima información de aquella conversación.
—Para identificarnos y segregarnos. Así podrán humillarnos tranquilamente.
—Déjale ya, por favor. Chico, pasa delante de nosotros y compra lo que necesites. No le hagas caso. Solo dice barbaridades. Olvida todo lo que has escuchado.
—Gracias —les dije.
Así que, preocupado, me puse delante de ellos y le pedí a la tendera que me vendiera dos manzanas. Los hombres continuaban con la discusión.
—Si fueran tan amables, me gustaría que me indicaran por dónde debo ir para encontrar la Theaterstrasse.
—Eso no está demasiado lejos, chico —me respondió el más joven.
—Por allí vive el rabino Stein. Es muy fácil, solo tienes que ir por allí —añadió el más viejo, que señaló una calle— y siempre en línea recta.
—¿Cómo se te ocurre decir eso en público? —le recriminó el otro bajando la voz, agarrándole por los hombros y alterándose de forma evidente—. No has debido decir dónde vive el rabino. Lo estás poniendo en un riesgo innecesario.
—Maldita sea, no me he dado cuenta. Lo siento.
—Debes tener mil ojos.
—Lo sé, lo sé.
—Bueno, chico, continúa recto hacia allí y cuando veas un negocio de harina con una puerta azul deberás girar a la izquierda. Allí es.
—Entendido. Gracias nuevamente.
—No tiene pérdida.
—Que tengas suerte, muchacho —me deseó el mayor a la vez que se acercó a mi cara y me susurró sus últimos consejos—. Si necesitaras alguna vez algo, no dudes en buscar al rabino Stein. Y no te preocupes por lo que te ha dicho mi amigo. Todo irá bien, ya verás.
Hice un gesto con la cabeza en señal de aprobación y me aparté del puesto esperando la vuelta de mi hermano. Al girarme encontré uno de arte y decoración repleto de juegos de té de porcelana y figuras disecadas de animales horrorosas. En ese momento pasaron dos soldados. Era raro no haberlos visto antes, y fue notable la transformación inmediata de las personas de la plaza. Su actitud jovial se volvió sombría. Incluso los hombres que hasta ese momento seguían discutiendo se marcharon como almas que lleva el diablo. Los soldados, al pasar por el puesto de frutas, cogieron varias peras y se marcharon sin pagar. Allí estaban a sus anchas y tenían derecho a robar lo que se les antojara. Malditos.
Gabriel no volvía y empecé a impacientarme. Lo busqué con la mirada por todos los lados y no lo vi, así que decidí comerme una de las manzanas. El crujir de su tersa piel y el dulce y ácido sabor de su carne convirtieron mi paladar en un paraíso. De pronto noté que alguien me tocaba con insistencia el hombro y se tensaron todos los músculos de mi cuerpo.
—Simon, ya estoy. Perdona por haber tardado. —Era Gabriel. Disfrutaba asustándome por detrás. Siempre lo hacía.
—¿Dónde te habías metido? Has tardado una eternidad —protesté un poco enfadado.
—No ha sido tanto. Como mucho, habrán pasado quince minutos.
—Creo que es bastante tiempo para considerar que has tardado.
—He estado hablando con la chica.
—No tienes remedio, hermano. —Le lancé una mirada airada.
—No es lo que piensas. —«¿Cómo diantres puede él saber en lo que yo pienso?»—. Ella vive aquí.
—¿Y?
—Me ha dado indicaciones para encontrar la dirección de la señora Michaela. Su casa está a menos de quince minutos de aquí.
—Bien. Yo también he averiguando cómo llegar a su casa —le dije mientras lo miraba a los ojos, alardeando de mi habilidad para conseguir información.
—¿Sí?
—Sí. Y no he tardado tanto como tú. —No sé qué parte de lo que dije le resultó graciosa, pero el caso es que se rio—. Anda, vamos.
—¿Estás celoso?
—¿Yo celoso? No digas tonterías.
—Vale, está bien. Perdona.
Comenzamos a andar hacia donde me habían indicado los dos hombres.
—Es guapa —le dije.
—Sí, lo es. Mucho.
—¿Quieres tu manzana?
—Por favor. —Se la di—. Ahora pongámonos en marcha. Intentemos llegar lo antes posible.
—¿Ahora tienes prisa? —Volvió a reír. En parte era verdad que tenía algo de celos, pero es que era mi hermano y yo lo necesitaba a mi lado.
Salimos del mercado, que había visto reducida su afluencia de gente tras el paso de los nazis ladrones.
—He tenido suerte, ¿sabes? —Le miré con asombro—. Me ha dicho que trabaja en un club y que allí hay música todas las noches. Me ha dado la dirección y quizá pase algún día para ver si necesitan algún cantante. ¿Me imaginas de cantante en un club?
—Qué bien, hermano. Aunque te veo más en un teatro cantando ópera.
—Bueno, esto puede ser el comienzo de mi carrera. Quizá logre trabajar algún día en el Moulin Rouge o en La Scala.
—Claro, ojalá.
—Sería fantástico.
—Yo he hablado con unos hombres y me han dicho que a los judíos nos van a obligar ponernos una estrella en los abrigos, para identificarnos.
—¿Qué chorradas dices?
—Lo que oyes.
—¡Ja! Eso es imposible, hermano.
—¿Por qué?
—Porque hay muchos judíos. No pueden hacerlo.
—Ya, pero...
—¿Tú sabes cuantas estrellas harían falta?
—Pues lo ha di...
—Imposible.
—Estaba muy convenci...
—Ya basta. Déjalo.
Me callé durante unos minutos, pero las palabras de aquel desconocido me habían perturbado.
—También han afirmado que habrá muertes.
—He dicho que basta. —Siguió comiéndose la manzana ignorando lo que le decía. Lo noté enfadado por lo que me habían dicho esos desconocidos. Gabriel se imaginaba triunfando sobre los mejores escenarios de Europa y yo no debía amargarle con malas noticias.
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