Autoexigente y persuadido de sus posibilidades, a la hora del balance final Zamacois se pintó por debajo de ellas y derrotado. Sin recursos económicos y propicio a las tentaciones, arrastrado por un frenesí de amores y viajes, con la maleta siempre hecha y por lo menos dos hogares que mantener (por lo menos dos, frecuentemente tres, en ocasiones hasta cuatro), «el Hombre hizo mucho daño al Artista», ambos con mayúsculas reivindicativas, con su punto de orgullo. Hombre, Artista. El primero dañó al segundo. Fueron las exigencias naturales, la vida como torbellino. Así se lo confió a Entrambasaguas mientras este antologaba las mejores novelas españolas contemporáneas49. Se lo confesó por escrito, en una de sus cartas, y sin duda se trata de una reflexión reveladora: «El Hombre hizo mucho daño al Artista».
Tres momentos acabo de señalar asumiendo los deslindes del autor, pero asumiéndolos con salvedades y precisiones. El primer momento, por ejemplo, no sale de la nada, porque Zamacois desembocó en Punto negro tras unos años de caminos equivocados, de aprendizaje y tanteos (de 1890 a 1897), con estudios abandonados de Filosofía y Letras, ahuyentado por la enseñanza oficial y ganado por la lectura50, y Medicina, feliz en las aulas durante tres cursos pero disuadido de seguir adelante en cuanto «me enfrenté con la clínica», desalentado por el ambiente lúgubre, frío y sórdido del hospital de San Carlos, definitivamente decidido entonces a ser escritor51.
Quemada la nave de los estudios, la travesía literaria conoció diversos puntos de apoyo: el periodismo, ejercido desde cabeceras de signo descreído, como Las Dominicales del Libre Pensamiento; el ensayismo científico, acogido al postulado de que la ciencia explicaba o explicaría, simple cuestión de tiempo, los misterios de las religiones (alucinaciones, éxtasis, llagas), apartado que incluye diversas traducciones como Clasificación de las ciencias de Hubert Spencer52; y el apunte de diversos esbozos narrativos, asentados en el costumbrismo (Tipos de café, 1893, libro perdido, pero título y temática reiterados en 1935) y en un puñado de novelas cortas. Desde Amor a oscuras («capullo de novela») llega hasta Consuelo (1896), preludio de la novela galante. Son obras de cara y cruz: de escritura despejada y con suma habilidad para los diálogos, el lenguaje se resiente, a veces apegado a registros fósiles, mientras el ritmo se desequilibra, afectado por el afán discursivo.
Con veinte años, estudiante entusiasmado de Medicina y escritor en agraz, que ya se nutre de su experiencia y tempraneramente se afirma en la literatura de su propio acontecer (recuérdese: «yo soy enemigo de inventar»), Zamacois vaciló entre la escritura y la ciencia, con El misticismo y las perturbaciones del sistema nervioso (1893) y Consuelo marcando los límites, unos límites, por cierto, ya contaminados, puesto que dicho ensayo otorga pareja importancia a unas fuentes y a otras, científicas y literarias, con tanta presencia de autoridades en psicología o fisiólogos eminentes como de Lord Byron, Walter Scott, Flaubert o Santa Teresa, y con pasajes manifiestamente anunciadores de novelas como La enferma o El otro. Antes de contar cinco lustros de existencia, Zamacois colgó los libros de estudio y sentó plaza definitiva de escritor, de escritor profesional, no de profesional que en los ratos libres escribía, apuesta cuando menos osada en aquella sociedad.
Las novelas del primer momento responden a un género, el de la novela galante francesa, cuajado desde un patrón, unos moldes y unas características bien definidos: historias ligeras, ingeniosas y con chispa, vivas y maliciosas, con travesuras, desenfados, ironías y donaires; gabinetes elegantes, playas de moda, hoteles de lujo, criadas cómplices, sirvientes solícitos. La moral burguesa sometida al tamiz de la burla; atmósfera liberal, escéptica y sin prejuicios. La vida alegre a salto de mata, con trampas y sobresaltos. Caballeros de alcurnia venidos a menos, apaches en situación postiza y cortesanas en cuyas casas el timbre de la puerta inevitablemente anunciaba artificios, impaciencias o deudas. Maridos burlados, carrusel de queridas, revival de amantes. Literatura de pasatiempo, picante y con aventuras fáciles, las seducciones a flor de página. El corpus, los episodios eróticos; las fronteras, la acritud social. Se trataba de un género menor, de escaso relieve literario y aún de menos prestigio. Sin complicaciones argumentales, ágiles las descripciones, ocurrentes los diálogos y precipitadas las acciones.
A partir de tales rasgos, Zamacois aporta una voluntad de estilo, un afán de congruencia, un mundo propio y un denuedo evidente por desbordar esos límites. No se conforma con contar, no le convencen los personajes sin entidad ni coherencia, no le atraen los ambientes imaginados. Al contrario: escribe, fija caracteres y se sitúa en el Madrid contemporáneo, con personajes que pasan de novela en novela, también en este aspecto deudor de Pérez Galdós y Balzac.
Autor omnisciente, en sus primeros relatos pesan demasiado las digresiones y su morosidad descriptiva supone un handicap. Ahora bien, frente a las novelas galantes en boga, tópicas y por lo general desaliñadas, las suyas implican un paso literario de consideración. De ahí, creo yo, que se haya confundido su papel: no fue el «inventor» o el introductor de esa modalidad de la narrativa francesa en España, sino el autor que acertó literariamente a dignificarla, enriqueciéndola con personajes que no se movían como simples guiñoles de la sensualidad en una sucesión mecánica de bailes, máscaras, donaires, penumbras, frivolidades, amoríos en reservados, equívocos, engaños, champán y orquestas, sin preocupaciones de otra índole. Nada de eso. Enseguida desbordó ese marco.
En 1902 Zamacois publicó cinco novelas, tres cortas y dos largas: Loca de amor, La quimera y Noche de bodas; El seductor y Duelo a muerte. Trabajos convencionales y pro pane lucrando las primeras, aunque ya con una notable carga de misterio la última, los relatos extensos apuntan más allá. Así, El seductor responde a una cuidada estructura casi epistolar, con el personaje central, un escritor de cartas de amor por encargo, protagonizando en la vida la historia antes escrita para otro, en tanto Duelo a muerte plantea una dinámica de exclusión social y marginamiento, con la pareja formada por el pintor Daniel Carmona y la vizcondesa de San Bartolomé, unidos por la deslealtad de sus respectivos cónyuges, enfrentada en duelo a muerte con la sociedad biempensante y todopoderosa: la nobleza, la alta burguesía y el clero, clases y estamentos dominados por la hipocresía y la corrupción. La historia ofrecerá fallos y su planteamiento crítico quizá peque de confuso, pero de ninguna manera se pliega al molde de la novela galante, referente perdido y ni siquiera tenido en cuenta por el autor cuando la lógica del texto le lleva al mundo de las cortesanas, mujeres resentidas y, en nombre del interés, dispuestas a cualquier extremo.
Además, ese mismo año aún publicó otra obra: Memorias de una cortesana, un mixto de memoria y novela, en su opinión el género «más humano, el menos artificioso, aquel que tiene una dosis mayor de realidad», declaración a tomar con cuidado, porque al instante se advierte la huella de no pocas lecturas y el influjo de Balzac. El lector se encuentra con la autobiografía de Isabel Ortega, meretriz de fortuna tornadiza, niña educada «para la virtud» que al cabo de un sinfín de vaivenes sobrevivía al amparo de un grupo de prostitutas lozanas, criada suya y a las que «ya no sirve ni para cómplice del pecado»53. Apurando el análisis psicológico y trazando un friso crudo de la prostitución finisecular, el autor se maneja en la órbita del naturalismo.
Por si todavía fueran precisos más ingredientes, eso no es todo. Porque, dando un paso en su carrera, la última novela de este «primer momento», Sobre el abismo (1905), resulta una obra de transición, enfocada hacia la narrativa social, con el vértigo del sexo abocado a la violencia en el marco de un escenario opresivo: siete marineros y una prostituta, embarcada como polizón, encerrados en una goleta con todos los elementos desatados, así el mar, la lluvia y el viento como el mástil o los barriles de las provisiones. Tremendismo y deshumanización, furia ciega.
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