1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 Obras bien planteadas y alegrías engañosas, con apariencia de broma y realidad de veras, una parte de la crítica apreció «en ellas mi propósito de formar un género particularísimo, atrayente, de aventureros y cortesanas», en concordancia con su novela galante. A pesar de dibujársele unas perspectivas halagüeñas, el autor, dramaturgo nuevo y en vías de consagración, abandonó de inmediato ese camino, quizás disuadido por la tensión de las jornadas previas al estreno y por la inquietud padecida durante las representaciones79.
Lo suyo era la narrativa. La narrativa y el placer de andar, pasiones conciliadas. Zamacois confiesa tres grandes placeres: las mujeres, los viajes y los libros, afirmado en los tres. Entre la novela y la literatura del caminante se aprecian puntos de unión: escribe de lo vivido, y entre el paisaje y el paisanaje, enseguida se decanta por este, atraído por el hombre común y corriente, el hombre de la calle o el hombre del campo: «El pueblo, las clases trabajadoras y pobres», precisa. Y no lo hace bajo el señuelo de afanes exóticos, sino por el deseo de llegar al fondo de cada cultura: «Entre esas gentes sencillas, que no viajan y leen poco y viven sujetas a la tierra, es donde con más robustos y limpios perfiles se guardan las costumbres típicas de cada país»80.
Con nostalgia de la vida andariega, el autor de Dos años en América (1910), La alegría de andar (1920) y De Córdoba a Alcazarquivir (1922) combatió en Barcelona las angustias de los estertores de la guerra incivil española con los artículos viajeros en Mi Revista de «Las emboscadas de la ilusión», marbete esclarecedor: frente a las oscuridades de una ciudad cerrada, pasto de incontrolados y sin defensa ante los bombardeos, la ilusión, irrenunciable aunque emboscada, de la inmensidad de los mares y la infinitud de los cielos. Conocer gentes, pisar otras tierras. Evadirse, alejarse. Adquirir cabal dimensión de la pequeñez del hombre. «Caminante son tus huellas / el camino y nada más», que cantó Machado. Interpelado por los afanes que años antes lo arrastraron al Río de la Plata, respondió con dos preguntas: «¿Es que un hombre inteligente y trabajador no puede vivir en todas partes? ¿Es que a Buenos Aires sólo debemos ir a ganar dinero?»81. Caminante en estado puro, esta parcela de su obra, a mi juicio, no ha perdido vigencia.
IV
«Director de revistas, fundador de editoriales, inventor del género de la novela corta», señalé al comienzo de estas páginas. Tratando de Zamacois, siempre se incide en Vida Galante, revista señera y de presencia notoria. Nada que objetar al respecto, salvo que Vida Galante supuso un punto y seguido, no un punto inicial.
Lo primero fue El Libre Examen, periódico de riesgo, al principio lanzado en solitario, contra viento y marea, por Carlos Chíes, hijo de Ramón Chíes, editor junto a Fernando Lozano Demófilo de Las Dominicales del Libre Pensamiento, semanario anticatólico, masón y republicano, de vida dilatada y azarosa (Madrid, 1883-1909), secuestrado por norma y hasta por hábito82, en el que «durante mucho tiempo» Zamacois colaboró «gratuitamente» a su pesar y con disgusto creciente, porque «poner mis cuartillas al nivel de lo que los comerciantes llaman muestras sin valor me disminuía a mis ojos»83. Ese disgusto le movió a apartarse de la revista; luego pasaron algunos años y, acentuada «mi vocación de escritor», decidió «tener una imprenta, como Balzac», con su madre de capitalista, y en esas, inmerso en el negocio, se le presentó en el local Carlos Chíes, hijo de Ramón Chíes, a quien recordaba con gratitud.
La conversación se encauzó enseguida: «Carlos había fundado El Libre Examen, semanario ultraizquierdista, de ocho páginas, y pretendía que yo le ayudase. Tiraba, me dijo, dos mil ejemplares, y estaba cierto de que nos daría fama y dinero», profecías que resultaron ciertas, pero ciertas a la viceversa: fama en ruido y disgustos («el lápiz del fiscal no nos daba cuartel; la policía secuestraba casi todos los números»), dinero en números rojos («nuestros corresponsales no pagaban, los suscriptores tampoco») y deudas, con los tipógrafos a la cuarta pregunta y el taller sobreviviendo a duras penas gracias a diversos encargos, algunos beneficiosos pero fuente otros de más conflictos. Como el Extraordinario del Liberal Imparcial, «publicación semiclandestina» cuyos hacedores, en la estela de Chíes, también acudieron a Zamacois. Al final, «cuando la policía terció en el asunto, tuve que malvender la imprenta»84.
Poco después, con diecinueve años, ya casado con Cándida y en relaciones con Matilde Lázaro, joven viuda recién desposada por poderes con un comerciante habanero, la necesidad de desaparecer (anunció su llegada el marido de Matilde, embarazada) y la atracción del mito literario le encaminaron a París, viaje costeado por la primera edición de Punto negro, tres mil ejemplares comprados «a bajo precio» por el librero Fernando Fe85. En la Ciudad Luz, «centro espiritual del planeta» para Azorín, juicio generalizado del que sólo disentiría Pío Baroja («¡Si la capital francesa es una ruina intelectual y literaria después de la derrota de 1870! ¡Si lo único que quieren los parisienses es fare bella figura, impresionar!», escribió en La Voz de Guipúzcoa), donde recibió la noticia de la muerte de su amante, víctima del parto, llamó a las puertas de la editorial Garnier, asidero de tantos españoles, exiliados políticos o intelectuales en fuga del ambiente español, así Nicolás Estévanez, exministro de Guerra de la Primera República, como Eugenio d’Ors o los hermanos Machado86.
Punto negro le reportó cinco o seis mil reales. Parecía mucho dinero, pero lo agotó pronto. Unas semanas de lujo, «de bordonería y despilfarro»; luego las casas de empeño; después una carta de recomendación —la única que llevaba— para Luis Bonafoux, la Víbora de Asnières, enemigo acérrimo de Clarín, a quien acusó de plagiar a Flaubert, que le aconsejó volver de inmediato a España; por último, la visita a la Casa Garnier en demanda de traducciones.
—Venía buscando trabajo; yo soy español, periodista…
—Pase usted por aquí y espere; el señor director, Mr. Elías Zerolo, vendrá enseguida.
Zamacois entró en el despacho del director y se dispuso a esperar. Los minutos transcurrían, Mr. Zerolo no llegaba. Incómodo, nervioso, se levantó del asiento; incómodo, nervioso, volvió a sentarse. Mr. Zerolo seguía sin aparecer. Se incorporó de nuevo, presa de la desazón. Entonces reparó en un diccionario enciclopédico. Convocado por el recuerdo de su tío Eduardo, lo abrió por la zeta. Al instante encontró la entrada correspondiente: «Eduardo Zamacois, célebre pintor español. Nació en Bilbao en 1840. Murió en París en 1870». Eso era todo, apenas dos líneas y un tópico insulso: célebre pintor español. Aquello acabó de hundirle. «Pasarás ignorado, como una sombra», se dijo. Devolvió el diccionario a su sitio y huyó del despacho. El oficinista que le había franqueado la entrada se mostró extrañado.
—¿No espera usted a Mr. Zerolo?
—Mañana… Yo vendré mañana.
Aquel fue, concluye Zamacois, «el primer dolor que me dio París»87.
Dolor, al menos este, pasajero. Porque, antes o después, Zamacois regresó sobre sus pasos, apretado por las privaciones. Y Zerolo, escritor canario, republicano federalista, partidario de Pi y Margall, le dispensó una acogida cordial, como a tantos y tantos españoles. Cordialidad, o sea traducciones. El beneficio era mutuo, porque esos escritores necesitaban de Garnier y Garnier de ellos, empeñada aquella casa en la conquista del mercado americano del libro, oportunidad formidable de expansión.
De hecho los hermanos Garnier no estuvieron solos en tal empresa. Al contrario. Los editores franceses competían por ese mercado desde mediados del XIX, con marcas como Baudry, Paul Ollendorff, Armand Colin, Louis Michaud, Hispano Americana o Privat, entre otras, consiguiendo una penetración notable. Y Garnier se apuntó unas ganancias pingües, superiores a las de «todos los libreros de Madrid juntos»88. «Muchos miles de duros», según el traductor Miguel de Toro Gómez, autor también de diccionarios y gramáticas bilingües, acumuló el fundador de aquella casa, «que ha llegado a centenario […] sin sentir la necesidad de estudiar la lengua de Cervantes y sin poder apenas decir a un cliente: ¡Buenos días!»89.
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