En consecuencia, consideradas esas obras del primer momento en el contexto y con perspectiva, Zamacois ingresó en el mundo literario a través de un género sin prestigio intelectual, pero lo hizo dispuesto a dotarlo de dignidad y, al quedársele pequeño, pronto rebasó sus barreras, aventurándose por distintos caminos. Ajena a ello, cierta crítica lo habría condenado a un encasillamiento fatal, reduciéndolo a esa faceta: la del escritor galante por excelencia. En otras palabras, nuestro autor siguió, y en buena medida (o sea, en mala medida) todavía seguiría, purgando el éxito comercial que le permitió profesionalizarse. Como si la posición alcanzada por medio de Tik-Nay y afianzada con El seductor, comportara una etiqueta literaria peyorativa e inmodificable.
«De indecisión o transición» define Zamacois su segundo momento, «en que el sentimiento amoroso me preocupa menos, y me aventuré por los pagos del misterio y la ironía», que va de 1910 a 1925, y está compuesto por más de sesenta títulos de distintos géneros, narraciones largas y cortas, crónicas, cuentos, teatro, literatura autobiográfica y crítica literaria. Transición y ahondamiento en las formas del realismo sin renunciar por ello a la novela galante, modalidad relegada a las obras menores, las de la lucha cotidiana por la existencia.
El otro, la obra inicial, desarrolla un extraño triángulo amoroso, un triángulo de ultratumba al modo de la novela gótica y en la estela de Espirita de Gautier54. Adelina y el barón de Nhorres, su amante, asesinan al marido, el doctor Riaza, director de un manicomio, hombre cruel y retorcido, temido en vida y aún más temido en muerte, omnipresente cuando creían haberse librado de él. El peso de la culpa, la carga del terror. Riaza los anula, y también impone su presencia al resto de los personajes de la novela, entre los que sobresale el sepulturero Bonifacio Crespo, obvio trasunto del Lorenzo de las Noches lúgubres de Cadalso. Novela opresiva, el protagonismo corresponde al poder del más allá, lo inasible y los terrores, asuntos y clímax de varios relatos cortos del «primer momento», con lo que volvemos a los apuntamientos y a las pervivencias de unos momentos en otros, con novelas galantes en vísperas de la guerra incivil y anticipos de misterio en los años iniciales.
Entre El otro y La opinión ajena se aprecia continuidad, no ruptura, puesto que esta última novela es asimismo psicológica, aunque en clave irónica —ironía de desenlace cruel—, con el terror del más allá sustituido por el terror del más acá, encarnado por la dictadura del «qué dirán», férreamente asentada en un poblachón manchego imaginario: Serranillas, situado en los aledaños de Almodóvar del Campo y Valdepeñas, espacio que remite al Quijote, huella patente, así como la del Galdós de Doña Perfecta (obra publicada por Zamacois en un aventura editorial francesa que consideraremos más adelante).
A don Higinio Perea, acomodado en su mediana hacienda, le toca la lotería, y ese suceso le saca de sus casillas, esto es, le mueve a rebasar las bardas del lugar, empujado por el «qué dirán» a viajar a París, obligado por el «qué dirán» a inventarse la fantasía de un asesinato y, en definitiva, inducido por el «qué dirán» a someterse a una operación de resultado funesto. En resumidas cuentas, esta sería la novela de la consagración del prisma de la ironía, pero no en simple función de humorada, antes bien en calidad de elemento crítico, revelador de miserias, vanidad, debilidades y pequeñeces y del peso insuperable de usos y costumbres opresivos, puntales del orden social establecido.
Así pues, Zamacois, siendo el mismo, ya era otro, lo reconozca o no la opinión ajena.
Otro, en primer lugar, por los temas, novelista del drama de la emigración en Europa se va y novelista que vuelve al enigma del más allá, en la estela de El otro, en El misterio de un hombre pequeñito, afortunadísima conjunción de fantasía y realismo, con una historia de espíritus ambientada en el lugar salmantino de Puertopumares en la ficción, y en la realidad posiblemente Béjar, porque las referencias son inequívocas.
Otro, también, por la intención, paulatinamente acentuada la preocupación social y la carga de denuncia: «Aquello era la España que se iba», explica en Europa se va, «la patria vieja, desilusionada, empobrecida por los criminales errores de sus gobiernos», carne de cañón, desheredados a quienes el sistema marginaba y a quienes una sociedad complaciente y cómplice volvía la espalda: «Aquellos centenares de hombres emigraban de noche, solos, olvidados de las autoridades, despedidos por la indiferencia glacial de la ciudad dormida»55.
Otro por los ambientes: historias desarrolladas más allá y más acá de Madrid y, sobre todo, en ausencia de los escenarios galantes, tierras adentro de la Meseta. «A intervalos, sacando tiempo no sé de dónde, me retiraba a vivir breves temporadas en pueblos de Castilla, con el objeto de ir reuniendo las observaciones y paisajes que utilicé en Traición por traición […], y que posteriormente me permitieron trazar el escenario de Las raíces »56. Horizontes dilatados, paisaje y paisanaje, tradiciones y costumbres, tipos y modismos: las novelas de Zamacois rompían el círculo y pasaban al regeneracionismo y el 98.
Y otro, fundamentalmente, por la técnica y el estilo, profundizando en la novela caleidoscópica y polifónica, en suma de historias fragmentarias (Europa se va, Memorias de un vagón de ferrocarril, Una vida extraordinaria), y con la expresión depurada, progresivamente apartado de los excesos retóricos, de la ganga y el artificio inherentes a la novela galante, deudor en esto del modernismo. Unas veces inserta en el relato novelas cortas, sabiendo fundirlas con habilidad; otras, en cambio, procede al revés, independizando en novelas cortas algunos fragmentos.
Ahora bien, otro y el mismo cuando en Una vida extraordinaria, las memorias de Luis Leal y Donaire, barón de San Félix, libro andariego y autobiográfico, retoma los ambientes aristocráticos y los decorados galantes, en sucesión de aventuras y lances amorosos, frívolos y evanescentes, al margen de la realidad, por encima de los problemas. Leal también, si se quiere, a los donaires.
El ciclo de Las raíces, tres novelas de las ocho o diez que llegó a plantearse (la herida de la guerra y el tajo del exilio, ya lo he señalado, cercenaron el proyecto), iniciado con ese título (1927), continuado por Los vivos muertos (1929) y concluido con El delito de todos (1933), sitúa a Zamacois, junto al Felipe Trigo de El médico rural (1912) y Jarrapellejos (1914), en el punto de enlace entre los regeneracionistas y la novela social de los años treinta, precursor asimismo del tremendismo de la posguerra y de la novela social de los años cincuenta. El novelista desaparece de unos relatos que ya no interrumpe con las apostillas inhábiles del primer momento, acentúa la sobriedad del lenguaje y crea universos cerrados (un pueblo hundido en la miseria, Carrascal del Horcajo; el mundo sórdido de los penales y el Madrid miserable de mendigos y meretrices), condenados al imperio de la violencia, con los tres relatos articulados en torno a la familia Santoyo, dos hermanos molineros, réplicas de Caín y Abel, personajes sumidos en la degradación y en el fango, astillas sin fuerza en el vendaval del delito y arrastrados por la culpa de todos, delito y destino heredados por las raíces, vivos muertos en suma. El mejor Zamacois alienta en estas obras de madurez.
En este sentido, El asedio de Madrid (1938), novela de circunstancias —y de qué circunstancias—, literariamente implica un paso atrás y en otros aspectos levanta muchas perplejidades, con Zamacois admitiendo e implícitamente elogiando «lances» como los que siguen, fruto de una «conversación [que] era animada», contados «con moderación» en un cuarto de guardia:
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