De pronto noté que alguien me daba unos toques en el hombro. Me giré hacia mi hermano, que ya dormía, y luego miré a la anciana que seguía absorta en sus cavilaciones.
—Chico —me susurró una voz masculina detrás de mi cabeza.
Instantáneamente me volví. Era el hombre que estaba sentado detrás de mí.
—¿Sí?
—Casi os atrapa.
—¿Perdón?
—Habéis tenido mucha suerte, muchacho. Por poco os coge el agente de la Gestapo.
Lo miré sorprendido. Era un señor de mediana edad, con un bello rostro, moreno, una sonrisa iluminada por unos dientes resplandecientes y adornado con un sombrero que le daba cierto aire de gallardía. No supe qué contestarle.
—Si os atrapa, no sé qué os hubiera hecho. Estaba totalmente fuera de sus cabales. —Sacó una botellita de un bolsillo y bebió un trago—. Ha destrozado al pobre hombre que se cruzó entre vosotros.
—Sí.
—Apartémonos de la gente, allá atrás hay un espacio vacío. Podremos hablar con mayor tranquilidad. —Señaló un lugar al final del vagón. Era una esquina sin ventanas, sin apenas luz—. ¿Vienes?
—Está bien.
No sé por qué, pero el caso es que acompañé al misterioso caballero hacia el final del vagón.
—No tengas miedo. Mi nombre es Ansgar Gerber. He observado los acontecimientos en la estación. Os habéis librado, por lo menos, de una buena paliza. Estos días los policías y los militares están como locos. Todos lo están. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Mi nombre es Si... —dudé. Miré al suelo y tragué saliva—. Frank, señor. Frank Geissler.
—Claro, Frank, como tú quieras. —Me sonrió—. Las próximas veces que un desconocido como yo, por ejemplo, te pregunte por tu nombre, no vaciles tanto. Debes mostrarte seguro. —Me había descubierto. En ese momento, además de la curiosidad que me despertaba aquel hombre, sentía miedo. Intenté mirarle a los ojos para demostrar una seguridad ficticia, como mi nombre.
—¿Qué quiere?
—Solo quiero ofreceros mi ayuda, por si la necesitáis. —Lo miré expectante—. No sé a dónde os dirigís, si tenéis algún lugar donde os acojan o una coartada segura y creíble. Pero soy una buena persona, créeme.
—Le creo, señor Gerber.
—Vivo en un pueblecito muy cerca de Bonn y tengo una imprenta. En breve necesitaré mano de obra y os podré dar trabajo. —Volvió a beber de su pequeña botella y la guardó.
—Bueno, el caso es que volvemos a casa de nuestra madre y allí los dos tenemos ya nuestra vida bien organizada. Pero le agradezco el gesto.
—Claro, claro. De todas formas, chaval, te dejo una tarjeta con la dirección de mi empresa. En cualquier momento podéis pasar por allí. No lo dudéis.
—Gracias, pero por el momento...
—Déjalo ya, muchacho. Conmigo no hace falta que sigas mintiendo. Solo quiero ayudar. —Le volví a mirar a los ojos y pude ver que era sincero. Noté que era una de esas personas que aparecen en las vidas de otras para guiarles o facilitarles la existencia.
—Gracias. La verdad es que no sé muy bien qué encontraremos en Bonn. Vamos a buscarnos la vida.
—Lo sé. Lo he imaginado desde el primer momento que os he visto. Por eso os brindo mi protección. Mi casa es vuestra casa. En tiempos revueltos hay que ayudar a la gente que lo necesita. ¿Judío? ¿Comunista?
—¿Qué? No entiendo.
—Vuestro padre, que si es judío o comunista.
—No, no. Claro que no. Bueno, mi padre... No. Mi padre...
—Judío y comunista, ¿cierto? —Volvió a beber de su botella.
—Prefiero no hablar sobre eso. —Mantuve mi secreto a buen recaudo. Aquella insistencia me incomodó. No podía confesar todo a cualquier desconocido. Y sí, éramos judíos. Mis padres se habían regido por la Torá y habían vivido según sus normas, pero siempre habían sido flexibles en sus mandamientos. Podría decirse que nuestra cultura era judía, solo eso.
—Entiendo. Yo soy judío, pero me necesitan por mi empresa. No pongo en duda que tu padre sea una buena persona, muchacho. Los soldados tienen órdenes concretas y en lo que se refiere a judíos y comunistas son muy ásperos. Esperemos que esté bien.
—Eso deseo con toda mi alma. Poder vivir en paz y tranquilo.
—Eres un buen chico.
—Siento que usted es una buena persona. Guardaré con cuidado su tarjeta por si le necesitamos.
—Tened cuidado cuando lleguéis a vuestro destino. Está plagado de nazis. Pero lo más importante es que no titubeéis ante ellos. Si reaccionas con ellos igual que conmigo, os descubrirán. —Asentí—. Chaval, me alegro de haberte conocido. Al menos pasaos a saludarme cuando os hayáis instalado en Bonn.
—Dé por hecho que iremos a verle algún día. Gracias, muchas gracias. Ha sido usted muy amable.
Le miré con cara de alivio y agradecimiento, me dio una palmada en mi hombro y con una sonrisa nos dirigimos cada uno a nuestros correspondientes sitios. Encontrarme con ese desconocido en aquel vagón fue realmente un alivio. Parte del miedo y de la incertidumbre que sentía se disiparon. Mi hermano seguía dormido, como el ario obeso, así que decidí disfrutar del paisaje que veía ante mí por la ventanilla. Los árboles pasaban veloces, las montañas en la lejanía se movían también, el traqueteo del vagón, el calor del amor de los ancianos, la mirada verde de la chica rubia, la voz grave y masculina del padre de los niños..., todo contribuyó a que cayera rendido a merced de Morfeo.
Calenté mis manos apretando firmemente la taza con mi infusión, endulcé mi paladar con su suave textura y tibio sabor. Junté mi taza con sus vasos y brindamos. El sonido de la cerámica junto con el del vidrio se escuchó por todo el vagón restaurante. Me encontraba junto al señor Gerber y el padre de los niños, que disfrutaban de unos vasos con Killepitsch . Era una situación maravillosa. Eran grandes conversadores y muy simpáticos. Les conté la aventura que habíamos vivido mi hermano y yo, y todo lo que nos quedaba por hacer. Se mostraron muy empáticos y me transmitieron coraje para afrontar el futuro. Les hubiera gustado conocer a mi padre. Vi mucha belleza en esos hombres, cada cual distinto, pero igualmente carismáticos. El padre nos contó que se mudaban a Düsseldorf para poder estar más cerca de la madre de su mujer, que se encontraba enferma, y que, además, le habían ofrecido un puesto de trabajo como ingeniero en una gran fábrica de coches con una importante suma de dinero que no podía rechazar. También nos contó la historia de cómo conoció a su mujer en una fiesta de fin de año. El señor Gerber, en cambio, era soltero y no tenía hijos. Dedicaba toda su vida a su trabajo en la imprenta. Le encantaba editar libros antiguos y otros tantos de filósofos y poetas. Conocía a muchos escritores famosos y se codeaba con la alta sociedad artística y cultural. Ojalá mi hermano hubiese estado despierto, pues se perdió una gran sesión de oratoria y de risas. Aquellos dos hombres me resultaban interesantes y era extraordinario poder charlar con ellos. Me hacían olvidar la tristeza que sentía por la soledad de mi madre y el dolor de mi padre, y me despertaban cierta fascinación.
De lejos escuché la voz inigualable de Gabriel al cantar y un sinfín de gente que lo jaleaba y ovacionaba. No podía creer lo que estaba viendo. Mis nuevos amigos se pusieron en pie y también lo vitorearon como locos. Vi aparecer entre la muchedumbre a la hija del ingeniero, que se acercaba sin prestar atención al gentío enloquecido. Su padre se levantó y fue a rescatar a su hija. La niña lo abrazó fuerte colocando su cabecita repleta de rizos rubios sobre su hombro. Pero esa imagen tan hermosa se tornó espeluznante al segundo. La niña apretaba con sus manitas, fuerte e impasible, el cuello de su padre, y este no podía zafarse. En unos segundos, el padre se desmayó y cayó al suelo. La niña estaba de pie dándome la espalda. En ese instante nadie gritaba ni mi hermano cantaba. Solo se escuchaba la risa burlona del señor Gerber.
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