Capítulo IV
Vacío existencial
La vida nunca se torna insoportable por las circunstancias, sino por la falta de propósito”. Viktor Frankl.
Hasta aquí había logrado comprender que existía una brecha entre la forma en la que estaba viviendo, y aquella que necesitaba vivir para sentirme completa.
Durante un almuerzo familiar —esos infaltables de los días sábado— le comenté a mi cuñada psicóloga acerca de este vacío que estaba sintiendo, y me recomendó que leyera el libro de Viktor Frankl El hombre en busca de sentido31 . Le pareció extraño que no lo hubiese leído, pues es un clásico de todos los tiempos y un relato muy importante para el pueblo judío. Así que, sintiéndome bien avergonzada, partí en seguida a leerlo.
Viktor Frankl (1905, Viena, Austria), neurólogo y psiquiatra austríaco, fue sobreviviente del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. En su libro, cuenta de manera autobiográfica su experiencia en el campo de concentración en Auschwitz, tiempo en el cual fue sometido a trabajo extremo, tortura, hambre y separación de su familia, además de presenciar infinitas muertes.
A diferencia de la gran mayoría que estaba en su situación, Frankl logró sobrevivir. Cuando le preguntan a qué le atribuye el que haya logrado soportar tanto sufrimiento y por tanto tiempo, él responde haciendo alusión a esa capacidad de aferrarse a lo realmente importante de la vida: a su propósito. Frankl señala que para aquellos compañeros de desventura que no lograron sobrevivir, acuñó el término “vacío existencial”, que describe como un sentimiento desgarrador que hace que la vida no tenga ninguna razón de ser. Un lugar donde solo hay sufrimiento y desconexión con el mundo exterior, y que hace que uno pierda las fuerzas para aferrarse a la vida.
La situación que describe Frankl en su libro es de las más extremas que haya escuchado nunca. Ese sentimiento desgarrador que describía, cuando ya no había esperanza o razón para querer vivir, parecía ser el fin de la existencia, y no así la muerte, como era de suponer. Y por otro lado, dejaba entrever que cuando tenemos suficientes razones poderosas para querer vivir, no importa lo que suceda en el exterior, porque nuestra alma, espíritu, llama interior, energía, fuerza, o como la queramos llamar, nunca se apaga.
Guardando las proporciones en cuanto a las circunstancias, mientras leía su biografía no podía dejar de identificarme con esa sensación de vacío que describía Frankl cuando hablaba sobre sus compañeros que no tenían razón para aferrarse a la vida. En mi caso era diferente. Si bien tenía muchas razones —mis hijas, mi marido y mi familia, sin duda, lo más importante de mi vida— igualmente sentía ese vacío. Para mí, esa sensación era señal de que había algo más por qué vivir.
Era una vacío que estaba íntimamente vinculado a esa brecha en mi felicidad, una distancia que tenía más que ver con una necesidad espiritual que material. Como si hubiese un abismo entre estas dos dimensiones. Y con Frankl aprendí que esta necesidad espiritual no la sentía por ser yo particularmente especial. Él mismo señala que los humanos no somos solo seres biológicos, sociales y psicológicos, sino también seres espirituales capaces de trascender las limitaciones físicas a través del propósito de la vida y la espiritualidad32.
Pero, ¿qué significaba esta dimensión espiritual del ser humano? Me costaba entenderlo. Me hacía sentido que hubiese algo más, aunque no lo podamos percibir por los sentidos o comprender a través de la razón. No es algo que siquiera tenga plenamente incorporado hasta el día de hoy, pero había una dimensión, algo oculta, que no tenía que ver con la religión ni con nada que conociera de antes.
Leyendo a distintos autores me vine a encontrar con la noción de “sentimiento oceánico”, que ha sido, en mi caso, lo más elocuente para llegar a entender nuestro plano espiritual. Romain Rolland, escritor y Premio Novel de Literatura el año 1925, acuñó el término en su correspondencia con Sigmund Freud hace casi un siglo33. He escuchado por ahí —pero no he podido confirmar la fuente oficial— que le puso ese nombre para referirse a la analogía de que “al igual que una gota en el océano, somos uno con el todo, en el cual cada persona es una gota y el océano es el universo.”
Este sentimiento se manifiesta en cada uno de nosotros como la percepción de que las fronteras entre el yo y el mundo se diluyen, aunque sea por un instante. Esta fusión que se genera, nos permite captar el mundo como una totalidad orgánica, interdependiente y bella en sí misma. Nos cuesta advertir esta unidad, ya que confiamos demasiado en nuestros sentidos, pero la consciencia universal34 no es perceptible por los sentidos ni comprensible por la razón. A esto se suma que vivimos vidas frenéticas que nos impiden la paz necesaria para sentir la conexión entre todo lo que existe.
Si bien la forma de lograr esta unidad es algo muy complejo y escapa a lo que estoy en condiciones de compartir, veremos más adelante —al desarrollar el concepto de trascendencia— que una de las formas de alcanzarla es a través de nuestro actuar, nuestra correcta forma de vivir y de relacionarnos con los demás35.
Yo no era la única
Compartiendo mis emociones con los demás en diferentes cursos o charlas de propósito, logré encontrar a muchas personas que, al igual que yo, sentían un vacío y tampoco comprendían por qué lo sentían ni cómo llenarlo. En general, se trataba de gente que, al menos en apariencia, tenía una vida realizada pero, sin embargo, dejaban entrever que “algo” también les faltaba.
Veamos algunos ejemplos:
Ignacia, 45 años. Dermatóloga, casada hace 15 años, 2 hijos:
“Soy una mujer felizmente casada y madre de dos hijos. He sido bendecida con salud y estabilidad financiera. Estoy buscando formas de satisfacer un sentimiento inquietante. Es como un vacío en el centro de mi alma”.
Juan Pablo, 35 años. Abogado corporativo, separado, 1 hijo:
“Se supone que he hecho todo correctamente; tengo una carrera que he desarrollado por muchos años y me va muy bien, pero hay una inquietud dentro de mí que me dice que hay algo más en esta vida”.
Andrés, 24 años. Egresado de Ingeniería Comercial, soltero:
“Busco darle una dirección a mi vida, un sentido de propósito, algo que defina quién soy. Necesito algo más, no quiero hacer lo que otros esperan que haga, pero no sé cómo llegar allí”.
Francisco, 60 años. Empresario del rubro inmobiliario, casado por segunda vez, cuatro hijos mayores de edad, recientemente abuelo:
“He sido feliz, no me puedo quejar. Con mucho esfuerzo he logrado una vida exitosa de la cual estoy muy orgulloso. Pero siento que debo dejar algo más a mis hijos y a las futuras generaciones. Me pregunto, ¿cuál será mi legado? ¿Por qué seré recordado? ¿Qué parte de mi va a trascender?”.
Luz, 36 años. Arquitecta, casada, una hija, procedente de una familia muy religiosa:
“Siempre me he considerado una persona espiritual. Creo en algo superior, pero la religión no es el lugar donde siento que pueda encontrar las respuestas a mi razón de ser. Me gustaría vivir mi espiritualidad en conexión con los demás y a través de mi actuar. Siento que vivimos en un universo fragmentado, y el propósito es un camino para lograr la unión de nuestras almas con el Todo. Pero no sé si esto es posible”.
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