Eduardo Zamacois - Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas

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Esta antología recoge un muestra representativa de la producción literaria de Eduardo Zamacois, considerado el inventor de la novela corta de quiosco y el máximo exponente de la novela galante. Añade a los relatos de terror de sus diversas etapas una comedia galante,una selección de sus memorias, una galería de autores contemporáneos y un epistolario que ofrece la posibilidad de descubrir la personalidad de este escritor español de origen cubano.

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López Bago también se ocupó críticamente del sistema penitenciario (El preso, Los asesinos, obra folletinesca), denunció los males debidos al celibato eclesiástico (El confesionario, La monja y El cura) y dedicó al tema candente de Cuba El separatista, novela antiseparatista, contra lo que el título pudiera dar a entender y algunos de sus contemporáneos pensaron, compleja y en la órbita de los planteamientos del general Martínez Campos40. Asimismo se sumó a la nómina de la literatura taurina con La torería, biografía de Luis Mazzantini, personaje apasionante, torero consagrado en España e Hispanoamérica que al cortarse la coleta se pasó al ruedo de la política, concejal de Madrid y gobernador civil en Ávila y Guadalajara, habitual de los cafés y tertuliano de fecundo ingenio. Emigrante en Buenos Aires y La Habana desde 1888 hasta bien entrado el siglo XX, el brillo literario de López Bago se diluyó al regresar a España, pronto «retirado» en Alicante.

Al lado de escritores olvidados, meras referencias en notas a pie de página en las historias de la literatura, escritores consagrados. Zamacois absorbió multitud de lecturas de la primera mitad de los años ochenta decimonónicos, como La desheredada de Benito Pérez Galdós, La cuestión palpitante y Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán o La Regenta de Clarín, traductor de Zola. En ese ambiente creció y se formó él, ambiente que no fue de exaltación y apoteosis del naturalismo, sino de polémica intensa, con detractores notables (desde Alarcón a Menéndez Pelayo) y con matices entre los adeptos.

Pardo Bazán, por ejemplo, situaba el realismo español por delante «de la escuela de noveladores franceses que enarbola la bandera realista o naturalista»41, opinión compartida por Galdós, reivindicador de Pereda y en especial de «las grandes riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca»42, en tanto que Clarín tradujo Trabajo, de Zola, «por espíritu de tolerancia», respeto literario a un gran novelista de muchas de cuyas ideas «no participo», y «deseo de servir modestamente a la lengua castellana»43, en sintonía con la «manera religiosa de Tolstoi» y contrario a «la inflexibilidad dogmática» de Zola:

«Zola es el primer novelista de su país, a mi ver, entre los vivos; y acaso también del mundo entero […]. Tolstoi, espíritu más profundo, no es ni tan fuerte ni tan variado como Zola, con serlo mucho. Mi alma está más cerca de Tolstoi que de Zola, sin embargo, tal vez, principalmente, por las fórmulas dogmáticas en que Zola expresa sus aventuradas negaciones […].

Yo creo en Dios, en el espíritu, en el misterio; y las graves cuestiones sociales no creo que hoy se puedan resolver científicamente […]. Las rotundas afirmaciones de Zola sobre Dios, el alma, la evolución, el fin de la vida, la llamada cuestión social, las rechazo, aún más que por su contenido, por la inflexibilidad dogmática de Zola»44.

En esa perspectiva, Zamacois tenía bien presentes aquellas militancias y estos reparos cuando se declaró, como vimos más arriba, «defensor entusiasta del naturalismo » a través de uno de los personajes de Consuelo. No se olvide.

II

El mismo Zamacois distinguió tres momentos en su narrativa (momentos, no épocas), representados por «las obras en que puse mayor esfuerzo».

Primer momento, «el pasional»: Punto negro (1897), Tik-Nay, El seductor, Duelo a muerte (1902), Memorias de una cortesana (1903) y Sobre el abismo (1905), novela ajena a la órbita galante de las anteriores. Comprende de los veinticuatro a los treinta y dos años y se desarrolla entre París y Madrid, con el editor Ramón Sopena, las revistas La Vida Galante y El Escándalo y la editorial Cosmópolis en calidad de ejes. Al señalar esas obras, Zamacois pasa de largo por sus primeras novelas y deja un vacío hasta 1910, el comienzo de su segunda etapa, en buena medida ocupada por la fortuna y los reveses de El Cuento Semanal.

Segundo momento, «de indecisión o transición, en que el sentimiento amoroso me preocupa menos, y me aventuré por los pagos del misterio y la ironía»: El otro (1910), Europa se va y La opinión ajena (1913), El misterio de un hombre pequeñito (1914), Memorias de un vagón de ferrocarril (1922) y Una vida extraordinaria (1923), más Traición por traición (1925). Este «momento», cruzada de viajes triunfales (Buenos Aires, Santiago de Chile, Nueva York, La Habana, San Juan de Puerto Rico, México y Mérida, Guatemala y Centroamérica, Venezuela y Santo Domingo), también conoció la penuria, «un éxodo de cuatro o cinco meses [en que] recorrimos todo el norte africano»45y la Primera Guerra Mundial, como corresponsal tentativo en los frentes, frustrado por los incumplimientos económicos de Cánovas Cervantes, director de La Tribuna, que al mandarlo a Berlín «me entregó mil pesetas y un billete kilométrico valedero para circular por toda Europa, excepto Rusia», y le regaló la promesa de otras mil pesetas mensuales, vanagloria deshecha en humo e incumplimiento que obligó a Zamacois a una renuncia resuelta sobre engaños y trapisondas. Cánovas lo recibió en Madrid con una sonrisa: «Yo sabía —gritó riendo a carcajadas— que usted no es de los que se ahogan en poca agua»46.

Tercer momento, el de «mis novelas de ambiente social»: Las raíces (1927), Los vivos muertos (1929) y El delito de todos (1933), «las tres primeras de un ciclo de siete volúmenes que la guerra me impidió escribir»; momento clausurado por La antorcha apagada (1935) y El asedio de Madrid (1938), que abarca la segunda etapa de la dictadura de Primo de Rivera, el final de la monarquía, la Segunda República y la guerra.

Novelas, pues, galantes, de ironía, misteriosas y sociales: «Esta diversidad de géneros demuestra que jamás he pensado en adular las aficiones del público, sino en dar pleno contentamiento a las mías»47. Como rasgo muy acusado, Zamacois corrigió en cuanto pudo a fondo, hasta el borde de la reescritura, las novelas iniciales48, urgidas por Ramón Sopena y elaboradas con premura, incitado a ello por el favor del público que le acompañó desde Punto negro, su segundo título.

Pasarían los años, no demasiados, y una vez liberado de Sopena y asentado en el catálogo de Renacimiento, Zamacois rechazó la recuperación de aquellos productos, insatisfecho con su escritura descuidada, molesto por la cosecha de erratas, apartado del móvil de lucro que precipitó su salida y guiado por la decisión de atemperar la crudeza y proliferación de escenas sexuales. Abrumado por aquellas novelas, una y otra vez reimpresas por Ramón Sopena, el autor estampó esta advertencia al frente de sus obras:

«Mis doce o quince primeros libros: La enferma, Punto negro, El seductor, Duelo a muerte, etc., fueron escritos a vuela pluma, bajo presión de la Necesidad, y vendidos a precios irrisorios a la Casa Editorial Sopena, la cual, después de veinte años, continúa publicándolos con los mismos deplorables andrajos con que aparecieron.

Pero yo, persuadido de que no merecían tan mal trato, acudí a corregirlos, y tan honrada y perseverante aplicación puse en ello que casi “he vuelto a escribirlos”. Por consiguiente, la única edición que me atrevo a recomendar a mis lectores es la de Renacimiento. Todas las anteriores —especialmente aquellas de la Casa Editorial Sopena— son execrables y únicamente merecen olvido. Yo no las reconozco, no las autorizo; yo no escribiré jamás sobre la primera página de tales libros una dedicatoria…

Por rescatar los millares de ejemplares que de esas ediciones se han vendido, daría el autor su mano derecha».

Su mano derecha o su mano izquierda, la que quisiera. Porque Ramón Sopena siguió a lo suyo, es de suponer que amparado por contratos leoninos. Publicar resultaba difícil para un escritor en los comienzos, cobrar derechos suponía una hazaña, ponerse en el camino de la profesionalización apuntaba a una quimera. El mundo editorial era muy reducido, de poco vuelo; las posibilidades escaseaban. Y Ramón Sopena constituía un hito de primer orden. Poco a poco, con tenacidad y esfuerzo, había forjado, no un imperio, pero sí una empresa con implantación y alcance. Los escritores nuevos, sin alternativas, aceptarían esto y aquello, cobrando y perdiendo por unas pesetas «mis doce o quince primeros libros». Al cabo de los años y a la vuelta de mil conflictos, tras entenderse con Martínez Sierra (Renacimiento), Zamacois conseguiría recuperar algunos; otros, en cambio, prosiguieron su vida descarriada. De bien avanzado 1936 data la última edición de Sopena de Memorias de una cortesana, agregada a la «Biblioteca de Grandes Novelistas» (Julio Verne, Cervantes, Alejandro Dumas, Enrique Sue, Enrique Larreta, Armando Palacio Valdés) y estampada a dos columnas sobre papel de pésima calidad, con el reclamo de una cromolitografía de añejo gusto decimonónico. Que el autor se quejara hasta desgañitarse, estaba en su derecho, pero las leyes desprotegían a los escritores y la lucha por la vida eternizaba concesiones, creídas pasajeras mas a la postre demostradas irreparables.

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