A primera vista, era predecible que el público elegiría la vida del ganador de la lotería como aquel más feliz y, de hecho, así fue. Pero cuando Gilbert procedió a mostrar la vida de los sujetos un año después del evento, las percepciones del público cambiaron radicalmente: ambos gozaban de exactamente el mismo nivel de bienestar que mantenían antes del suceso de la lotería o del accidente.
Gilbert explica que esto se debe a que los momentos de placer o hedonismo —como ganarse la lotería o comprar una casa nueva— aumentan nuestro bienestar solo por un corto lapso de tiempo. Según sus estudios, la sensación de alegría de un evento placentero, dura máximo un mes, y eso explica cómo, luego de un año, ambos personajes volvieron al mismo estado de bienestar que tenían antes del suceso21. Si el ganador de la lotería era una persona infeliz antes de ganarla, lo más probable es que siga así. Lo que concluye Gilbert, es que el peso relativo que tienen este tipo de momentos de altas descargas de placer no son lo suficientemente poderosos como para modificar nuestra realidad, aunque el simulador de experiencias nos quiera hacer creer que sí.
Esto nos sucede constantemente, por algo existe el dicho “el pasto del vecino siempre es más verde”. También es un problema para quien está en la otra cara de la moneda, es decir, para quien es juzgado de acuerdo a su situación económica. Conozco el caso de Alan, un joven de veintiocho años que heredó una importante fortuna de su abuelo. El monto que es considerable y, en la práctica, no necesitaría trabajar un día más de su vida para mantener su nivel de gastos. A los ojos de todos, su situación parece envidiable. Si bien es cierto que tiene su “vida asegurada”, él igualmente quiere ser productivo, tal como sus amigos, pero su entorno no lo toma muy en serio, ya que no entienden para qué quiere trabajar si no tiene necesidad de hacerlo.
Quienes conocen a Alan asumen que vive una vida feliz, sin embargo, él no piensa lo mismo. Él solo quiere tener una vida normal, algo por qué levantarse cada mañana y sentirse orgulloso de sus propios logros. Siente un vacío enorme y, dado que nadie lo toma en serio, ha llegado a dudar de sus propias capacidades. No se atreve a intentar nada nuevo y se siente frustrado. Me cuenta que, a veces, hubiese preferido seguir viviendo la vida que tenía antes, y que nadie notara la herencia que recibió. A diferencia de lo que todos imaginan, en el caso de Alan, el dinero ha generado un mayor vacío que otra cosa.
Ingenuidad comunicacional
Esa misma voracidad de tener dinero y poder consumir más y más, ha sido también alimentada por toda la información que recibimos en los medios de comunicación y redes sociales. Creemos en todo aquello que nos dicen, como por ejemplo, cuando nos muestran que existe un acondicionador que dejará nuestro cabello como nuestra actriz favorita, la bebida energética que nos convertirá en los mejores futbolistas y las vacaciones perfectas que resolverán todos nuestros conflictos familiares. Estamos dispuestos a pagar por prácticamente cualquier producto que nos prometa alcanzar la anhelada felicidad… y los que se dedican al marketing lo tienen muy claro.
Hemos dejado que el contenido publicitario dicte las pautas de nuestra felicidad, aun cuando sabemos que estos comerciales no tienen por objeto educarnos, sino vender algún producto, cualquiera que este sea. Lo mismo sucede con las redes sociales: no tienen por objeto mostrarnos la realidad de la vida de nuestros amigos o cercanos, sino que solo aquellos pequeños y maquillados extractos de cotidianidad en los cuales todos quieren verse o aparentar estar de maravilla cuando no lo están. Mientras más carentes estamos, más queremos demostrar lo contrario. Sabemos que es así, porque caemos en hacer el mismo engaño. Aun así, sabiendo que es todo una farsa, nuestra inseguridad nos lleva a alimentar un nivel de ansiedad y frustración que nos agobia.
Los colaterales del dinero
Lo que muchos no han interiorizado aún es que el consumismo y el materialismo, en general, pueden ir en nuestro propio desmedro. Su efecto en nosotros no es indiferente. Una serie de estudios ha puesto en evidencia cómo las aspiraciones materiales pueden incluso disminuir nuestro nivel de satisfacción con la vida22. Una investigación realizada por Seligman y Diener en Estados Unidos durante 2004, demuestra que las personas materialistas tienden a restarle importancia a sus relaciones interpersonales y a estar constantemente disconformes con su nivel de ingresos23.
Un estudio de similares características, en el cual se investigaron los casos de distintos ganadores de la lotería, evidenció que aquellas personas con poder adquisitivo prácticamente ilimitado tendían a disminuir su disfrute de las cosas simples de la vida24, pues van de a poco perdiendo su capacidad de asombro. A eso se le suma el hecho de que suelen dar por sentado cada privilegio que gozan, perdiendo la gratificación propia que genera el ser agradecido.
Otra investigación del psicólogo estadounidense Tim Kasser, demostró que las personas con valores aspiracionales (los relativos al dinero, el estatus social y el poder) acarrean un riesgo superior de depresión y son más propensos a trastornos mentales25. Kasser afirma que el materialismo produce menores niveles de bienestar porque se asocia a bajos niveles de autoestima, empatía y motivación intrínseca, así como a altos niveles de narcisismo y de comparación social, que traen aparejados mayores conflictos en las relaciones interpersonales26.
Como se puede apreciar, los estudios en esta línea abundan, y aun así la creencia social de que el dinero es lo que nos hace felices, sigue profundamente arraigada en nuestra cultura. Muestra de ello es que, a pesar de que cada generación ha sido más rica que la anterior, los índices de bienestar no hacen más que empeorar27.
El reconocido psiquiatra chileno Ricardo Capponi, busca dar una explicación a este fenómeno humano por el cual siempre queremos más, aunque esto no nos haga más felices, que denomina “adaptación hedonista”. Capponi señala que nuestros órganos sensoriales, los que nos permiten sentir placer, están hechos para que un estímulo repetido pierda fuerza en el tiempo. Es como si el órgano se cansara y dejara de estimularse con cada repetición. Por mucho que nos encante el chocolate, si lo comemos todos los días, a toda hora, dejaría de producirnos el mismo nivel de placer que inicialmente.
Eso mismo ocurre con las posesiones materiales. Añoramos tener nuestro propio auto y, luego de que lo conseguimos, queremos cambiarlo por otro de mejor marca o por un modelo más nuevo. Si nos encantan las zapatillas, no basta con tener tres pares distintos, siempre deseamos comprar el último modelo. No nos basta con salir de vacaciones, estas tienen que ser cada vez más sofisticadas y lujosas para que nos generen adrenalina.
La adaptación hedonista hace que nos acostumbremos con rapidez a lo bueno. A medida que vamos acumulando, las expectativas aumentan, y aquello por lo que se ha luchado tanto ya no nos brinda la misma satisfacción que solía darnos. Para obtener el mismo nivel de placer que en la experiencia inicial, se necesita ir acrecentando la dosis de aquello que dio satisfacción y, por lo tanto, más dinero.
Y tener que ganar más para gastar más conlleva importantes costos personales: menos tiempo con la familia, angustia, estrés y deudas, entre otros males.
La situación que describimos nos lleva a sentirnos cada vez menos libres. Lo único que queda es seguir comprando para aplacar la angustia que produce la abstinencia. Creemos que comprar es lo que llenará ese vacío, pero lo único que logramos con eso es llenar espacio físico, en circunstancias que el vacío es espiritual.
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