1 ...7 8 9 11 12 13 ...16 Garnier, en efecto, se hizo con una montaña de beneficios, porque disfrutó del monopolio del libro escolar y desde esa posición de privilegio desplegó un elenco de colecciones omnipresentes: Biblioteca de Religiones, Biblioteca de la Mujer, Biblioteca Selecta para los Niños y, como joya de la corona, Manuales Garnier. Desde prontuarios de divulgación científica e histórica a misales y libros religiosos, incluyendo el suculento apartado de gramáticas, guías y tratados de urbanidad. Su gran Diccionario enciclopédico de la lengua castellana (1895) aseguró la comida a numerosos escritores españoles e hispanoamericanos (Gómez Carrillo, Bonafoux, Estévanez, Alejandro Sawa), hasta el punto de que Joaquín Dicenta lo rebautizó Asilo enciclopédico de españoles ayunos, y ayunos a veces de conocimientos, porque en ese trigal se encuentra un poco de todo: traducciones notables, medianas y pésimas, precipitadas y repletas de disparates, facturadas en las urgencias del hambre con las limitaciones de un francés elemental, ampliado sobre la marcha.
Conservadora y partidaria de los clásicos, españoles (Quevedo, Larra, Zorrilla) y franceses (Balzac, Victor Hugo), Garnier apenas se arriesgó con un puñado de escritores peninsulares e hispanoamericanos contemporáneos. Zamacois fue uno de ellos, amablemente recibido y estupendamente tratado por Mr. Zerolo poco tiempo después de «aquel primer dolor que me dio París»:
«Otro día saludé a Elías Zerolo. Me recibió bondadosamente, me dio a traducir un Tratado de pintura y me compró un libro de cuentos y de crónicas —muy mediocres— titulado Vértigos. Para ser feliz no necesitaba más»90.
Feliz, de momento. A un franco la página, y a ocho, nueve o diez páginas al día, Zamacois «sacaba lo estrictamente imprescindible para vivir», y eso cuando lo sacaba, porque «escaseaban las traducciones» y la otra fuente de ingresos a la vista, la de los artículos parisinos para la prensa española, se le resistía, escritor todavía bisoño del que nadie se acordaba. En esas condiciones «mi destierro comenzó a parecerme insoportable», así que regresó a Madrid91, donde también se encontró sin sitio, de modo que enseguida se trasladó a Barcelona. Allí conoció a Ramón Sopena, el hombre que «influyó en mi vida más dañinamente», y juntos crearon Vida Galante, semanario ilustrado que causó sensación. Un hombre que se va incluye la crónica de dicha fundación:
«Sopena quería publicar una revista titulada Vida Galante, que no fuese informativa como Nuevo Mundo ni tan rosa como Blanco y Negro, los dos grandes semanarios que se disputaban las simpatías del público; una revista frívola que recogiese el aroma de alcoba que perfuma la literatura francesa del siglo XVIII; una publicación traviesa, con historias de mujercitas locas y maridos de vodevil, aunque sin audacias de mal género»92.
Sopena, audaz y visionario, lo aceptó, pero estableció barreras: «Tendrá veinticuatro páginas», pero como editor incipiente, únicamente disponía de entusiasmo, no de recursos. «Hasta que empecemos a cubrir gastos no podremos pagar colaboraciones», advirtió a Zamacois. Ahí estaba el reto: «Serás tú quien las escribas. ¿Te atreves?». Sin dudarlo mucho (¿acaso podía permitírselo), se atrevió. Y así empezó la historia de uno de los semanarios más influyentes entre finales del siglo XIX y principios del XX, desarrollada desde noviembre de 1898 hasta diciembre de 1905 conforme a las pautas establecidas por Sopena en aquella conversación, cuyas palabras y planteamiento, puestas en limpio por su socio (seremos «como hermanos»), se reconocen en el editorial del número 6: «La Vida Galante cultivará el verso festivo, el cuento alegre, volteriano, la crónica que relata los amoríos y enredos más sobresalientes de la sociedad que constituye la flor y nata de las grandes ciudades», siempre dentro de «los moldes del más acendrado valor literario» y sin espacio al mal gusto ni incurrir en vulgaridades.
El suceso, como entonces se decía, rayó en lo memorable. Su fórmula de erotismo e inquietud social, de sicalipsis y críticas, con despliegue de imágenes (fotografías, viñetas, dibujos) insinuando y diciendo, despertó curiosidad, captó simpatías y fascinó a los lectores. Pero la infraestructura y el diseño se revelaron entonces insuficientes: la imprenta quedaba a trasmano (Villanueva y Geltrú) y la redacción, instalada en el domicilio de Zamacois no reunía condiciones.
Con audiencia y difusión nacionales, a finales del verano de 1900 se impuso la conveniencia del traslado a la capital, decisión anunciada y sostenida con estos argumentos: «Las publicaciones provincianas, por buenas que sean, nunca tienen la autoridad y el valioso prestigio de aquellas que en Madrid se publican; ni el variado carácter, las orientaciones artísticas y el acendrado buen gusto de los periódicos cortesanos»93.
Vida Galante creció en todos los aspectos: de doce o dieciséis páginas en blanco y negro pasó a veinticuatro con las cubiertas en color. Del autor único a una nómina amplia de colaboradores: Dicenta, Benavente, Villaespesa, Martínez Sierra, los hermanos Álvarez Quintero, Juan Pérez Zúñiga, Eusebio Blasco o José Francés; novelas seriadas de autores nacionales y relatos de autores extranjeros («Cuentos ajenos»), historietistas incisivos y monigoteros con imaginación, dibujantes de tirón y reclamo, hoy pasto del olvido, como Teodoro Gascón, Vicente Tur, Karikato, Méndez Álvarez (Modesto) o Pedro de Rojas. Desenfado y atrevimiento: episodios anticlericales, escenas de voyerismo, noches de boda y noches locas, lances de celestinas, guiños y chascos, celos, equívocos, episodios de travestismo y fogonazos bestialistas, siempre, o casi siempre, con más intención de broma que propósito de zaherir.
Unidos en la escasez, el viento de cara sembró la discordia entre Sopena y Zamacois. Sus posturas chocaron.
Zamacois pretendía cobrar, basado en la certeza de que la revista rendía beneficios, animado por la segunda edición de Punto negro y estimulado por la buena fortuna de una «Colección Regente» con noventa títulos publicados bajo su dirección.
Sopena, por el contrario, sentía cumplidas sus obligaciones con el goteo de algunos adelantos. «Ni aun con lo que producen los libros cubrimos gastos», le espetó. Al final, después de algunos silencios embarazosos, apuntó esta solución: «Para quedar en paz se me ocurre que, si renuncias a tu título de socio industrial, yo doy por perdido lo que hasta aquí te he adelantado, y te señalo un sueldo».
El escritor aceptó. A cambio de veinticinco duros mensuales rindió la cotitularidad de la empresa: reconvertido primero en director asalariado, enseguida en simple colaborador, y cesado y sustituido en 1902 por Félix Limendoux94, poco después fue definitivamente apartado por su propia voluntad de la que fue su revista. En esa coyuntura se asocia con Eduardo Barriobero y Joaquín Segura para fundar El Escándalo, semanario subtitulado «Papelito intermitente que la armará fácilmente», episodio magnificado por Zamacois en sus memorias: «Tan desesperadamente batallador y bien informado que apenas nacido conquistó la popularidad. Se vendía a cinco céntimos, pero la grey chismosa […] pagaba los números a dos y tres pesetas». Su apoteosis habría consistido en la revelación de que el dueño de un famoso café usaba la leche, adquirida a bajo precio, en que una marquesa anciana lozaneaba «sus fatigadas carnes». En verdad se trató de un papelito descabellado, basado en anónimos y rumores, abocado al ingeniosismo y las ocurrencias, faltón e insultante, exponente, eso sí, del malestar político, social y artístico. A trancas y barrancas lanzó ocho números95.
La etapa siguiente fue la de la editorial Cosmópolis, «concepción que estimo genial», recordaría Zamacois sin pecar de modesto, «destinada a publicar, en francés, las mejores novelas españolas contemporáneas». Empresa fugaz, en realidad un mero guiño sin concreción a partir del propósito de «abrir a los escritores españoles el mercado europeo», genial o no y mejor o peor proyectada, se la llevó por delante lo disparatado de su ejecución, con una imprenta instalada en un hotelito de dos plantas, la primera ocupada por la familia del escritor, y una plantilla cruzada de brazos mientras Zamacois supuestamente realizaba gestiones en el París de sus sueños, que no era el París de las mansardas, la humedad y las privaciones, sino el París del champán y los lujos, con los gastos imputados a la cuenta del socio capitalista, un rico latifundista pacense96.
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