Las interrogadas miraron al que subía, y advirtieron que, efectivamente, la manga derecha de su trinchera flameaba vacía. Los movimientos acelerados de su dueño la agitaban fuertemente, dándole una silueta vagarosa, a la vez triste y grotesca, de espantapájaros. Una de las mujeres preguntó:
—¿Quién es…?
—No sé; no le he visto nunca… —repuso la portera—. ¿Quién va a llevar cuenta de todas las personas que entran y salen diariamente por aquí?
Asomose, sin embargo, a la caja de la escalera, y miró hacia arriba. El desconocido continuaba subiendo precipitadamente; y a intervalos, al doblar los rellanos, su manga flotante parecía revolar, semejante a un gallardete, por encima de la barandilla.
—Debe de ir al tercero —comentó la señora Julia, apartándose de su observatorio.
Y agregó rezongando:
—De fijo va al cuarto de don Luis, que acaba de marcharse. Luego bajará refunfuñando, y es capaz de recriminarme por no habérselo dicho. A lo cual yo le contestaré: «¿Usted me preguntó algo? ¿O cree usted que estamos aquí para adivinar?».
Fuéronse las dos vecinas que comadreaban con la portera, y a poco llegaron la hija de esta, que era planchadora y regresaba del obrador, y la francesa «masajista» que habitaba en el bajo, y que siempre, al volver de la calle, entraba en la portería a echar un rato de palique. Casi al mismo tiempo se sumó a la tertulia la criada del principal.
Minutos después, la señora Julia columbró, desde el fondo de su atisbadero, «al hombre de la trinchera gris», que bajaba la escalera acaso con mayor celeridad que la había subido. Dijérase que rodaba por ella. Su ademán, evidentemente, era de fuga, y su ancho sombrero, echado hacia delante, delataba su propósito de no ser conocido. Sobreponiéndose al reúma y al peso de sus muchas carnes, la portera trató de detenerle.
—¡Oiga usted, caballero…!
Pero el interpelado, que acababa de salvar de un brinco los últimos seis peldaños, corrió hacia la calle. Un instante la manga hueca de su trinchera se agitó en el aire, con un tremolar de despedida, y desapareció.
—¡Es manco! —exclamó la planchadora.
—Sí, le falta el brazo derecho —ratificó la «masajista»—. ¡Pobre…! Quizá sea un escapado de la Gran Guerra.
La señora Julia hizo un mohín.
—No sé quién es —declaró—, pero me parece un tipo sospechoso. Con tal que no haya venido a robar…
A las ocho llegó Benita, la cara triste, el andar cansino.
—Buenas noches, señora Julia.
—Buenas noches.
—Hasta mañana…
Apoyándose en la barandilla, como si no pudiera tirar de sus pies, emprendió la ascensión. La portera inquirió:
—¿Y tu madre?
—Lo mismo o peor.
—¡Vaya por Dios, mujer!
Minutos más tarde Benita regresó a la portería.
—Me he hartado de llamar —exclamó, dejándose caer sobre una silla— y nadie contesta. Los amos deben de haber salido.
—Él sí —explicó la señora Julia—, pero a tu señorita no la he visto bajar.
—¿Y cómo no ha salido a abrir?
—Se habrá dormido. ¿Tú llamaste bien?
—Hasta cansarme: primero con el timbre, que suena mucho; luego con los nudillos. ¡A ver si le ha sucedido algo malo…!
La portera convenció a Benita de que debía llamar nuevamente. Hízolo así la muchacha, y a poco tornó a bajar, lívida, acobardados los ojos, las manos trémulas.
—No abren —balbució—, no abren y, sin embargo, la luz del recibimiento está encendida. Por el montante de la puerta se ve el reflejo.
—Y antes, cuando subiste por primera vez, ¿estaba apagada?
—No me fijé…
La señora Julia frunció el entrecejo: la silueta huidora «del hombre de la trinchera» volvía a su espíritu. Aunque inmutada, tuvo un rasgo de valor.
—¡Vamos a subir las dos!
Benita denegó con la cabeza.
—¿Yo subir? ¡Ni arrastrada! ¿Y si hubiera ladrones? Mejor será avisar a los guardias…
En esta discusión se hallaban cuando apareció don Luis, apersonado y pulcro, y con la cara risueña de todos los días. Informáronle ellas de lo que ocurría, y a sus malicias policíacas él opuso un gesto incrédulo.
—Ahora saldremos de dudas —dijo—, pues yo traigo el llavín de la puerta.
Dirigiéndose a Benita, que con la presencia de su amo parecía recobrada, añadió:
—Ven, no tengas miedo. Lo que sucede es que mi mujer, cansada de estar sola, se habrá echado a dormir.
Subieron; él iba delante. Minutos después la señora Julia, a quien su instinto porteril había aconsejado mantenerse en acecho, oyó lamentos y voces de «¡Socorro…, socorro…!». Inmediatamente ella y otras vecinas, acudidas como por ensalmo, precipitáronse escaleras arriba. En el segundo rellano vieron a Benita y a don Luis que bajaban trémulos, espantosamente pálidos, agarrándose a las paredes y sin apenas poder hablar.
—¡Han matado a la señora! —tartamudeaba la criada—. ¡En el gabinete está! Muerta… ¡Da horror…! Yo la he visto… ¡Está muerta…!
•
El asesinato de Luz Esteban monopolizó la atención pública y apasionó a los reporteros durante varias semanas. El móvil del crimen había sido el robo, puesto que su autor escapó llevándose todas las alhajas de la víctima y cuanto dinero y objetos de algún valor halló en los armarios. Lo inaveriguable era el asesino. Fundándose en lo declarado por la señora Julia y otras personas, los periódicos hablaron insistentemente de un hombre, «manco del derecho» y vestido con una «trinchera gris». Pero este señalamiento, aunque harto expresivo, no dio fruto, y el rastro, al fin, acabó por perderse.
Psicólogo hábil, Luis López había trazado bien los pormenores de su obra ominosa. Él estaba cierto de que la manquedad, aparentada fácilmente con sólo abstenerse de introducir su brazo derecho en la manga correspondiente del impermeable, era una anomalía impresionante de tal fuerza que bastaba por sí sola para desfigurarse y evitar que nadie le mirase al rostro, como así sucedió.
El dictamen de los peritos respecto a que el agresor era zurdo, según lo atestiguaba la espantosa herida por donde a Luz Esteban se le evaporó el ánima, y el haber manifestado Benita al juez que no fue «el señor», sino «la señora», quien le dio permiso para salir a ver a su madre también le favorecieron.
El hecho de dejar prendidas las luces del recibimiento, del gabinete y de la alcoba contribuyó asimismo a ponerle al abrigo de sospechas, pues a las seis de la tarde —hora en que la portera de su casa le vio salir— aún era de día. Todo le ayudaba.
Finalmente, el robo que el miserable simuló cooperó más que nada a desorientar a la justicia, y por esta vez la verdad «no salió del pozo».
Comentando una película policíaca, Luis López —cuya historia repugnante conozco, pero a quien mi conciencia honrada se niega a delatar—, me decía:
—Crea usted que en los crímenes célebres, como en las obras de teatro, el mérito está en la preparación, en los detalles…, más que en el argumento.
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