«Allá por diciembre —dijo uno—, hallándome con mi Brigada en el frente del Pardo, a un compañero, mientras dormía, le quitaron el capote. El perjudicado, como ignoraba quién fuese el ladrón, se calló. Horas después un muchacho extremeño […] se presentó al comandante. “Vengo —le dijo— a que me mande usted fusilar”. Dice el comandante: “¿Por qué…?”. Contestación: “Porque he deshonrado mi uniforme”. Y el otro: “¿Qué hiciste?”. Respondió: “Lo peor que puede hacerse: robar a un camarada, y quiero que me maten; así escarmentarán en mí los demás”.
Un circunstante indagó:
—¿Y le fusilaron?
—Era su gusto —concluyó el narrador— y era de justicia.
—Yo sé —dijo otro— un caso más raro aún que ese: el de un miliciano de la columna Durruti que se presentó en la cárcel de su pueblo para ver a su padre, preso allí por fascista, y en teniéndole delante le pegó dos tiros.
Impresionado vivamente, Juanito Muñoz tomó la palabra:
—No sé —dijo— cuál de esos dos episodios supera al otro. Ambos me demuestran que al calor de nuestra revolución está forjándose un código nuevo. El primero es un caso asombroso de autoeducación moral, porque el delincuente, sin estímulo de nadie, se aplica el castigo que cree merecer. El segundo atestigua la existencia de hombres capaces de inmolar a un ideal sus afectos más entrañables. Ese miliciano de Durruti me recuerda el sacrificio de Guzmán el Bueno; pues si este, por defender a España, dejó inmolar a su hijo, aquel por la misma sagrada razón mató a su padre»57.
Autoeducación moral, el vuelco de las revoluciones. ¿Resultado? Un suicidio, unos verdugos y un parricidio. ¿Un código nuevo? Va de suyo que no cabe identificar las opiniones de los personajes con la del autor, pero El asedio de Madrid agravia con expresiones matoniles («la policía apiolaba a los cuarenta y siete falangistas que intentaron asaltar Radio España», pág. 152) y con justificaciones de crímenes sórdidos. Así cuenta e interpreta el asalto a la Cárcel Modelo, antesala de los crímenes de Paracuellos:
«Una mañana Madrid supo que parte de la cárcel Modelo estaba ardiendo. El siniestro era intencionado. Lo provocaron unos presos de acuerdo con elementos de la quinta columna. Estaban armados y se proponían, aprovechando el tumulto que el incendio había de causar, matar a los celadores y huir. No lo lograron. Avisado a tiempo el pueblo, en tropel, cercó la prisión, la ganó por asalto y dio muerte a los sublevados. Allí cayeron Melquíades Álvarez, el tristemente conocido doctor Albiñana y otros figurones. Pero estas podaciones no bastaban; el cáncer que roía la vida nacional empeoraba y el daño se aliviaría únicamente cuando el bisturí justiciero penetrase muy hondo»58.
Eufemismos («dio muerte», «podaciones»), insultos a los asesinados («figurones») e incitaciones (que «el bisturí justiciero penetrase más hondo»). Asediado en Madrid y testigo en la Sierra de infinidad de atrocidades y pérdidas («—¿Cómo va el pleito en la Sierra? / —Regular / —¿Cae mucha gente nuestra? / —Mucha», pág. 143), nada presagiaba tanta radicalidad en Zamacois, orientado al anarcosindicalismo, fervoroso de «la palabra quemante, llama viva» de Dolores Ibárruri59, entusiasta del Quinto Regimiento60, encantado con la «certera labor depurativa»61 de las diversas policías partidistas; complacido por las «tempestades de aplausos» levantadas en los frentes por los fusilamientos en la retaguardia e identificado con el «peso abrumador de la ley», impuesta por unos nuevos tribunales de justicia cuyas sentencias se ajustaban a los decretos del pueblo, legislador riguroso de lo que había de ser.
Novela coral, protagonizada por el pueblo madrileño, el relato cobra cuerpo a través de los diálogos establecidos entre el taxista Juanito Muñoz y su mujer Purita, camisera, inmersos ambos en la atmósfera de tensión de los días previos al desencadenamiento de la guerra, arrastrados por el vendaval que desembocó en la toma del Cuartel de la Montaña e inopinadamente transformados en combatientes voluntarios en la Sierra. Primero se marchó él, «emborrachado por el aturdidor huracán» de la violencia, pero enseguida lo secundó ella y allí libraron los dos un encuentro cuerpo a cuerpo sobre el «campo oscuro», acogedora laTierra y el sembrador afanado62.
Trescientas páginas más adelante, trufadas de alegatos y arengas, la novela concluye. Juanita cumple su «deber de parir», Juanito improvisa frases épicas: «Madrid renace en ti. En tus entrañas está amaneciendo. Date prisa. En estos momentos sería de mal agüero que nuestro hijo naciese ahogado». «Fin: Madrid, noviembre, 1938», datación que implica cierta hipérbole magnificadora, dado que Zamacois, evacuado antes de Madrid a Valencia, había seguido los pasos del Gobierno republicano. Así lo detalla en sus memorias.
«En Valencia estuvimos», puntualiza, «hasta que el Gobierno se trasladó a Barcelona», exactamente el 30 de noviembre de 1937, donde vivió tensiones, padeció necesidades y soportó bombardeos que a la postre desembocaron en la toma de la ciudad por las tropas franquistas el 26 de enero de 1939, encaminado hacia el exilio casi en el último momento por un golpe de suerte y atrevimiento63.
Con este calendario, El asedio de Madrid, que no alcanzó a publicarse en Valencia «por falta de papel», vio la luz casi de milagro y gracias al empeño de Eduardo Rubio, «quien luego fue mi mejor amigo»64, «propietario y director de Mi Revista» (Barcelona), quincenal en aquellas circunstancias de lujo y verdaderamente sui géneris65, ácrata y de variedades, integrador de firmas liberales (Diego de San José, Roberto Castrovido, Pedro de Répide, Antonio Zozaya, Gonzalo de Reparaz) y de algunos valores nuevos (Gabriel García Maroto, editor inicial de Federico García Lorca, o Nicolás Guillén66) junto a los históricos de la intelectualidad anarcosindicalista (Ángel Samblancat, su editorialista, el doctor Félix Martín Ibáñez, Fernando Pintado, editor de La Novela Roja, el dibujante Helios Gómez o Alfonso Vidal y Planas), partidario de las colectivizaciones pero al tiempo exaltador de Líster y entusiasta de Hollywood y la Paramount, volcado con sus actores y singularmente «con sus chicas», sin olvidarse por eso del cine español67. En fin, las paradojas pueden extremarse, porque Mi Revista, revolucionaria y recelosa del catalanismo68, compatibilizó esa actitud con una «Página financiera», con reseñas frívolas, con gitanerías poéticas y hasta con una sección fija («Lo que gusta a las mujeres») imbuida de un feminismo galante y tradicional a cargo de Rosa Blanca («para hacerse amar de los hombres», mejor las lágrimas que los gritos, en verano favorecen los vestidos de punto, etc.), galimatías número a número heterodoxamente resuelto con desenfado.
Tiempo confuso y, en cuanto tal, abocado al riesgo, la zozobra y los sustos, Rubio dispensó a Zamacois su último asidero literario en España, con colaboraciones a su voluntad y una sección fija, con algún punto de ironía y hasta de provocación ingenua en el título: «Las emboscadas de la ilusión»69, porque el término emboscada/emboscados registraba entonces las peores resonancias. De hecho, el escritor lo habría pasado mal de no mediar a tiempo el doctor Negrín, presidente enérgico de una República en trance de consumación, que le libró de unos peligros nada menores por medio de una estratagema de por sí ilustradora del signo torvo de la situación.
Pues sucedió que, republicano por libre y novelista social, alguien recordaría el pasado galante de Zamacois y quién sabe qué otras decadencias. Por ese vericueto de las denuncias anónimas, Zamacois, en su ignorancia, rozó la tragedia cuando más entretenido estaba con las tertulias de Mi Revista, reducto que en resurrección de tiempos pasados le tributó un banquete de homenaje con motivo de la publicación de El asedio de Madrid70, celebración inimaginable en aquella coyuntura de hambre y necesidades, fruto de los «ardides nunca revelados» de Rubio71. El escritor pasa de puntillas por aquella penalidad, velando nombres y detalles, como si andados los años prefiriese callar, aún con el susto a cuestas:
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